¿Soberanía o molinos sin viento?

El desafío de la autonomía tecnológica como condición de una neutralidad activa frente a la guerra global

 

Un dilema sobre el dominio de las tecnologías plantea una cuestión candente en torno a la soberanía y el futuro de los países periféricos. La autorización de la OTAN a Ucrania para utilizar misiles de medio y largo alcance en territorio ruso y el ataque terrorista indiscriminado del Estado de Israel contra el Líbano mediante la explosión de busca-personas y walkie-talkies tienen algo en común: el dominio o no de la tecnología que conciben para el diseño de productos tecnológicos. Por tanto, reflexionaremos brevemente sobre la tecnología y luego volveremos a la pregunta anunciada.

 

De la diversidad tecnológica a la tecnología hegemónica

En general, cuando queremos hablar del desarrollo de instrumentos para hacer la guerra, productos bélicos (entre otros artefactos y procesos) nos referimos a ellos como resultados de la tecnología, en singular: el desarrollo de la tecnología, el dominio de la tecnología, etcétera. Siempre en singular, como si existiera una sola y no varias tecnologías coexistiendo y en algunos casos compitiendo por la efectividad. Pero, en realidad, estamos –como siempre lo hemos estado– inmersos en una tecno-diversidad, para usar el concepto del filósofo chino Yuk Hui [1], configurada por diferentes cosmo-técnicas.

Las técnicas son el resultado de ciertas visiones del mundo, de cosmologías que definen la articulación de los materiales, las formas y los objetivos que debe alcanzar el artefacto producido o el proceso pensado. Las diferentes religiones, etnias, países, clases sociales, grupos de interés, tribus urbanas, tienen sus visiones del mundo específicas, sus técnicas comunicativas y lingüísticas, sus organizaciones sociales y procesos de gobernanza, sus instrumentos de comunicación y producción. Es el conjunto de valores, principios y visiones particulares del mundo que organiza el diseño tecnológico coherente con esta comunidad lo que define una “socio-técnica”, como la llamó la escuela de Frankfurt.

Históricamente, los imperios, como tales, impusieron su cosmo-tecnología a sus colonias, ignorando, pisoteando, combatiendo y aniquilando las cosmo-tecnologías originales. Esta cosmo-tecnología imperial fue transferida en casi todas sus cosmo-técnicas específicas. Impusieron así sus cosmo-técnicas económico-comerciales, pero también las funcionales a la acumulación de capital: sus estructuras religiosas, lingüísticas, de gobernanza, institucionales, de modelo económico, logísticas, comunicacionales, estéticas, éticas, jurídicas, etcétera. No porque las técnicas de los originales fueran ineficaces u obsoletas para satisfacer las necesidades y expectativas de estas sociedades, no porque hubieran renunciado a sus particulares formas de ser, sino porque se impusieron a la fuerza criterios de belleza y fealdad, del bien y del mal, de lo útil y lo inútil, de lo admitido e de lo inadmisible como técnicas selectivas “civilizatorias” de forma universalmente violenta. Muchas culturas fueron sepultadas por formas de coexistencia “civilizacionales”. Las antiguas técnicas de organización social, que permitían la coexistencia pacífica entre los seres humanos y entre ellos y la naturaleza, fueron derrocadas para imponer formas de organización social funcionales a la explotación del hombre y la naturaleza por el capital. Las técnicas de administración política impusieron la democracia por la fuerza, a sangre y fuego, como única forma admitida por el criterio de algunos que se consideran con la obligación moral de “civilizar”, “modernizar” y “democratizar” el mundo como su destino manifiesto.

Incluso parte de su cosmo-técnica imperial del uso de la violencia fue transferida a las colonias: su doctrina de represión social, su organización de la fuerza y los instrumentos de la violencia, todos funcionales al orden social que le permitía seguir extrayendo riqueza nacional para el imperio mediante el empleo del instrumento de la violencia nacional, pero se tuvo cuidado de no transferir nunca fuerza suficiente que permitiera a la colonia resistir la voluntad de la metrópoli. Los militares nacionales fueron organizados y entrenados por y en la metrópoli, o por misiones militares enviadas desde la metrópoli con el objetivo de diseñar una forma de fuerza a su imagen y semejanza, pero estructuralmente dependiente en todos los aspectos, especialmente en el epistémico y tecnológico. La emulación global de la forma de fuerza definió una isonomía de los ejércitos para permitir la expansión de mercado que viabilizó el crecimiento de la industria bélica, que fue ganando espacio en la toma de decisiones políticas de las metrópolis que, a su vez, se tornaron cada vez más dependiente de esa industria para su desarrollo y de la corporación militar para imponer su voluntad al mundo.

En el fin del siglo pasado, la acumulación cosmo-tecnológica de capital dio origen a una hegemonía que asumió esta condición con el fin de la Segunda Guerra Mundial e impulsada por el Plan Marshall. De hecho, con el fin de la Guerra Fría, el imperio se globalizó hasta el punto de adoptar el concepto de “mono-polaridad” para referirse a su capacidad militar, en ese momento incontestada. Hoy vivimos en una globalización del comercio, la cultura, los modelos económicos y políticos, las costumbres, las visiones del mundo, la organización social, los criterios estéticos e incluso lingüísticos, todos impuestos hegemónicamente como resultado de la “aceptación” global de una cosmo-tecnología hegemónica, impuesta sobre todas las otras como si fuera la única posible. Una tecnología que define las formas de convivencia, comunicación, criterios estéticos, producción y medios de hacer la guerra. Aunque otras tecnologías autóctonas existieron y aún sobreviven en muchas partes del mundo, existe una cosmo-tecnología que se impone hegemónicamente como factor dominante sobre todas las demás. Pese a ello, esta hegemonía tecnológica, que configura un diseño único universal, genera en su seno alternativas de modulación, resistencia y combate contra ese diseño impuesto en la búsqueda de formas alternativas.

La tecnología que hoy nos asombra, con las herramientas de comunicación que nos permiten encontrarnos virtualmente con personas que hace mucho no vemos, que me permiten escribir estas palabras, que nos entretienen trayendo series y películas a nuestros hogares, que nos ofrece la emoción de conducir un coche de carreras sin movernos de nuestro cuarto, toda esta tecnología es de uso dual: doméstico y de domesticación. Se comunica con nosotros, nos entretiene, nos facilita muchas cosas, pero al mismo tiempo nos controla, modula nuestra percepción, condiciona nuestras decisiones y anticipa nuestros comportamientos. Toda esta parafernalia tecnológica manipula nuestro comportamiento de consumo, nuestras decisiones electorales y se apropia de información sobre nosotros que ni siquiera nuestra familia puede imaginar. Esta tecnología, inseparable de nuestras vidas, es el instrumento de control social que Shoshana Zuboff llamó “capitalismo de vigilancia” [2]. Al mismo tiempo que constituye nuestra forma de vida, también es el arma principal para controlar, modular, condicionar y promover la conducta social del individuo y, eventualmente, eliminarla.

 

Tecnología, violencia y dependencia estratégica

Estas tecnologías disuelven las fronteras hasta ahora claras entre seguridad pública y defensa, entre la represión social y la letalidad de la guerra. Paul Virilio acuñó el nombre de “máquina de visión” [3] para referirse tanto al ojo que vigila el supermercado (especialmente los cuerpos negros y pobres) y los callejones de la favela como a los instrumentos que observan y controlan las condiciones generales de combate en Ucrania o en África.

El mismo dispositivo que acorta la distancia de comunicación con nuestros seres queridos, que nos permite ver en tiempo real lo que ocurre al otro lado del mundo, que nos permite pedir ayuda en casos de emergencia, también puede acortar el tiempo de vida convirtiéndose en cobarde arma letal. Así quedó tristemente demostrado en el deplorable ataque que el Estado terrorista israelí cometió indiscriminadamente en Medio Oriente con el objetivo de escalar e internacionalizar la violencia genocida. Fue un acto terrorista reprobable por parte de Israel, pero con importantes consecuencias, tanto para advertir sobre el peligro que entrañan los productos tecnológicos de uso cotidiano como para el orden operativo de la guerra expansionista de Israel en Oriente Medio.

La dependencia de la tecnología procedente de las metrópolis hace que los productos tecnológicos resulten extraños a los operadores comunes e incluso estatales. El control del diseño, que es dominio de la tecnología, no se transfiere con el producto, que normalmente va acompañado del manual de usuario (tanto para uso doméstico como militar). Así, lo que nos es tan íntimo, casi constitutivo de la vida contemporánea, nos resulta completamente extraño y cerrado a nuestro conocimiento. Estamos condenados a utilizar nuestros aparatos electrónicos domésticos bajo la sospecha de que puedan contener la bomba que acabará con nuestras vidas. Peor aún, preparamos nuestra defensa nacional con sistemas de armas que dependen de la voluntad de otros para funcionar. Como es el caso de los misiles de mediano alcance suministrados a Ucrania en la guerra por procuración de la OTAN contra Rusia. Aún no se han utilizado en lo más profundo del territorio ruso, no porque Zelensky obedezca los mandatos de sus jefes sino porque la eficacia de esta arma depende de la voluntad de la OTAN, que domina la definición del objetivo y el control de la navegación para alcanzarlo. Sin la OTAN, estos misiles son inútiles. Este tipo de armamento se puede adquirir, pero su uso depende de la autorización del vendedor. Por lo tanto, cuando se supone que se incorpora tecnología para garantizar la autonomía nacional en la toma de decisiones, en realidad se está pagando por su dependencia. Un caso ampliamente estudiado (pero aparentemente no aprendido) por los ejércitos de la periferia fue el caso del misil francés Exocet, inútilmente utilizado por la Argentina en la guerra de las Islas Malvinas, cuyo detonador Francia, aliada de Inglaterra, no activó.

Por otra parte, el dominio del diseño de productos tecnológicos tenía una función táctico-operativa en manos israelíes. Inicialmente, el uso de teléfonos móviles permitió localizar y asesinar a varios líderes de Hamás y Hezbolá, lo que llevó a las organizaciones político-militares a abandonar el uso de estos medios de comunicación por motivos de seguridad. Sin embargo, las necesidades logísticas de comunicación llevaron a la búsqueda de otros dispositivos, como busca-personas y walkie-talkies, que previamente fueron preparados por los israelíes con explosivos detonables mediante un mensaje específico. Además del efecto terrorista causado en la sociedad atacada indiscriminadamente, que ya no confía en los dispositivos electrónicos de los que depende, las condiciones operativas del ejército y las milicias de Hezbollah se vieron gravemente dañadas por la falta de comunicación y, en consecuencia, de comando.

 

A modo de conclusión

En este momento histórico, cuando todo parece conducir a una confrontación global entre dos diseños técnicos de gobernanza global, la neutralidad activa en relación a esta guerra depende de la autonomía tecnológica frente a las cosmo-tecnologías hegemónicas en confrontación. La cuestión que se plantea para nuestra región sudamericana impide el optimismo: se trata de predecir si los grupos que luchan por la soberanía nacional tendrán la fuerza política para buscar y desarrollar tecnologías autóctonas o si sucumbirán materialmente ante los militares, funcionalmente dependientes del esquema estratégico del hegemón, para operar por procuración de este sobre un eventual teatro secundario de la Tercera Guerra Mundial.

 

* El autor es doctor en Filosofía Política por la Unicamp, profesor de la Universidade Estadual Paulista (UNESP) y coordinador del área “Paz, defensa y Seguridad Internacional” del Posgrado en Relaciones Internacionales San Tiago Dantas. Fundador y líder del Grupo de Estudios de Defensa y Seguridad Internacional (GEDES).

 

[1] Hui, Yuk: Tecnodiversidad. São Paulo: Ubú Editora, 2020.
[2] Zuboff, Shoshana: La era del capitalismo de vigilancia .Río de Janeiro: Editora Intrínseca Ltda., 2019.
[3] Virilio, Paul.: La máquina de visión. Río de Janeiro: Librería José Olympio Editora SA, 1994.

 

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