Fingir demencia en educación

La crisis de la escuela pública y algo más que astucia de derecha

 

Hace años que Cristina Fernández advierte sobre el estado de la educación pública. Tiene autoridad: su gestión destinó tanto dinero a ella como la de Sarmiento, señera. El último ser trágico de la política argentina, la Antígona que habla de leyes no escritas, cree que hacerse el sonso con la educación no es gratis. Los hijos cargarán con la culpa de los padres. Lo sabe cualquier “cría cuervos”: papis y mamis de chat, políticos y autoridades civiles sin coraje, docentes que tiraron la toalla.

En su último documento, “Es la economía bimonetaria, estúpido”, Cristina reconoce que el peronismo “no planteó una reforma profunda de la educación pública […], especialmente por aquellos que no pueden reunir el dinero para pagar la cuota de un colegio de gestión privada”.

Es la misma idea de Macri que llevó a la sobreactuación de quienes decimos defender la escuela pública, pero mandamos nuestros hijos e hijas al colegio privado: la estampida es a la educación privada, y quien no puede huir “cae” en la pública. 

Mientras, fingimos demencia. No hablamos de escuelas rotas ni de salarios docentes de hambre; de paros que no frenan el declive ni de ausentismo docente; de pibes que no escuchan a la maestra ni de familias que, lejos de apoyar, conspiran contra la escuela. 

Tapamos el sol con la mano, en el mejor de los casos, abriendo escuelas; en el peor, cambiando diseños curriculares cada año (pero que atrasan 100) o, como lectores de autoayuda, dándonos palmadas en la espalda con la confianza en que depende de nuestra voluntad que la cosa cambie.

Durante más de una década, en la Argentina hubo una política educativa que amplió la población que pasa por un aula, aumentó el presupuesto y llevó a cabo planes de alfabetización, formación docente y entrega masiva de netbooks y libros. Sin embargo, el descontento de las familias respecto de la educación sigue en alza. Esas familias se sienten desamparadas por quienes estamos a cargo de la educación hace décadas y son acogidas por una derecha que hace tiempo marca la agenda, no sólo educativa.

 

 

Libertarios del mundo, uníos

La pandemia fue el 17 de octubre libertario. Si el '45 visibilizó “el subsuelo sublevado de la Patria” del que surgía la nueva fuerza política que confió en el Estado como garante de la justicia social, por el contrario, el nuevo siglo deparó una horda zombie que desconfía del Estado y mira con desconfianza a quienes lo defendemos.

Durante la pandemia nació Padres organizados. Unidos lograron que la Corte Suprema revocara un decreto que ordenaba seguir en casa a resguardo, con las clases. Se reabrieron las escuelas y hubo “segunda ola” de Covid. No importó el incremento en las muertes, sino que alguien se hiciera cargo de los chicos fuera de casa.

Lo paradójico es que la escuela y el colectivo docente, a cargo de los chicos, son los chivos expiatorios de esta entidad civil nacida en el 2020 que se propuso sostener un mínimo de días de clase (los 180 días, símbolo, no sólo de la derecha), ponerle el cascabel al gato del ausentismo docente y monitorear la Ley de Educación Nacional que, según sostienen, devino entelequia.

La fundación tuvo otro triunfo. Concretó reunión con el secretario de Educación del nuevo gobierno. Fue en abril de este año, antes de la joyita de la Argentina clasemediera, la UBA, y mucho antes de cualquier otro estamento de la educación pública, incluida la institución a cargo de la formación docente, que aún espera reunión y destino. 

En los ‘80 y ‘90 la crítica a la educación pública la hacía el Banco Mundial. Últimamente, la hacen fundaciones filantrópicas. Como el macrismo, el gobierno de Milei piensa la educación desde el ideario de los think tanks y gracias al apoyo de organizaciones de la sociedad civil, ambas entidades financiadas por el capital trasnacional. 

El último aporte lo hizo Argentinos por la educación, fundación que promovió el “Acuerdo por la educación” firmado por gobernadores y ministros de esta cartera de varias provincias presentado en el CCK el martes 10 de septiembre en lo que se llamó “La noche por la Educación”, punta de lanza del proyecto de ley que pronto Milei presentará al Congreso.

 

 

Fantasmas ajenos y propios

A la iglesia no le caía simpático el liberalismo progresista que a principios del siglo XX la hacía a un lado en el arbitrio de las normas de conducta inculcadas en la escuela. Puso el grito en el cielo e inauguró la denuncia a extramuros.

Ayer nomás hubo un 0800 para denunciar a quien hablara en un aula de Santiago Maldonado. Este acto era un alerta tanto de un fascismo larval cuanto de una pérdida de confianza en los docentes, que no ha dejado de crecer desde que la escuela dejó de ser espacio donde crecemos afectiva e intelectualmente, como en ningún otro lado, y la volvimos un aguantadero.

De un tiempo a esta parte, hay otro 0800, que funciona de hecho, sin dispositivo de por medio (con retiro del niño/a muchas veces), para quien dicta clases de Educación Sexual Integral, único norte de una educación atenta más a la contención emocional y al fetiche de la diversidad (y no a la sexualidad, dado el olvido de Freud y Foucault) que a forjar a quien piense por sí mismo y tenga criterio para desenvolverse en la vida, votar a conciencia y despegarse un rato del celular.

Desde el 2020 hay “botón antipánico” para reportar días sin clases. Basta entrar al sitio de Padres organizados y seguir el protocolo de enojo, antes que de preocupación, por las razones de la decadencia en la educación. Entre ellas, este colectivo de padres ausentes sin aviso, con la saña del que gusta mirar la paja en el ojo ajeno, destaca el ausentismo docente.

¿Los docentes faltan porque, como las de cualquier trabajador/a, sus condiciones de trabajo son penosas y, en consecuencia, lo hacen bien a modo de protesta, bien porque terminan rotos de jornadas extenuantes? ¿O faltan porque son vagos per se

Ambas preguntas son políticas. La primera apunta al triunfo neoliberal, que no empezó con Milei ni con Macri. Responderla implica reconocer que tanto la derecha como el progresismo, incluidos los sindicatos docentes, son responsables de condiciones penosas de trabajo de maestras y profesores. 

La segunda es más de índole cultural y surge de un fantasma. Aunque parezca mentira, para buena parte de la población los docentes somos el primer enemigo de la educación. Aunado a la rebañega aceptación de que pagábamos poco por servicios y tarifas, el descrédito en que cayó el colectivo docente es otro triunfo en la batalla cultural iniciada por el macrismo. Soledad Acuña y María Eugenia Vidal aportaron a esta causa.

Sarmiento creía que buena parte de los males de este país eran fruto del gauchaje. No poca porción de la clase trabajadora argentina cree otro tanto de su reencarnación, los “choriplaneros”, colectivo que incluye a los docentes, “vagos y mal entretenidos” solventados por el Estado. Esta es la idea que tiene nuestra derecha anti-sarmientina para la cual todo docente es un parásito que, gracias al desarrollo tecnológico, pronto será reemplazado por la inteligencia artificial, otro sueño del macrismo que, si lo dejamos, podrá hacer realidad Milei.

Ahora bien, quienes pertenecemos a la comunidad educativa hicimos poco por desmantelar ese fantasma, al menos en lo relativo a la mentada desaprensión docente. Salvo nuestra Antígona y Grabois, nadie dijo “esta boca es mía” sobre la pérdida de clases, por días de paro y licencias, que pesa sobre pibes y pibas de la clase trabajadora, pero también sobre padres y madres que no tienen con quién dejarlos con aulas vacías.

El ausentismo docente es un tabú en la comunidad educativa. La derecha reduce el planteo a razones presupuestarias. Según el gobernador Pullaro, en Santa Fe, un 35% del presupuesto se lo lleva el ausentismo docente. Como contrapartida, no hay directivos ni secretarios de Educación, ni tampoco intendentes, sindicatos o gobernadores (salvo Pullaro) que aporten cifras para desmentir estos números y plantear otras razones. 

 

 

Sabemos que en la escuela hay pillos que hilvanan licencias con la astucia del que sabía ratearse, pero ¿cómo contradecir a la derecha sin números valederos y demostrar que las verdaderas razones se hallan en las condiciones de trabajo y no en la astucia de unos pocos? ¿Cómo contradecirla si quien se anima a plantear el problema de la merma en cantidad de horas clases en la escuela pública, respecto de la privada, es linchado en redes como pasó con Grabois?

Agustina Comedi es una gran cineasta argentina. El silencio es un cuerpo que cae, tituló una de sus películas. Como en materia laboral y previsional, en la educación el silencio pesa: hace que la derecha modifique regímenes a su arbitrio y, para peor, con consenso de padres y madres cansados de la pérdida de clases. Sobre llovido, mojado. En estos meses la derecha usa como excusa la falta de clases para limitar el derecho a huelga docente. Se promulgaron leyes provinciales a tal efecto y tiene media sanción el proyecto que la limita a nivel nacional.

Proponer, como propone la derecha, que haya guardias en las escuelas para no perder días de clases es tan mendaz como el plan de no repitencia en el secundario de la provincia de Buenos Aires. Son golpes de efecto para clamar a padres y madres preocupados que ya no confían en quienes estamos a cargo de la educación y sí en esta derecha que se erige en estandarte de la educación cuando no pierde oportunidad de recortarle recursos.

Ahora bien, nadie puede fingir demencia. El silencio sobre la responsabilidad que nos toca no es de derecha ni de izquierda, sino parte de una cultura enferma que cree que la demencia se puede fingir. ¿Cómo nos van a tener respeto hijos/as y estudiantes con semejante creencia?

 

 

Hechos, no palabras

La derecha educa, menos en el aula que fuera. Quienes creen que no le deben nada a nadie, timbean sin ton ni son, se desentienden del otro y ahorran en cripto son prueba. Antes que denunciar imposturas, más valdría recuperar el valor de lo que hacemos en el aula, donde podemos, no “de pico” sino con hechos, plantear un modelo alternativo.

El aula es un espacio único donde se da, hoy más que nunca, un contacto cara a cara que no abunda en la feria. La derecha sabe de su potencial político. Por eso cuestiona lo que hacemos. Como entiende el verdadero cambio, la algoritmización, en el proyecto de ley que enviará al Congreso, la derecha repone las clases virtuales, huevo de la serpiente libertario, modo de estar cada quien encerrado en su pantalla.

Hoy que la escuela perdió el sentido que tenía en el capitalismo industrial de la democracia liberal; hoy, cuando no forja ciudadanos ni da herramientas para un mercado de trabajo que reemplaza oficios con la velocidad del avance de la inteligencia artificial, convendría preguntarnos por la razón que nos guía a ir con entusiasmo al aula, esa que no encuentran ni pibes que abandonan en masa el colegio ni docentes que han perdido el deseo por el saber. Una razón valedera contrarrestaría el avance de una derecha que sólo piensa en disciplinar cuerpos para el mercado.

No hubo “sintonía fina” porque quien tiene trabajo formal paga la misma tarifa de luz o de gas que quien trabaja por horas para limpiar la casa. Tampoco hubo leyes laborales para amparar a los millones que engrosan el trabajo informal. No es tarde para volver donde tomamos el camino equivocado, también en educación. 

Reconocer lo no hecho en educación, o lo hecho con resultados preocupantes, permitiría restablecer la confianza que tenían padres, madres y estudiantes de la clase trabajadora en la educación pública. A no perder tiempo en pavadas, que hay que recuperar la imaginación plebeya perdida.

 

 

 

* Este artículo es parte de la investigación del libro en marcha Mamá, Perón y Sarmiento: educación en el Apocalipsis zombie.

 

 

 

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