Siempre creí que el recurso natural más abundante en Argentina —más que sus cosechas, su ganado, sus minerales, sus mares y ríos— era, y de lejos, el drama. No puedo probarlo, claro. Aun así llevo décadas alimentando esta intuición sin que la realidad me desmienta: somos un país-factoría de conflictos. Una planta industrial que coincide con nuestro territorio en proporción 1:1, consagrada a la fabricación masiva de quilombos. La excelencia que logramos aplicando principios fordianos a la producción de bardo nos permite ofrecer la más variada gama del producto: cuando no tenemos dramas económicos los hay políticos, o sociales, o raciales, o de género, o futbolísticos, o mediáticos, o judiciales, o farandulescos, o policiales. (La mayor parte de las veces practicamos combinación gourmet de dos o más variedades. Caramel Frapuccino de Propina con Chips de Chocolate al Gin Tonic. Mocha Blanco de Estafa a Votantes con Espuma de Plan Asistencial. ¡Un menú más rico que el de los cafés de fantasía de Starbucks!)
Cada lanzamiento de un producto nuevo es de una intensidad que lleva las agujas al rojo. Para nosotros, si no satura no está sonando bien. Cualquier ciudadano de países civilizados que se mudase aquí pondría en riesgo su salud física, pero ante todo la mental. Imaginen lo que sería de un pobre suizo viviendo en el Centro. Chaleco de fuerza para uno, en tiempo récord.
Si capitalizásemos ese recurso —nuestra propensión a problematizarlo todo y a volarlo más allá de sus proporciones originales—, saldríamos rápido de esa Fosa de las Marianas en que Cambiemos nos sumió. (O por lo menos, con más velocidad de la que le imprimirían las coimas que, según la diputada Carrió, son el motor de nuestra economía. Dicho sea de paso, ya existen formas de monetizar el drama. Hollywood es una máquina de marketinear las historias de su país y vendérselas al mundo. Nosotros podríamos intentarlo a escala argentina, pero dependemos de dos imponderables: que la administración Macri tuviese vuelo e hiciese política desde la creatividad, y que alentase el más mínimo deseo de hacer algo bueno por sus conciudadanos. Ninguna de estas condiciones es realista.)
Por supuesto que ocurren cosas dramáticas en otros países de lo que consideramos Primer Mundo, pero tienden a ser la excepción y no la regla. En las naciones que admiramos, el sistema funciona con sus más y sus menos y de tanto en tanto alguien sale a matar gente con un lanzamisiles que compró en Walmart o a embestir transeúntes al volante de un camión robado. Pero entre nosotros el sistema no funciona en ningún sector de la línea: por el contrario, es la disfuncionalidad hecha institución. El Poder Ejecutivo le hace al pueblo argentino lo que Harvey Weinstein le hacía a cuanta mujer que caía en sus manos. En el Poder Legislativo las leyes que la gente demanda son bloqueadas para que no se las trate, vetadas o —simplemente— no reglamentadas, de modo que no se las implemente nunca. El Poder Judicial es una escribanía al servicio de los poderosos, de un modo tan descarado y desprolijo que, en comparación, el abogado Saul Goodman de la serie Better Call Saul parece un profesional escrupuloso. El delito organizado lo lideran nuestras policías. El fútbol está digitado por dos Tony Sopranos. La prensa se sabe bajo el mando imperial de un hombre que prácticamente no puede hablar, salvo a través de un dispositivo electrónico — nuestro Darth Vader. ¿Cómo podría tener lugar, en este contexto, algo parecido a una vida apacible y provechosa?
Pero ojo, no caigamos en el error de victimizarnos. Lo que nos hacen a diario es criminal, sí. Pero nosotros aportamos una disposición a gozar del sufrimiento que no es exagerado tachar de masoquista. No somos un pueblo adepto a construír paulatinamente, sumar buenas movidas sin dejar de defender la zona propia, armar paso a paso y lograr, así, que la victoria se convierta en algo inexorable, que cae por su propio peso. Lo nuestro —está claro— no es el ajedrez. Más bien preferimos vivir 24/7 en el campo de juego de un deporte extremo, al estilo de la peli Rollerball (Norman Jewison, 1975): si no se desangró alguien en el camino, perdió un miembro o cayó como herido por un rayo, la victoria se nos hace poca cosa; algo de escaso mérito, más cerca del meh que del wow.
Una cosa es ser competitivos, conscientes de que la vida tiene mucho de brega y estar dispuestos a ofrecer batalla. Pero lo nuestro está en otra categoría. Nos hemos vuelto adictos al todo o nada, hoy somos yonquis de la lucha terminal y salvaje. Le vamos a la vida con lógica de autito chocador, dejando jirones de piel a cada paso. Por eso no conseguimos disfrutar de Messi pero veneramos el impulso sacrificial de Maradona, que no sólo aporta talento sino que además se inmola en la tarea. El día en que Messi se arrastre con una pata quebrada en cuatro y arroje la dentadura que le bajaron de una patada para mover la pelota más allá de la línea de gol, recién ahí valoraremos su tarea.
Si el triunfo no es agónico, no nos complace.
Un fuego en el vientre
En la Antigua Grecia, el agon era una competencia que podía ser tanto atlética y de carreras de cuadrigas o caballos, como musical o literaria. En el ágora del teatro, se definía como agon al enfrentamiento entre el prot(agon)ista y su ant(agon)ista. Lo que estaba claro era que se trataba de una lid en la que no quedaba otra que aplicarse a fondo, con todas las fuerzas y más también; por eso terminamos llamando agonía a la batalla que libramos contra la muerte. Se trata de un esfuerzo tan demandante, tan límite, que aún cuando salimos victoriosos lo hacemos en medio de estertores, sometidos a un cuerpo al que le hemos pedido de más y en consecuencia pierde el control de sí.
El culto a la agonía vendrá de Grecia pero lo consagró la Iglesia. Somos hijos de una cultura que venera a un hombre-dios que agoniza: no contentos con usarlo como corona del altar en la nave de los templos, lo colgamos de nuestros cuellos, en las paredes de hospitales y oficinas públicas y hasta en la habitación de los niños. Seamos o no creyentes, esta puesta en escena de la agonía como valor permea nuestra vida como sociedad y, por supuesto, nuestra Historia.
Si miramos hacia atrás, nuestro camino como pueblo es un vía crucis interminable. Somos la resultante del genocidio de los pueblos originarios y de la cruza entre conquistadores y conquistados. ¿Cómo podríamos amarnos, cuando nos sabemos progenie, y en simultáneo, del amo perverso y del esclavo humillado? Desde que la Argentina adquirió ese nombre, no hicimos más que fabricar excusas para odiar a parte de nuestro tejido social: a los inmigrantes (porque hay quienes olvidan que al principio tanos, "rusos" y gallegos eran considerados la escoria de la Tierra), a los anarquistas y socialistas, a las mujeres, a los jóvenes y a los pobres siempre, porque les prometieron el Reino de los Cielos y no les perdonamos que Jesús los subsidie aunque no laburen demasiado — antagonistas por antonomasia de los publicanos y fariseos de hoy.
Quizás a consecuencia de conflictos mal resueltos en el interior de una nación nueva, son muchos los países que parecen odiarse a sí mismos. Hace pocos días, chusmeando The Paris Review, me crucé con un artículo sobre un artista plástico a quien sólo registraba de nombre: David Wojnarowicz. En su intento de contextualizar vida y obra de este hombre, la escritora Hanya Yanagihara escribió sobre los Estados Unidos algo que me sonó familiar:
Se podría escribir una crónica de este país documentando qué parte de la población América ha odiado y tratado de desconocer en distintos momentos, y por qué: los indígenas y las mujeres y los americanos de ascendencia japonesa y los inmigrantes mexicanos y la gente con sida. A ciertos grupos —como los negros—, América los odió siempre. Pero este odio a nosotros mismos, este ponernos en contra de nuestra propia gente, este repudio a aquellos que lastimamos o a aquellos a quienes podríamos ayudar, es un impulso nacional tan curioso como desagradable, tan arraigado en nuestra identidad como nuestro igualmente notable sentido de la generosidad, nuestro amor por la amistad. Todos los países odian a los suyos, por supuesto, pero lo que torna tan dolorosa esta tendencia americana para aquellos que han sido o son odiados es su promesa —en la que tantos creemos aún y en la que el país nos pide que creamos— de que se comportará de otro modo, de que esta será tan sólo una excepción, de que no hará lo que tantas otras naciones hicieron a lo largo de la Historia.
Wojnarowicz reunía características que lo convertían en una víctima ideal. A fines de los '80 —murió en el '92, a los 37 años— escribió un ensayo llamado A la sombra del Sueño Americano, donde decía: "Algunos de nosotros nacemos con la cruz de una mira telescópica impresa en nuestra espalda o cráneo. A veces tiene que ver con aquello que pensamos, a veces con aquello que hacemos, y la mayor parte de las veces depende de nuestro color". Wojnarowicz fue un niño abandonado, vejado, que se prostituía de adolescente. Cargaba con el apellido que apestaba a inmigración de la Europa menos glamorosa y era gay en la Nueva York presa del panico ante la epidemia del sida. Y sin embargo, durante los pocos años que logró vivir fue un torbellino de creatividad: pintor, cineasta, escritor, fotógrafo, rockero y militante político.
Yo entré al artículo de Yanagihara porque me gustó la ilustración —un autorretrato de Wojnarowicz, realizado junto a Tom Warren— y me quedé porque entendí que hablaba de algo que me interpelaba. Enseguida entendí que había una imagen creada por Wojnarowicz que recordaba bien: U2 usó como tapa de su single One una imagen de búfalos que se despeñan. Esa obra —Untitled (Buffaloes)— es Wojnarowicz en estado puro: el animal poderoso que, sin embargo, apura su propia extinción.
Era tan afecto a producir conmoción que no habría desentonado aquí en el sur. De hecho no dejó de armar quilombo ni siquiera muerto. En 2010 sufrió censura por parte del Instituto Smithsoniano, que cediendo a presiones de la Liga Católica quitó una escena de su cortometraje A Fire In The Belly: la imagen de un crucifijo —el hombre-dios que agoniza— cubierto por hormigas.
Un fragmento de "A Fire In the Belly", de David Wojnarowicz, musicalizado por Diamanda Galas.
El karma de vivir al sur
Las condiciones físicas de un lugar también moldean el carácter de sus habitantes. La industria y la guerra prosperaron en los territorios donde el frío era extenso e intenso, y en consecuencia hibernar era mandatorio. Durante el encierro forzoso, la mente funciona en overdrive y pergeña planes para el futuro que se anhela. En contraposición, aquellos territorios donde el clima es amable tienden a vivir un presente eterno: el esfuerzo se limita a la erección de un chiringuito en la playa y la composición de música que ayude a bailar y a seducir. En este sentido, nuestros sonidos populares son un espejo elocuente. Desde el norte argentino hasta el Río Grande, las canciones tradicionales suelen contar cosas tristes al son de una música alegre; casi como si dijesen la vida es complicada de por sí, inventemos una razón para danzar. En cambio nosotros, los porteños que crecimos en este aire viscoso de inviernos inclementes, creamos una música que dice la vida es complicada, pero no lo suficiente para nuestro espíritu melodramático: ¡que sea el tango!
La propensión al drama echaría luz sobre el bajón existencial al cual somos afectos, pero no explica nuestra ciclotimia. Los porteños, y por extensión los habitantes de nuestras ciudades grandes, vivimos en un subibaja emocional que linda con lo esquizoide: en minutos apenas, pasamos de creernos lo mejor del mundo a sentirnos la última mierda. Habría que quitar la apelación MERCOSUR de los pasaportes —a la cual, dicho sea de paso, se le ha bajado el precio en los hechos— y reemplazarla por la siguiente formulación: REPÚBLICA ARGENTINA. NO SALIMOS MÁS.
Es verdad que desarrollamos cultura desde antinomias que nos sometieron a tensión constante: conquistadores versus conquistados, unitarios versus federales, Boca versus River, gorilas versus peronistas, Florida versus Boedo, Maradona versus Messi, Elisa versus Carrió, Soda Stéreo versus Redondos. Este tironeo perpetuo no puede sino ser agónico. Pero otras muchas naciones, empezando por aquellas a las que envidiamos, prosperaron a pesar de cismas similares; a la luz de los resultados parecen haber resuelto mejor sus dilemas. (Vale aquí un caveat: hubiese predicado esto mismo de los Estados Unidos, pero apareció Trump y con él un tipo de decadencia que se parece mucho a la Tercermundización. El amigo Donald está haciendo de su país uno bananero. Dentro de no mucho los escritores jóvenes de USA probarán suerte con lo que Juan Carlos Tealdi llama "la novela de dictador", un subgénero que hasta hoy había sido patrimonio de Latinoamérica: relecturas en inglés de El señor presidente, El otoño del patriarca y Yo, el Supremo, adaptadas a tiempos contemporáneos o no-tan-futuros distópicos.)
A diferencia de esas naciones que emplean sus tensiones para dinamizarse, nosotros las convertimos en un modo de ser. ¿Conocen alguna nación que se destruya a sí misma, se levante desde cero, vuelva a autodestruirse, a erigirse nuevamente y otra vez se rompa, en el lapso de medio siglo? ¿Saben de algún otro país donde sus gobiernos dediquen energías a borrar por completo todo —y cuando digo todo, me refiero especialmente a todo lo bueno— que hizo el gobierno previo? Nadie hace eso; nadie es así. Las naciones contemporáneas se han dado a sí mismas acuerdos de mínimas, una pista de baile sobre la cual practican el vals: unos giros hacia la derecha, otros que suponen un retorno hacia la izquierda... Nosotros oscilamos entre dos proyectos, de los cuales uno confunde pista de baile con campo de batalla a muerte. El primero aspira a un capitalismo moderado, donde todo el mundo tenga algo de que disfrutar: sus cosechas, su industria de mediano porte, su asadito de fin de semana. El segundo quiere arrasar con el país y con aquellos que presenten resistencia, ponerle bandera de remate y después de malvenderlo irse a vivir a otro lado.
En consecuencia nos vemos sometidos a una vida agónica, propia del Sísifo del mito. ¿Se acuerdan de aquel que se pretendió más vivo que los dioses y por eso fue condenado? Ya en el infierno, Hades lo puso a empujar una roca enorme, cuesta arriba; cuando llegaba a la cima, la roca caía y Sísifo debía repetir su tarea desde la base de la montaña. Pues bien, así vivimos: nos levantamos de a poquito de la crisis institucional y económica que supimos conseguir, y una vez de pie volvemos a asumir que los dioses son ingenuos y hacemos algo —por ejemplo, votar a un lobo para que cuide de las ovejas— que da por tierra con todos los esfuerzos... y a empezar otra vez desde cero. Es de cajón: cada vez que una mayoría avala un proyecto político porque imagina que la beneficiará individualmente, ¡aunque el resto sufra!, la roca vuelve a rodar hacia abajo.
Es que el odio —ese gran motivador— mueve a la insensatez. Cuando los odiadores advierten que su plan colapsa y se vuelve hacia ellos, se dicen víctimas de un destino injusto y se tornan aún más crueles. Eso es lo que garantiza que el ciclo se repetirá: la incapacidad de un sector de nuestra sociedad de asumir su responsabilidad sobre los hechos. La culpa siempre es de alguien o algo más, ya sea el populismo, la mala suerte, la circunstancia internacional, Wall Street o el calentamiento global.
Y mientras se les acalambra el dedo índice de tanto apuntar a otro lado, se le pasa a ciertas figuras una factura exorbitante. Como si pensasen este país nos hace mierda, entonces no te concederemos categoría de ídolx a menos que vos también te hagas mierda espectacularmente. Somos muchos los que valoramos a Charly por sus canciones; pero los que le tienen simpatía porque se prendió fuego en el proceso y pagó así el precio que se le exigía son muchos más. Coherentemente, aquellos que llevaron adelante una vida creativa sin hacerse bolsa (un Spinetta, por ejemplo; o un Solari) despiertan suspicacias en los devotos del dedo índice, que reclaman su libra de carne. Esa gente los ofende, porque sugiere que se puede vivir de un modo que no implica necesariamente chocar y ser chocado como en un Ital Park devenido loop infernal.
Vivir en este país y no ser arrastrado por su pulsión agónica es tarea de titanes. Traigan a un lama a instalarse en Buenos Aires y en seis meses lo tenés puteando desde el auto, golpeando cacerolas y votando a Carrió.
Sansón Sansón, qué grande sos
En 1671 John Milton publicó una coda a su célebre Paradise Lost, de la que formaba parte un poema trágico llamado Samson Agonistes. Samson es el Sansón bíblico, una figura con puntos en común con nuestro presente. Me refiero al Hércules judío cuya fuerza dependía de su larga cabellera. Sansón fue traicionado por su amante Dalila, a quien le había confesado el secreto de su poder; ella lo acunó hasta que se durmió sobre sus piernas, pidió a un sirviente que le cortase el pelo y vendió al debilitado Sansón a cambio de monedas de plata. Los filisteos lo cegaron y encadenaron a un molino, cuya rueda de piedra —a la manera de Sísifo— debía empujar constantemente.
Durante mucho tiempo los argentinos, como Sansón, creímos que Dios tenía una alianza especial con nosotros. ¿O no éramos, en efecto, lo más excelso de América Latina? ¿No brillábamos en el mundo entero gracias a nuestros artistas, científicos, deportistas? ¿Cuántos libros, películas, posters se consagraron en todas partes a íconos como Eva y el Che? Pero nos dejamos endulzar el oído y confesamos que la fuente de nuestro poder era un tanto frívola (¿las mechas, realmente?) y, por eso mismo, fácil de ser birlada. No hizo falta que le arrancaran el secreto: ¡el muy boludo boqueó y puso la cabeza en la falda de Dalila, facilitándole el trabajo! Y hoy estamos como Sansón, ciegos en Gaza; tal como van las cosas, pronto nos encadenarán en el templo al que acudirán los filisteos —esto es, el mundo entero— a cagarse de risa.
Cuenta la leyenda que Sansón el agonista recuperó la fuerza en ese instante y volteó las columnas del templo. Lo cual —díganme si no— es una resolución argenta ciento por ciento: tiró todo a la mierda, matando a los filisteos y haciéndose puré en el proceso. Del destino de Dalila no se dice nada. Seguro que la hizo bien, mudándose a una playa top y viviendo de la guita que transfirió a una offshore.
Así estamos hoy. Sujetos al escarnio mundial, mientras sentimos que parte de nuestra fuerza retorna y quizás podamos zafar del yugo. La cuestión es: ¿cómo lo haremos? ¿A lo Sansón —a lo bruto—, entregándonos por enésima vez a nuestra pulsión agónica y rompiendo más de lo que ya estaba roto? ¿O usando la cabeza como algo más que sostén de peluca y esperando que los filisteos se descuiden, para huir del molino en la noche y hacer justicia sin inmolarnos?
En su novela Our Young Man (2016), Edmund White se cuestiona la palabra agon: "¿No había sido al mismo tiempo una competencia atlética y un estilo de sufrimiento, una agonía?" Está en nosotros, tan propensos a la vanidad, decidir si seguiremos siendo esclavos del estilo —cuero negro y tachas, desde que tendemos al masoquismo— o si moveremos fichas con sagacidad, enfocados en la competencia que hay que ganar sí o sí, y rotundamente, porque en ella nos va nada más ni menos que la vida.
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