Excelencia en pesadillas

El maltrato de las empresas de Internet por una conectividad cara e impuesta como imprescindible

 

Amanecer y comprobar que Internet seguía desde la noche anterior sin funcionar fue iniciar el día con el pie equivocado, preanuncio certero de lo que vendría para esa jornada especial de descanso. Entendíamos haber sido desgraciados por los servicios de telecomunicaciones digitales, esos que anunciaban su llegada a nuestro mundo para brindarnos la vida más placentera y maravillosa que jamás alguien pudo imaginar. Esos destinados a permitir el disfrutar la vida como no nos atrevimos a soñar siquiera, sin tener que salir de casa –como si eso fuera el desiderátum de la vida–, acercándonos adonde quisiéramos todo lo necesario con solo pedirlo a través de las “redes sociales” digitales – que de sociales tienen poco y nada sino que antes bien funcionan a manera de redes para captar y retener (“fidelizar”) clientes. Los mismos servicios digitales que cuando dejan de funcionar nos dan vuelta la taba, catapultándonos de puntín hacia una pesadilla sin fin.

Esa mañana de domingo amanecimos sin Internet. Después de desayunar, aprovechando el ritmo más relajado del último día de la semana, decidimos aventurarnos en reclamar por el servicio interrumpido sabiendo a lo que deberíamos someternos. Para ello nos avocamos a hacer unos cuantos calisténicos apropiados y finalizar la preparación previa correspondiente con ejercicios de respiración profunda. Luego, ya en condiciones bastante adecuadas para aguantar el temporal que se nos venía encima, empezamos a seguir los pasos indicados por los instructivos virtuales con el acotado propósito de lograr un servicio de Internet mediante back-up a través de nuestro teléfono –hazaña que ya había logrado en alguna otra oportunidad– pero ahora hubo cierto (¿?) inconveniente muy previo: ¡el sistema de la empresa ni tal siquiera me reconocía como cliente! “Intente otra vez. ¿Olvidó la contraseña? ¿De qué color era su primer auto? ¿Cuál es su actriz favorita? En este momento tenemos un inconveniente, intente más tarde… No se preocupe (sic), simplemente identifíquese capturando una imagen de su rostro, busque buena iluminación, acérquese más, ponga la cámara bien de frente, aléjese de la cámara…”. Hicimos innumerables intentos. Algunos sucumbían apenas al primer peldaño de obstáculos: “en este momento tenemos un inconveniente…”. Muchos otros por cansancio. Fueron fracaso tras fracaso. Eso sí, una y otra vez teniendo que conceder a pedidos de la empresa para acceder a la información de mis contactos (¿algo que ver con publicidades, usos varios indebidos de datos privados?) o completar los cuatro últimos dígitos de un teléfono que por la característica me daba cuenta que podría haber sido de un fijo de una empresa donde había yo trabajado hacía 30 años atrás, aunque ciertamente ya no lo recordaba con claridad ni mucho menos completo.

Así fue que me convencí a animarme a dejar la virtualidad y llamar por teléfono a la empresa proveedora de Internet, confiando en que el contacto humano –aunque tan sólo fuera a través de la voz– podría ser la solución. En esa circunstancia, por las dudas, hay que estar preparado con el atuendo adecuado para soportar antes que nada los menús de opciones múltiples a las que hay que responder dentro de los pocos minutos –luego de horas de espera oyendo musiquitas, publicidades, ruidos y silencios preocupantes– con la mayor agilidad (para eso ¡los calisténicos!) porque de lo contrario toca empezar desde cero nuevamente para no ir a parar a Berlín o a la Siberia, ¡eso sí!, con el premio consuelo de “siga intentando más tarde, disculpe las molestias”. A todo esto me preguntaba si no sería aquel dichado de virtudes empresariales una muestra de la tan cacareada excelencia de servicio (con crucero trasatlántico y mini tour incluidos a la Siberia) del cual se pavonea una empresa de telecomunicaciones más que la otra. A propósito de ello recordé el rumor que circula entre centros de jubilados acerca de un campo de internación para fracasados digitales (analfabetos involuntarios como somos las personas adultas mayores, nacidas antes de que existiera siquiera el mundo digital) ubicado en algún remoto paraje de la Siberia, del cual emerge de vez en cuando entre bombos y platillos un humanoide ya reeducado al mundo de la excelencia digital.

Hoy día, con la calma alcanzada tras la resolución del asunto, me pregunto: ¿cómo es posible que tantos ciudadanos (especialmente personas adultas mayores, gente de pueblos remotos, minusválidos, personas de bajos ingresos) estemos sometidos a semejante maltrato para lograr una conectividad por la cual pagamos mucho dinero y que hoy día nos ha sido impuesta como imprescindible para numerosos trámites de la vida cotidiana, incluso importantes gestiones oficiales? El Estado argentino, obligado como está por leyes y otras normas nacionales e internacionales específicas, como garante del acceso universal (para toda la población) a las telecomunicaciones, ¿puede seguir mirando para otro lado mientras los abusos de las empresas se multiplican al ritmo de sus beneficios? ¿Cómo es que el Servicio Universal impuesto por la Ley 27.078 Argentina Digital, cuya finalidad es posibilitar el acceso de todos los habitantes de nuestro país a los Servicios TIC, sólo se aplica sesgadamente –en su acepción crematística/financiera– para ampliar el mercado a favor de las proveedoras, expandiendo la cobertura de servicio a lugares del país poco poblados, mientras buena parte de la población padecemos semejante maltrato por parte de las mismas empresas?

 

 

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