VENEZUELA Y LA DEMOCRACIA

Una polémica acepción de democracia

 

Quizás Hugo Chávez nunca hubiera sido un protagonista de la historia, si las clases dominantes hubieran aprovechado las regalías que ingresaron a partir del gigantesco aumento del precio del petróleo que ocurrió en 1973 para hacer de Venezuela un país en proceso acelerado de desarrollo, con plena integración de su población al proceso de transformación productiva y social.

Pero nada de ello ocurrió: por impericia, por desinterés, por corrupción. El país desaprovechó lastimosamente una oportunidad de salirse de su acotadísimo libreto económico e integrarse satisfactoriamente —¡era posible!— al grupo de los países de ingresos medios altos. Aquella Venezuela fue otro ejemplo de que el subdesarrollo no es sólo un fenómeno económico, sino que tiene dimensiones políticas, culturales y de política internacional.

De haberse dado ese salto hacia el progreso social en los años '70, probablemente no hubiera ocurrido el Caracazo en 1989, ni se hubieran acumulado la sucesión de malestares y sufrimientos sociales que derivaron en la irrupción de una fuerza política transformadora, el chavismo, que canalizó el enojo contra el estado de desamparo y abandono de una parte importante de la población del país.

Ese es el trasfondo histórico nacional de la discusión político-electoral de estos días, pero no es la única razón por la cual Venezuela se ha transformado en un foco de tensión internacional.

Contra Maduro, todos son democráticos

La idea democrática es extraordinaria, pero la práctica democrática es otra cosa.

En Occidente, especialmente luego de abandonar en los años '80 del siglo pasado el modelo keynesiano con Estado de Bienestar, bajo desempleo y distribución relativamente equitativa de la renta, la democracia se ha ido vaciando de su contenido igualitario profundo, y ha pasado a convertirse en un serie muy modesta y acotada de arreglos institucionales para que la concentración de la riqueza y las brutales asimetrías sociales sean convalidadas por el voto de las mayorías. “No se queje. La mayoría votó esto”.

La palabra democracia ha sido bastardeada y sometida a todo tipo de interpretaciones y retorcimientos, que permiten usarla tanto como bandera de emancipación y de lucha por la inclusión social, como trampa de los opresores para dar continuidad a sus privilegios exacerbados.

Hay disponible, en el mercado de ideas, una acepción de “democracia” apta para cada uso político, tanto a nivel nacional como internacional.

En nuestro país, varias dictaduras se presentaron como la encarnación de los valores democráticos, teóricamente socavados por gobiernos electos por las mayorías. Esas dictaduras conducirían a la “verdadera democracia” una vez que se realizaran una serie de cambios en la sociedad para que la población pudiera votar “democráticamente”.

Para esas élites golpistas, civiles y militares, democracia no era votar, sino otra cosa. Era votar a los “democráticos”, que eran básicamente los partidos que no pretendían promover ningún cambio significativo en el orden social vigente.

Luego de la última dictadura, la idea democrática pareció adquirir un valor mayor.

Partiendo de una pretensión mínima –no ser asesinado o desaparecido por el poder estatal—, la democracia en el período alfonsinista tuvo una aspiración a la idea de democracia social, es decir, extender la vigencia de los derechos civiles y políticos hacia el campo de las condiciones de vida material de la población.

Democracia no era sólo que funcionaran diversos partidos políticos, que la prensa no fuera censurada y se pudiera votar, sino que también se constituyera un piso de derechos sociales mínimos para que todos pudieran considerarse genuinamente parte de la misma sociedad.

Pero a nivel mundial  se había iniciado con toda la fuerza el ciclo del neoliberalismo, de la financiarización de la economía, de la brutal concentración del ingreso, apuntalada también en los cambios tecnológicos y geopolíticos que se impulsaban desde el centro del capitalismo: Estados Unidos y sus socios europeos y japoneses.

En ese contexto de creciente desigualdad, las democracias pasaron a convertirse en arreglos institucionales entre partidos políticos crecientemente impotentes para modificar nada, cuyas políticas económicas y sociales estaban acotadas por el poder creciente de los “mercados”, es decir, por las enormes corporaciones productivas y financieras que ya estaban en condiciones de amenazar la estabilidad y la solvencia de cualquier gobierno en el mundo.

La desaparición del modelo social alternativo, simbolizado por el derrumbe de la URSS, arrastró consigo al reformismo social-demócrata y a los nacionalismos tercermundistas. Habíamos entrado en el reino global del pensamiento económico único, y por lo tanto en el campo de democracias en las que se podía discutir de todo, menos cuestionar el perfil económico y social. Es decir, la capacidad de regular los elementos centrales de la vida social pasó a estar determinada por los poderes fácticos internacionales y locales, que fueron colonizando ideológica y culturalmente a los principales partidos políticos con acceso a las palancas de los Estados.

¿Era eso democracia? ¿Encerraba ese sistema político un espíritu democrático profundo?

Los beneficiarios de la concentración de la riqueza decían que sí. Estados Unidos, en los '90, sostenía que el ideal liberal-democrático, inspirado en el modelo norteamericano, se expandiría por el mundo, iniciándose un ciclo de libertad y prosperidad inusitado en el orden global.

Para los demócratas que entendíamos la palabra como un horizonte en permanente expansión de derechos, de participación activa de los ciudadanos y de oportunidades reales de realización personal para todxs, el rumbo que había tomado la dinámica de un capitalismo crecientemente rentístico y financiero no apuntaba en esa dirección sino, por el contrario, impulsaba el despojo de mejores posibilidades de vida para las mayorías, para concentrar los beneficios de la “libertad de mercado” en franjas cada vez más reducidas de la sociedad. Los genuinos demócratas estábamos en una trampa total.

Los que administraban el sentido de la palabra democracia, en la política y también en el mundo académico, eran precisamente los países que estaban concentrando el poder en el sistema mundo y que proyectaban la influencia de sus corporaciones urbi et orbi.

En esa dinámica de un capitalismo liberado de las “molestas” restricciones keynesianas, y de la aún más molesta amenaza comunista, la democracia pasó a ser un ritual que se resumía en masas votantes resignadas, que se desplazaban entre elección y elección de un polo a otro en sistemas bipartidistas que no ofrecían ninguna opción real de cambio.

En el plano internacional, el tradicional discurso wilsoniano de “la lucha por la democracia y la libertad” no se compadecía con las prácticas que la mayor potencia del planeta toleraba o rechazaba. Era claro que el punto de quiebre de las relaciones externas de Estados Unidos pasaba por la mayor o menor convergencia y aceptación del gobierno de cada país en relación a los intereses estratégicos de la potencia norteamericana.

Se usaba u omitía la palabra democracia según el momento y el lugar.

En Irán, el Primer Ministro Mohammad Mosaddeq, democráticamente electo, tuvo la mala idea de nacionalizar el petróleo iraní, lo que lo hizo acreedor a un golpe de Estado orquestado por la CIA en 1953. El golpe dio origen a una dictadura pro occidental encabezada por Mohammad Reza Pahlevi, que duró hasta 1979 (26 años) sin que los demócratas occidentales se irritaran por la falta de democracia en la sociedad iraní.

En Indonesia, el luchador por la independencia del país y gran líder popular, Sukarno, fue el primer Presidente luego de la descolonización. Su gobierno, que se había volcado a la izquierda, fue desplazado en 1966, luego de una enorme masacre, por un golpe militar que fue apoyado por norteamericanos e ingleses. Se instauró una dictadura militar de derecha, dirigida por el general Suharto, quien gobernó durante 31 años, sin que “Occidente” se preocupara por sus comportamientos dictatoriales ni por inoportunas alternancias.

El Presidente socialista chileno, legalmente votado, Salvador Allende, fue considerado por Estados Unidos como una amenaza para la democracia, y en cambio el dictador Augusto Pinochet fue bendecido como una salvaguarda de la libertad.

Los casos internacionales son innumerables, pero el patrón es claro: se usa la palabra democracia, prestigiosa y valorada, para aludir en realidad a la adhesión a los intereses occidentales. Si los regímenes de derecha, además de ser aliados, pueden habilitar prácticas democráticas, mejor. Francisco Franco pudo gobernar España 36 años hasta que se murió, porque lo relevante era su furibundo anticomunismo, tan valorado en la Guerra Fría. Nadie en Occidente se planteó seriamente arrancarle elecciones libres, ni libertades democráticas, mediante sanciones insoportables, bloqueos y otras persecuciones.

Son algunos ejemplos del uso completamente oportunista de las exigencias democráticas, sólo aplicadas a los gobiernos nacionalistas, populares o izquierdistas.

Por supuesto que la derecha latinoamericana, más subordinada que nunca a los norteamericanos también en el plano intelectual, repite estos mismos argumentos, sin ninguna pretensión de que esta prédica por la pulcritud democrática coincida con sus propias prácticas políticas.

Democracia y República, en la boca de las expresiones de derecha latinoamericanas no son más que chicanas para deslegitimar a los gobiernos que le son ajenos. Cuenta para ello con el apoyo de las potencias occidentales, que cubren de legitimidad a los impostores.

Democracia falsificada

El democratismo de la derecha global se basa en una teoría política caduca, del siglo XVIII, que supone que la esfera política no está contaminada por la esfera económica, ni menos aún permeada por los medios de comunicación, las redes sociales o la influencia de poderes internacionales.  Es una teoría inútil desde la perspectiva analítica, pero que sirve concretamente para impedir el análisis del fenómeno del poder real y de cómo funcionan realmente las instituciones en esta época de capitalismo neoliberal en la periferia latinoamericana

Un ejemplo de esto es la famosa idea de la alternancia en el poder, tan mencionada por la derecha latinoamericana. La alternancia es una muy buena herramienta para evitar la personalización del poder, y también para que no se enquisten mafias en las áreas del Estado y nidos de corrupción en las instituciones. Sin embargo, para los países latinoamericanos, la alternancia entre modelos económicos nacionales –que impulsan el desarrollo y la inclusión social— y experimentos liberalizantes, que destruyen a las fuerzas productivas, al Estado y al entramado social, son muy negativas. No casualmente, toda la preocupación mediática, local e internacional, sobre las prácticas democráticas de los gobiernos que reflejan intereses nacionales, desaparece cuando asumen experiencias políticas de derecha.

En nuestro país, durante el gobierno de Mauricio Macri, que mereció la inmediata visita y bendición de Barack Obama, Francois Hollande y Matteo Renzi, se implementó un plan organizado de persecución y hostigamiento a la única oposición política real, el kirchnerismo, en el que participó el Poder Ejecutivo unido al Poder Judicial, con respaldo del poder comunicacional, las cúpulas empresariales y el visto bueno de todas las potencias “democráticas”.

En la actualidad, la experiencia mileísta ofrece todos los días actos y prácticas antidemocráticas sin que ningún “demócrata” occidental, local o extranjero, sienta que tiene que decir o denunciar nada. Casi todos los partidos, postrados ante el poder empresarial encarnado en el actual gobierno, se muestran silenciosos ante el descalabro democrático.

Antidemocracia para todas y todos

Parece que no ocurrió, dada la desmemoria democrática occidental, pero en el año 2000, en Estados Unidos, el candidato demócrata Al Gore fue despojado de una victoria electoral legítima. Fue en la más que turbia elección en el estado de Florida. Sólo porque los demócratas también son débiles frente a los poderes fácticos, ese resultado no fue impugnado como correspondía.

No existieron en esa oportunidad “voces democráticas” que salieran a exigir nuevas elecciones o a sostener la ilegitimidad de George W. Bush como Presidente. En el país que se ha constituido en el Alto Tribunal Democrático del Mundo, se robaron las elecciones presidenciales sin mayores problemas.

En México, en 2006, le robaron la elección al candidato presidencial Andrés Manuel López Obrador, que encabezaba en aquel entonces el Partido de la Revolución Democrática. Se le otorgó el triunfo al candidato Felipe Calderón, del Partido Acción Nacional, de derecha y pro-norteamericano. Ningún “demócrata”, ni de Norte ni de América del Sur se sintió llamado a protestar, indignarse o llamar a nuevas elecciones.

Es tan grotesco e indisimulado el uso manipulativo que se hace de las apelaciones democráticas, que debería llevar a una reflexión profunda sobre el sentido de las palabras, y sobre todo sobre la necesidad de aludir a la realidad con términos que realmente la reflejen, y no la oculten.

Venezuela

El chavismo cumple un cuarto de siglo gobernando Venezuela, en contra de las clases altas del país, y con la oposición de Estados Unidos y de todas las derechas satelitales de la región. Ha tenido logros sociales significativos, y también fracasos económicos y problemas estructurales que no pudo resolver. Ha sido sometido a brutales presiones externas, y seguramente no pudo sostener el entusiasmo y la pasión bolivariana de auténtica transformación de su fundador, Hugo Chávez.

País debilitado y empobrecido, es atravesado por un enfrentamiento interno profundo y potencialmente violento, donde lo que menos importa –a todos los contendientes— es la democracia política, sino el poder.

Pero además, por razones geopolíticas vinculadas a la forma norteamericana de tratar a los países latinoamericanos que tienen gobiernos independientes, se ha empujado a colocarse en una situación peligrosísima en el contexto mundial actual.

Es ya un dato de la política internacional que Estados Unidos siente amenazada su supremacía unipolar a partir de la gran emergencia de la potencia china, con su proyección en Asia y otras regiones del mundo, su alianza militar con la Federación rusa, sus incomparables capacidades comerciales y su creciente avance tecnológico.

Estados Unidos ha desplegado desde hace más de una década políticas para aislar, contener y debilitar a la República Popular China. Recientemente le ha advertido a la India que no puede ser neutral en el conflicto entre grandes bloques, y ha amenazado a sus aliados europeos con sanciones comerciales si mantienen ciertos vínculos comerciales como el “bloque enemigo”. No le está resultando una tarea fácil frenar la expansión china, pero donde los norteamericanos creen que no pueden perder su auto-asignado papel de potencia rectora en América Latina.

La revolución bolivariana, sometida en la actualidad a 943 sanciones comerciales y políticas por parte de Estados Unidos, recurrió con creciente intensidad a los vínculos comerciales, tecnológicos y políticos con China, Rusia, Irán y otras naciones que no operan bajo la conducción norteamericana. Eso les permitió no sucumbir ante la paralización total.

Chávez, en su momento, fue un gran impulsor de la unidad latinoamericana, con una diplomacia muy activa, buscando un enraizamiento regional. Esta política entró en un cono de sombra al compás de la gravísima crisis económica que azotó a Venezuela, pero también debido al reemplazo en varios países de la región de los liderazgos progresistas y autonomistas, por aliados-vasallos de los norteamericanos. Hoy el país, si bien ha mejorado recientemente vínculos comerciales y productivos con la potencia de norte, mantiene profundos vínculos con el otro bloque al cual los estadounidenses quieren abiertamente desalojar de la región.

Venezuela, por lo tanto, corre el riesgo de convertirse en otra nueva “zona de frontera” entre el bloque occidental acaudillado por Estados Unidos, en abierto choque con el bloque euro-asiático que se viene constituyendo en los últimos tiempos. Las guerras de Ucrania y la de Medio Oriente actualmente en curso, con sus brutales espectáculos de empantanamiento en la destrucción y la degradación humana, parecen ser zonas de fricción tectónica como resultado de la actual competencia de poder global.

Sólo una parte de los gobiernos latinoamericanos parece comprender la importancia del mantenimiento de la paz regional, lo que implica necesariamente evitar una guerra civil en Venezuela, rechazar los intentos de atizar el fuego entre los bandos y promover caminos para desescalar la conflictividad interna. Son paradójicamente los gobiernos latinoamericanos que impostan su indignación frente a la “dictadura chavista” los que parecen apostar a un incendio que sólo agregará más postración a toda la región.

Donald Trump es un hombre que a veces habla claro, y permite entender cuestiones evidentes que se les escapan a sofisticados analistas, seguramente enceguecidos por su pasión democrática.

El 11 de junio de 2023, el ex Presidente Trump criticó las políticas de la administración Biden, quien había suavizado algunas sanciones comerciales a Venezuela, debido las propias urgencias económicas norteamericanas. Trump arremetió contra los demócratas sosteniendo que, al comprarle petróleo a Venezuela, “estamos haciendo rico a un dictador”. Luego relató, como muestra de que sus políticas eran mejores, que en su gestión buscó hacer colapsar la economía venezolana. Vale la pena recortar su frase textual, y colocarla en un cuadrito: "Cuando me fui (del gobierno), Venezuela estaba a punto de colapsar. Nos hubiéramos apoderado de ella, nos hubiéramos quedado con todo ese petróleo".

Seguramente una acepción polémica del término democracia.

 

 

 

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