Dignidad y coraje

Se cumplen 80 años de la misión humanitaria que salvó a cien mil personas del nazismo

 

Hoy, 4 de agosto, es el Día de Homenaje a Raoul Wallenberg (nacido en ese día de 1912), el diplomático sueco que salvó del nazismo a miles de judíos húngaros. En la capital argentina, un Programa de Educación y Memoria del Ministerio de Educación porteño toma la jornada para invitar a reflexionar sobre la solidaridad, la empatía y la valentía de involucrarse ante situaciones de injusticia o crueldad.

Hace 80 años, Wallenberg llegaba a Budapest como primer secretario de la legación sueca en Hungría, luego de dejarse convencer por el Consejo estadounidense de Refugiados de Guerra (WRB). Su misión sería tan inverosímil como grandiosa su gesta: salvar del holocausto a miles de judíos húngaros.

Según la Enciclopedia del Holocausto, carecía “de experiencia en la diplomacia y las operaciones clandestinas”. Ya se verá la incidencia de esta última expresión.

Arribó a su destino hacia mediados de 1944, cuando el escenario político interno estaba más alterado que lo esperable en una guerra: entre marzo y octubre hubo desde golpes de Estado hasta cambios de bandos. Entre esas grietas supo deslizarse.

Pronto se puso al tanto: en Hungría, un sector evaluaba que el retroceso militar del Eje ameritaba rendirse en pos de negociar con los aliados. Para evitarlo, los alemanes dieron un golpe en marzo.

Contabilizó que las deportaciones de judíos a julio de 1944 sumaban 440.000, casi todos hacia Auschwitz, donde 320.000 fueron asesinados a poco de llegar y los demás fueron enviados a realizar trabajos forzados.

Wallenberg contaría a su favor con el triunfante desembarco aliado del Día D y la amenaza de que los vencedores aplicarían juicio y castigo a los culpables del genocidio.

Entre los intersticios de la duda, se apuró a armar la red salvadora. Financiado por el WRB y Suecia, país neutral, creó un “ghetto internacional” con hospitales, guarderías, comedores y más de treinta “casas seguras” reservadas a familias de judíos. Hizo disfrazar los sitios con falsos carteles de bibliotecas o centros culturales.

Wallenberg distribuyó certificados de protección expedidos por la legación sueca para los casi 200.000 que quedaban en Budapest. Esos pases no eran pasaportes, pero zafaban; cuentan que a veces hubo de apelarse al recurso que los argentinos llaman coimear para que los guardias hicieran la vista gorda.

Debía actuar rápido porque las cosas podían empeorar. Y empeoraron.

Sabía que a pesar de que los nazis habían impuesto un primer ministro afín, en el resto del gobierno quedaban muchos especuladores indecisos.

Vivió con preocupación que el partido fascista Cruz Flechada tomara el gobierno el 15 de octubre de 1944, porque eso recomenzaría las deportaciones.

 

A ver, a ver

A las nuevas generaciones, entre quienes hay más afectos al cine que a los libros, al menos tres películas les darán una noción del contexto en que Wallenberg actuó:

  • Music Box (La caja de música, 1989) relata cómo un húngaro emigrado a Estados Unidos enfrenta un juicio por haber dirigido un escuadrón de la muerte.
  • El Cónsul Perlasca (Italia, 2002). Giorgio Perlasca era un comerciante tano que mintió ser diplomático para mandar visas falsas mientras preparaba casas seguras, una exclusiva para niños, para evitarles la brutalidad del gueto.
  • El Ángel de Budapest (España, 2012) repasa las brutales acciones de la Cruz Flechada.

Sobre el héroe particular que mañana recordarán en (algunas) escuelas, hay muchos documentales y videos cortos a mano, basta escribir su nombre en YouTube. El gobierno porteño distribuyó éste:

 

 

 

 

La lista de Wallenberg

Si bien la cultura capitalista tiende a recortar la figura heroica en un hombre solo, Oesterheld hubiera repetido que el héroe popular siempre es colectivo. Wallenberg formó parte de un conjunto que incluyó desde falsos cónsules a diplomáticos reales como Carl Lutz, quien protegió a casi 50.000 judíos que hizo pasar por “emigrantes a Palestina”.

En el rescate, halló otra ayuda providencial: las tropas soviéticas llegaron a cortar las rutas a Auschwitz. Aun así, los húngaros hallaron un modo de forzar las deportaciones: enviaron a los rehenes vía Austria, pero como se trataba de decenas de miles todo se demoraba. Además, debían revisar la documentación de cada uno, no fuera cosa que se cometiera alguna “injusticia”.

En esos trámites de revisión, muchas veces, Wallenberg debió presentarse a presionar para certificar la validez de la documentación esperanzadora. Así, más de 100.000 de los casi 200.000 judíos que halló en Budapest fueron salvados para cuando, meses después, hacia febrero de 1945, los soviéticos liberaron la ciudad.

 

¿Qué fue de él?

No se sabe.

La llegada de las fuerzas de Stalin no trajo suerte a Wallenberg, quien fue visto por última vez cuando era llevado por oficiales soviéticos. El misterio unido a su destino alimentó el mito tanto como las especulaciones.

Primero circuló la versión de que habría muerto en una prisión rusa dos semanas antes de cumplir los 35 años, aunque no es seguro. Tal parece que fue una de las primeras víctimas de la guerra fría en ciernes. Del otro lado de lo que sería la cortina de hierro deslizaban sus sospechas de que fuera un espía de Estados Unidos, país donde había estudiado en la década del ‘30. Consideraban que la misión de rescate se le había encomendado en el gran país del norte, donde fueron reacios para desmentir o confirmar la versión. Lo que sí hicieron desde Washington fue tributarle homenaje, ya en este siglo, con palabras del entonces Presidente Barack Obama, muy correctas.

Tan correcto como su rescate histórico, replicado en muchas ciudades de Latinoamérica. En La Plata tiene un monumento y en Buenos Aires es motivo de reflexión en las escuelas, aunque –ante una somera consulta de El Cohete– algunas directoras con cultura conservadora no quieren disponer de muchos esfuerzos para “eso de la memoria”.

 

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