En enero del 2020, dos psicólogos norteamericanos fueron citados como testigos de la defensa en el juicio contra los cinco principales acusados por los atentados del 11 de septiembre del 2001. Se trataba de James E. Mitchell y John Jessen, consultores de la CIA especializados en la “indefensión aprendida”, un eufemismo tomado a la psicología que describe el programa de tortura que la CIA –con el apoyo del Ejército– implementó en la base de Guantánamo y en otros centros secretos de detención en varios países del mundo. El programa incluye la técnica del submarino (waterboarding) y otros abusos físicos. Forma parte de los métodos utilizados por la CIA desde que Estados Unidos lanzó en 2001 la catastrófica “guerra contra el terrorismo”, otro eufemismo referido al secuestro y posterior tortura de cualquier sospechoso, más allá de su nacionalidad o país de residencia. En ese sentido, Guantánamo y los otros centros de detención no difieren mucho de los centros clandestinos que estableció la última dictadura cívico-militar, reivindicada por el actual oficialismo. Se benefician, eso sí, de un silencio mediático mucho más tenaz.
La Asociación Estadounidense de Psicología expulsó de sus filas a Mitchell y Jessen, y rechazó públicamente sus métodos por “violar la ética de la profesión y dejar una mancha en la disciplina”, pero eso no impidió que ambos desarrollaran una fructífera carrera profesional y fundaran una empresa especializada en la tortura con nombres creativos. Según datos de una investigación del Senado citados por BBC News, la CIA pagaba a ambos consultores 1.800 dólares por día y la compañía que crearon recibió 80 millones de dólares por sus servicios hasta que se rescindió su contrato en 2009.
La CIA y el Ejército también torturaron a sus prisioneros maniatados con música a todo volumen, aplicada a través de auriculares durante días enteros. “Si pones una canción durante 24 horas, tu cerebro y las funciones corporales empiezan a fallar, tu pensamiento se ralentiza y tu voluntad se quiebra. Ahí es cuando empezamos a hablar”, explicó el sargento Mark Hadsell, especialista de operaciones psicológicas del Ejército.
La “indefensión aprendida” refiere a la sensación subjetiva que lleva a una persona, en determinado momento, a sentir que no puede hacer nada para mejorar su condición adversa. La tortura constante, el hacinamiento y la falta de comunicación con el mundo exterior buscan producir ese resultado en los detenidos clandestinos a disposición de la CIA. Para muchos críticos de esos métodos, la tortura no sólo es ilegal e inmoral sino también ineficaz a la hora de generar información confiable.
Consultado por la prensa al respecto, el entonces Presidente Donald Trump afirmó: “He estado hablando con la gente en los niveles más altos de inteligencia y les he planteado la pregunta: ¿funciona de verdad la tortura? Y la respuesta fue ‘sí, absolutamente’”.
Por aquel entonces, Steve Bannon, quien fuera durante años su asesor principal, explicaba el triunfo de Trump en 2016: “Fue pura rabia. Rabia y miedo son lo que lleva a la gente a las urnas. Los demócratas no importan. La verdadera oposición son los medios. Y la forma de lidiar con ellos es llenarlo todo de mierda”.
El método de llenar todo de mierda tiene muchas similitudes con la indefensión aprendida. La música a todo volumen o el submarino son reemplazados por el ruido del discurso de odio y las amenazas permanentes, que mantienen a los ciudadanos –al menos a los que no acuerdan con ese odio– en estado de letargo e indefensión. Sienten que nada pueden hacer para frenar esa violencia, no perciben ninguna solución colectiva y encuentran en el encierro individual la única forma de protección. Quienes, al contrario, sí apoyan ese discurso, lo reciben como maná del cielo: su vida material tal vez no mejore pero al menos tienen a un culpable para descargar la rabia que señala Bannon. En la mierda no se intercambian ideas, sólo insultos y prejuicios.
Eso ocurre en la Argentina desde el 10 de diciembre del año pasado, cuando asumió el Presidente de los Pies de Ninfa. El discurso de odio oficialista señala a un enemigo tan poderoso como cambiante (la casta, los extranjeros, los piqueteros, las feministas, la comunidad LGTB, los sindicatos, los investigadores, las organizaciones sociales, los estudiantes, los zurdos, el kirchnerismo, CFK...) que se debe exterminar para volver a una época de oro imaginaria.
Los derechos son presentados como privilegios que explican nuestra terrible decadencia y conducen al país a la quiebra. Las iniciativas desquiciadas que descubrimos cada mañana al leer el diario –no repartir los alimentos almacenados en depósitos del ministerio de Capital Humano; tratar de ratas inmundas a los diputados; agraviar al Presidente de Brasil, nuestro principal socio comercial; anunciar el despido de miles de trabajadores del Estado tratándolos de parásitos; suspender la construcción de dos reactores nucleares, desmantelar el INCAA o desfinanciar las universidades nacionales–, además de formar parte del modelo de país soñado por LLA, responden a su voluntad de agobio ciudadano. No importa la gravedad de cada iniciativa, lo relevante es llevarla a cabo con violencia, insultando a las víctimas de las decisiones de gobierno como si fueran en realidad los victimarios. Es el paradigma de la pollera corta transformado en política de Estado.
Pero si bien una parte significativa de los votantes del Presidente de los Pies de Ninfa sigue valorando esa saturnalia de agravios contra enemigos inventados, otra parte, probablemente mayor, empieza a impacientarse por la falta de resultados tangibles. La famosa realidad efectiva de la que hablaba Juan D. Perón empieza a permear por sobre la pirotecnia del odio.
La única oposición real, la de Unión por la Patria, debe salir de su propio letargo. Ese fuego de artificio diario la paraliza y le impide, al menos hasta ahora, no sólo tener una respuesta ordenada y coherente frente a la lluvia de meteoritos de los entusiastas de la motosierra, sino que la mantiene a la defensiva cuando ya debería pasar a la ofensiva. Urge que muestre el camino para dejar atrás la indefensión aprendida que padece gran parte de la ciudadanía.
O, dicho en términos más académicos: urge salir de la mierda.
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