La guerra de clases y sus vencedores

Tocqueville, las cicatrices salariales y la obstinación igualitaria

 

“En los últimos 20 años hubo una guerra de clases y mi clase la ganó”.
Warren Buffett, director ejecutivo de Berkshire Hathaway y uno de los empresarios más ricos del mundo.

 

Como Amado Boudou suele explicar, en diciembre del 2015 ningún sector de la Argentina estaba peor que en mayo del 2003, cuando Néstor Kirchner se hizo cargo de la presidencia. En otras palabras: todos los sectores –asalariados o cuentapropistas, jubilados o industriales, accionistas de grandes empresas o empresarios pymes, agroexportadores o amas de casa, oficialistas u opositores–, todos, sin excepción, estaban en una mejor situación material que al inicio de los gobiernos kirchneristas. Durante ese período hubo un notable crecimiento económico pero no se lo quedaron “tres o cuatro vivos”, sino que fue equitativamente repartido. Debemos remontar al primer peronismo para encontrar un crecimiento con inclusión comparable.

Tanto Néstor como CFK impulsaron demandas que no necesariamente estaban entre las urgencias de la agenda ciudadana. Una de las que más impacto tuvo en el bienestar de las mayorías fue la política de moratoria jubilatoria. Con ese sistema, millones de personas que no alcanzaban los requisitos para jubilarse, como los trabajadores informales o quienes llevaron a cabo trabajos de cuidado no remunerados (esencialmente mujeres) pudieron entrar en el sistema. Con la moratoria, la cobertura previsional escaló del 66,1% al 95,8%, el nivel más alto de América Latina.

El fin de la estafa legal de las AFJP decidida durante la presidencia de CFK permitió no sólo consolidar la moratoria, incluyendo en el sistema a los adultos mayores que habían quedado afuera, sino lanzar la Asignación Universal por Hijo (AUH), una asignación familiar para los hijos de ciudadanos desocupados, trabajadores informales o inscriptos en el régimen de trabajadores de casas particulares. La iniciativa impulsó la inclusión de esos niños y adolescentes expulsados del sistema formal. En diez años, la AUH redujo a la mitad la indigencia y disminuyó la pobreza. Según un estudio del Observatorio de la Deuda Social Argentina (ODSA) llevado a cabo en 2022: “Los resultados obtenidos muestran impactos positivos y estadísticamente significativos de la AUH en distintas dimensiones del desarrollo humano de niños, niñas y adolescentes. La AUH ha tenido un impacto positivo y sostenido en el tiempo sobre el ingreso per cápita familiar y la situación de seguridad alimentaria de niños/as y adolescentes”.

Los asalariados tampoco quedaron atrás durante la “década ganada”. En diciembre del 2015, al concluir el tercer gobierno kirchnerista, la Argentina contaba con el salario mínimo, vital y móvil más alto de la región, medido en dólares.

Como suele ocurrir, el empoderamiento de las mayorías generó presiones crecientes. Una de ellas fue el reclamo sindical por el pago del impuesto a las Ganancias. Hugo Moyano, por entonces titular de la CGT opositora, fue criticado por un sector del kirchnerismo por preparar un plan de lucha en rechazo del impuesto. En realidad, defendía el poder adquisitivo de sus representados en un momento de bonanza. Puede parecer paradójico, pero la historia nos demuestra que los reclamos populares no necesariamente surgen en coyunturas adversas. Sin ir más lejos, los obreros del Sindicato de Mecánicos y Afines del Transporte Automotor (SMATA), de la Unión Tranviarios Automotor (UTA) y de Luz y Fuerza que impulsaron el Cordobazo en mayo de 1969 eran los mejores pagos del país. Lo mismo ocurrió en Francia un año antes, en mayo de 1968: los reclamos obreros y estudiantiles surgieron en un país en pleno desarrollo económico (el PIB creció 4,5% aquel año).

Aquellas demandas ciudadanas eran coherentes con lo que explicó CFK en la apertura de sesiones ordinarias de marzo del 2015, la última durante su presidencia: “Sí, es un país difícil para los dirigentes, pero no para la gente, que ha superado, que ha progresado, que ha crecido, que ha encontrado trabajo, que hoy tiene casa, que hoy tiene auto, que sus chicos van a la universidad y tienen estudios.Por supuesto, el país cómodo es para la gente, no para los dirigentes”.

Y así como las ampliaciones de derechos y el incremento del bienestar de las mayorías suele redundar en mayores exigencias de parte de esas mayorías, lo contrario también es cierto. Un pueblo disciplinado por un ajuste sin fin, por un desempleo creciente, por la caída drástica del poder adquisitivo de sueldos y jubilaciones y el terror a perder su trabajo, tenderá a limitar sus expectativas y a aceptar con cierta pasividad la pérdida de derechos con el objetivo de conservar lo poco que aún tiene.

Según un estudio de la Universidad de California citado por el semanario inglés The Economist, los trabajadores que comienzan su vida laboral durante una recesión ganan significativamente menos que quienes lo hacen durante un período de bonanza y esta situación se prolonga más allá de la coyuntura adversa. Esta penalización salarial que nace de la propia jibarización de expectativas del trabajador puede durar años. Es un fenómeno que los economistas llaman “cicatrices salariales”.

En un reciente artículo, el sociólogo Artemio López señala un indicador que corrobora el paradigma de las cicatrices salariales: el salario pretendido por quienes hoy buscan empleo se emparente con el salario ofrecido, que está en línea con el umbral de la pobreza. Es decir, quienes buscan un empleo se conforman con una remuneración de supervivencia. Lejos quedó el reclamo por Ganancias.

Para ilustrar ese cambio notable en las expectativas, López cita al filósofo Diego Tatián: “Hace casi doscientos años, Alexis de Tocqueville señalaba en La democracia en América una paradoja cuya fuerza persiste aún: cuando la desigualdad social es abismalmente grande, se vive como natural, la imaginación social ni siquiera es capaz de plantearse la posibilidad de su supresión y a nadie se le ocurre intentar transformar el orden establecido. Cuando, en cambio, esa desigualdad se reduce, los resabios de privilegio son mucho menos tolerados, las diferencias existentes cuestionadas y las jerarquías combatidas. Según esta idea, no es el deseo de igualdad lo que produce igualdad; es el avance de la igualdad lo que produce deseo de igualdad”.

Es improbable que el establishment que sigue apoyando con entusiasmo al Presidente de los Pies de Ninfa –entusiasmo que quedó plasmado en el Foro Llao Llao de abril de este año– crea a rajatabla en las cifras creativas que el mandatario repite en cada nueva presentación o confíe en sus alucinaciones austríacas nunca antes aplicadas sobre seres vivos. Pese al tenaz analfabetismo político de nuestras élites empresariales, podemos imaginar que esa ignorancia no les impide intuir que se trata de una etapa de transición, con escasa proyección de largo plazo. El sistema impuesto hoy es insostenible y sin duda lo saben.

El apoyo del establishment tiene en realidad una poderosa y casi única razón, y es de índole clasista: el disciplinamiento de los trabajadores. Un viejo sueño que remonta al menos a la última dictadura cívico-militar, cuyos grupos de tareas persiguieron, secuestraron e hicieron desaparecer a miles de activistas, líderes sindicales y militantes políticos con ese fin.

Más allá del desguace del Estado y los negocios asegurados que va a implicar para los socios y mandantes del gobierno, lo que espera el establishment es que el Presidente de los Pies de Ninfa termine de una vez y para siempre con la obstinación igualitaria del peronismo. Como concluye López: “Un solo indicador es muy ejemplificador: cuando CFK deja el gobierno, los trabajadores participaban en el 52% del ingreso total generado, cuando Mauricio Macri pierde las elecciones en el año 2019 la participación era ya del 46% y al concluir la gestión de Alberto Fernández la distribución seguía idéntica a la heredada de Mauricio Macri, con el agravante de que el del Frente de Todos era un gobierno que se suponía peronista”.

CFK lo advirtió en agosto del 2022, durante el bochornoso juicio por la causa Vialidad: ”No vienen por mí, vienen por ustedes, por los salarios, por los derechos de los trabajadores”.

Resta saber si las profundas cicatrices salariales podrán hacernos olvidar aquella obstinación igualitaria.

 

 

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