Cosmogonía

Mi abuelo italiano, referente posible de la Creación Divina

 

Ateo practicante y anticlerical furioso, mi padre nos mantuvo siempre lejos de la Iglesia. Era extraño, en los tiempos de mi infancia, no ir a catequesis y no tomar la comunión. “¿Pero vos no estás bautizada?”, me preguntó una compañera de grado. Cuando le contesté que no, me dijo “pero entonces sos un animalito”. Y quizá sea cierto. Mi saber en materia religiosa es tan nulo como el que pueden tener al respecto un perro o un pájaro.

Me costaba mucho entender lo que decían mis compañeras, que Dios había creado el mundo en seis días y que descansó el séptimo y, sobre todo, que amasó al hombre con barro y luego le dio vida soplándolo cerca de la nariz.

Carente de todo saber bíblico, sólo tenía a mi abuelo italiano como un referente posible de la Creación Divina. También él amasaba, pero no creaba seres humanos, sino fideos caseros. No los hacía con barro, sino con harina y luego los dejaba orear para que el aire del patio les diera el soplo vital y los preparara para nadar en la olla. Otra diferencia significativa con el Dios bíblico era que él elegía para trabajar en esa tarea, precisamente, los domingos. Eso terminó de convencerme de que, posiblemente, fuera el ayudante de Dios, una especie de amasador dominical que remplazaba al Señor en su día de descanso.

La figura de mi abuelo me permitió concebir un dios a la medida de mi ignorancia bíblica. Imaginaba que amasaba hombrecitos de barro sobre la mesa del patio del Cielo, los dejaba orear lo suficiente y luego ensamblaba sus partes y los soplaba cerca de la nariz con su aliento vital qué olería a ajo y a albahaca, como el de mi abuelo.

Mi padre era también latinoamericanista a ultranza. Cierta vez lo escuché en la sobremesa hablar del Popol Vuh, el libro en que los mayas desplegaron su cosmogonía. Según este pueblo, los seres humanos fueron hechos de maíz. Antes habían probado hacerlos de madera, pero con ese material apenas si les había salido un Pinocho que pretendía tener la nariz respingada o un ejército de piratas con pata de palo, de modo que los destruyeron y de esa destrucción nacieron los simios.

Eso me dio la pauta del carácter gastronómico de la Creación: Dios nos hizo a todos con lo que tenía más a mano en la alacena. Aún no había tenido tiempo de crear el mercadito chino y le resultaba difícil conseguir los ingredientes primordiales aunque fuera Dios, porque en esa época tampoco había creado los privilegios del poder ni la omnipotencia libertaria.

Con el tiempo, por supuesto, aquella teoría se fue desvaneciendo y fue reemplazada por el desencanto de saber que el origen del universo es inexplicable y que la evolución política del mundo es más inexplicable aún.

Sin embargo, de un tiempo a esta parte vengo recibiendo mensajes de que quizá yo haya sido amasada con harina. Es que en ciertos momentos el corazón se me desmigaja y voy esparciendo miguitas como Hansel y Gretel con la ilusión de encontrar el camino de regreso. Sin embargo, desaparecen de inmediato devoradas por aves rapaces y, finalmente, termino perdida en el bosque oscuro de la realidad nacional.

Insisto con mi cosmogonía harinera. Otras veces deseo convertirme en pan viejo para tener una costra tan dura que la realidad no me afecte, pero apenas me entero de las noticias diarias, a fuerza de baldazos de agua fría se me ablanda tanto la corteza que temo convertirme en budín de pan, ese que en algunos viejos libros de recetas se llamaba “budín del pobre”, aunque hoy ningún pobre pueda comer budines porque ni siquiera hay pan duro que ablandar.

Abonan mi teoría muchos otros que también se desmigajan de tristeza a mi lado. En esos momentos recuerdo el ateísmo militante de mi padre y, a la distancia, pienso que tenía razón: no se puede confiar en las fuerzas del Cielo. Es más, ante algunas personas que no sólo se vanaglorian de su propia ignorancia sino que pretenden promoverla desfinanciando la posibilidad de saber, vuelvo a sentir una curiosidad infantil insaciable y me pregunto: ¿estos tipos de qué están hechos? ¿Serán esos primitivos hombres de madera que desecharon los mayas y que se convirtieron en simios? Es posible, porque encajan perfectamente en la categoría de gorilas y son Pinochos mentirosos que esconden la nariz que les crece sin cesar debajo de la bufanda, la idiotez o la papada.

Tengo la plena certeza de que no fueron amasados por mi abuelo. Él los hubiera hecho generosos no sólo para saciar el hambre del domingo, sino también para saciar el hambre de todos durante la semana.

No sé si les dije: mi abuelo se llamaba Francisco y era un inmigrante italiano que llegó a estas tierras desde un pueblito de Italia tan chiquito que casi no figura en ningún mapa, Prepezzano. Desembarcó en el puerto de Buenos Aires con una valija de cartón en la que apenas si le cabía la soledad. Aquí aprendió el oficio de aparador de calzado. Con el tiempo se casó “por poder” –esa era la expresión que usaba en mi casa- con su novia del pueblo lejano y así llegó al país la que sería mi abuela Emilia. Aquí, cosiendo zapatos, construyeron su familia. Mi abuelo, demiurgo de las pastas, no sólo amasaba fideos. También amasaba un sueño que se hizo realidad: que su hijo fuera lo que él no pudo ser, médico. La historia no es original ni pretende serlo. Es la misma de tantos y tantos argentinos hijos o nietos de inmigrantes cuya vida parece escrita por Florencio Sánchez.

Bueno, yo sólo quería decirles que conservo la receta de los fideos de mi abuelo, que va siendo hora de sacar la mesa al patio, de florearla –como dicen los panaderos- con harina y de comenzar a amasar. Nada bueno puede salir de hombres y mujeres de madera.

 

 

 

* El artículo se publicó en el diario Tiempo Argentino.

 

 

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