“Ya no podemos criar a veces ni pequeños animales, todo el Cerro Mogote, todo lo que hace la Lomita Verde, que le decíamos, el Gusanacho, toda esa zona ha sido alambrada y era de uso y de veraneada para nosotros. Se ha eliminado directamente y con el uso del agua que prácticamente está todo para el negocio inmobiliario (…) no hay para habitantes nativos, es para veraneantes… todos riegan sus casas de veraneo hasta en invierno, que no hay agua, ellos riegan sus jardines”. De campos comunales para alimentar los animales que son su sustento a lotes cercados donde se emplazan las casas de fin de semana, propiedad privada de los ricos. Apenas una porción de la amplia tragedia que hasta hoy atenta contra las prácticas solidarias de las comunas de diversos pueblos originarios. Cruda realidad que no solo atañe a las poblaciones relevadas en Las Comunidades Indígenas: etnoterritorios, prácticas y saberes ancestrales, en Tucumán, sino que se hace extensiva al país y al subcontinente. Porque las culturas que allí comenzaron a arribar hace 7820 años y lograron su esplendor 1700 años antes del presente, van más allá de las fronteras dibujadas por Occidente.
Complejo escenario local que se torna global, el relevamiento antropológico desarrollado por Patricia Arenas y Víctor Ataliva constituye, más que un manual etnográfico, una herramienta destinada a que esas mismas comunidades produzcan sus propios textos. Y no sólo eso. Colateralmente resulta una fuente sistemática y rigurosa para todo aquel que procure un contacto con tales compatriotas por fuera del prejuicio etnocéntrico; para el guía que conduzca turistas por aquellos parajes; para el emprendedor que intente privilegiar el lucro; para el funcionario dedicado a trazar políticas sociales y económicas, en fin, para todo aquel individuo capaz de entender que hay una Historia —como insistía Rodolfo Walsh— desde antes de su propia llegada. También funciona como ese espejo etnográfico que pone en cuestión la manera de ver y hacer las cosas; que ciertas perspectivas sobre el mundo se encuentran arbitrariamente naturalizadas y existe otra forma de encararlas. Muestra de ello es el sistema de gobierno que convive con el dispuesto por el Estado. Las comunidades indígenas desenvuelven otro modelo de democracia, horizontal y directa, conformada en tres niveles: Asamblea de Base, Asamblea General de Delegados y Asamblea General Comunitaria. Esta última se compone por un Consejo Ejecutivo, un Cacique General —que se elige por voto directo—, secretarías de Auditoria y Revisión de Cuentas, de Producción y Comercialización, de Educación, de Salud y Previsión Social, de Obras y Servicios, de Agricultura y Medio Ambiente, de Relaciones y de Planificación. Todo ello, además, funciona. A tal punto que, sin ir más lejos, en 2013 la Comunidad Amaicha tomó la vieja Hostería, abandonada por la desidia oficial durante más de dos décadas, convirtiéndola en la Casa de Gobernanza de los Amaichas, desde donde ejercen sus derechos y obligaciones hasta la actualidad.
En esa tesitura Las Comunidades Indígenas… se basa fundamentalmente en entrevistas a quienes protagonizan tamaña experiencia, sostenida en documentos, situada en descripciones e interpretada a partir de la visión de los propios comuneros, sus persistencias y asimismo sus resistencias, que no son escasas. Un tan extenso como intenso trabajo de campo, con permanencia dentro de las dieciséis comunidades, reconoce la relación de las familias con su territorio, los modos de producción y subsistencia, la cosmovisión —con énfasis en a Pachamama— “en la que no sólo es posible vivir bien (o buen vivir) logrado un estado de equilibrio, de armonía, con el lugar que se habita y con los otros seres vivos, reconociendo, por lo tanto el derecho de los humanos a lograr ese estado”.
Libro científico, al fin y al cabo, está dispuesto al modo que exige el rigor antropológico, con una profunda descripción de cada comunidad, de su enclave geográfico, flora, fauna, forma de subsistencia, casas habitación, cocina, medicina tradicional, ritos funerarios, sistemas de parentesco y de creencias, en fin, lo que las reglas del arte disponen. Este primer capítulo puede ser leído al final por el neófito, e ingresar al texto de Arenas y Ataliva a partir del segundo donde un panorama del enfoque teórico pone en autos de los pormenores de la investigación. Allí se destaca la caracterización del hábitat como “etnoterritorios”, en cuanto considera el lugar como “un sistema de símbolos, una manera de cualificar su forma de habitar el espacio, que sigue pautas y crea códigos transmisibles culturalmente”, en su pleno valor histórico “e identitario que el grupo reconoce como propio, ya que en él no sólo encuentra habitación, sustento y reproducción como grupo sino también oportunidad de reproducir cultura y prácticas sociales a través del tiempo”.
Semejante criterio se ahonda a continuación, al abordar una profundidad histórica de los asentamientos —que se mide en milenios—, con las propias categorías de los comuneros: los “ancestros”, los “antepasados”, los “antiguos”, los “mayores”, los “abuelos”, que distinguen a los pobladores prehispánicos, a quienes padecieron la conquista, los que la resistieron, los habitantes durante la colonia, los contemporáneos a la emancipación y así sucesivamente. En otros términos, Arenas y Ataliva adoptan las etnocategorías, es decir los criterios de clasificación que comparten esos pueblos originarios, en lugar de las importadas por el blanco que dudosamente se ajustan a tales realidades.
Conmueve la reconstrucción de la sangrienta epopeya de los Quilmes que en el siglo XVII resistieron despojo y exterminio español, para terminar “desnaturalizados”, eufemismo que oculta el destierro a las costas de Río de la Plata y otros asentamientos de tres cuartas partes de su población. Aunque muchos permanecieron y otros desertaron, combatieron por más de siglo y medio hasta finalmente, con los que quedaban, hacer valer sus derechos. Oprobio que no se interrumpió entonces sino que prosiguió hasta tiempos de la última dictadura. En 1978 el gobierno de facto realizó una “reconstrucción” payasesca de la Ciudad Sagrada, con fines más corruptos que turísticos. Ya en democracia la zona fue apropiada ilegalmente por invasores privados que profanaron el lugar ancestral, hasta que en 2008 la comunidad volvió a tomar el predio, contra los intereses de terratenientes, empresarios y funcionarios advenedizos, con la complicidad de los medios de prensa hegemónicos, como es usual.
Texto que echa luz sobre la problemática de los pueblos originarios, por encima del recorte territorial específico, instala a Las Comunidades Indígenas: etnoterritorios, prácticas y saberes ancestrales, en las antípodas del “pepsicola indigenista” que al son banal de “dale la mano al indio dale que te hará bien”, paternalismo patronal, ejercita esa forma social del narcisismo que es la visión etnocéntrica. Así ya caracterizaba tamaña tara Rodolfo Ortega Peña, el militante, abogado y luchador por los Derechos Humanos asesinado por la Triple A en 1974. Patricia Arenas y Víctor Ataliva, por el contrario, realizan una labor tan científica como política porque saben, por experiencia, del derecho de todo pueblo a elegir su propio destino, “porque los pueblos indígenas no son una flecha al pasado, sino al futuro”.
FICHA TÉCNICA
Las Comunidades Indígenas:
Etnoterritorios, prácticas y saberes ancestrales
Patricia Arenas y Víctor Ataliva
Buenos Aires, 2018
214 págs.
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