El centro y los extremos

Crisis y polarización en Occidente

 

Síntoma de la magnitud de la crisis británica, un editorial de la tradicional revista liberal The Economist expresó su claro apoyo al candidato laborista Keir Starmer para las elecciones que se celebraron este jueves. A pesar de caracterizarlo como un político de convicciones volátiles y falto de carisma, le reconoce el mérito de haber marginado a Jeremy Corbyn, a quien califica de “socialista radical” (lo que, de paso, explica las reservas de los progresistas del partido sobre Sir Starmer). La revista admite que los 14 años de gobiernos conservadores ya fueron suficientes. El mayor logro de esas gestiones fue el Brexit y derivó en un desastre para el país porque lo aisló de sus principales socios comerciales. 

El laborismo, según The Economist, identifica correctamente que el problema central de la economía es la falta de crecimiento. La revista valora, además, el plan del partido para rescatar lo que denomina un “tesoro nacional”: el Sistema Nacional de Salud (NHS, por sus siglas en inglés). El conservador Boris Johnson había hecho una demagógica campaña por el Brexit argumentando que las millonarias contribuciones de Gran Bretaña a la Unión Europea (UE) se derivarían al presupuesto del NHS. Ya con el país fuera de esa unión, el NHS no dejó de declinar con su gobierno y los siguientes por falta de financiamiento. 

The Economist celebra las promesas laboristas de construir viviendas, invertir en infraestructura y mejorar los servicios públicos. Llega a reconocer que para ello se deben subir los impuestos. Es factible que a algunos bananeros locales todo esto les suene muy poco liberal.

Los laboristas arrasaron en las elecciones del pasado jueves, obtuvieron una mayoría absoluta, y los conservadores hicieron la peor elección de su historia. Dejan como herencia una Broken Britain, una Gran Bretaña rota. El lema lo habían comenzado a difundir los propios conservadores y se les volvió en contra porque es la síntesis de su legado. Uno de los muchos interrogantes que abre la victoria de Sir Starmer es la de sus efectos en la otra orilla del canal de la Mancha, donde hoy tiene lugar la segunda vuelta para renovar el Parlamento o Asamblea Nacional.

 

 

Polarización extrema

Apenas concluida la primera vuelta de las elecciones legislativas del domingo pasado en las que su partido Reagrupación Nacional (RN) obtuvo un triunfo arrollador, Marine Le Pen advirtió al electorado que este domingo “hay que evitar que el país caiga en manos de una extrema izquierda violenta, antisemita y antirrepublicana”. La secuencia da la pauta del grado de polarización que buscaba implantar en el tramo final de su campaña.

 

 

Si alguna corriente en estas elecciones francesas tiene un pasado explícitamente antisemita es la de Le Pen, fundada por unos simpatizantes del régimen pro-nazi de Vichy (1940-1944). Pero ese y otros antecedentes no sólo parecen haber prescripto, sino que palidecen ante la actualidad de su prejuicio contra los inmigrantes, muchos de ellos provenientes de antiguas colonias francesas. En temas de racismo también hay que ponerse al día.

En la primera vuelta, Le Pen logró desmontar la “demonización” que la rodeaba y el cerco sanitario que se formaba automáticamente y le impedía llegar al poder (un activo del que se valía la política tradicional para obtener resonantes triunfos en los balotajes). Ahora es ella la que intenta “demonizar” a su principal rival, el izquierdista Nuevo Frente Popular (NFP). 

Sin embargo, el RN aún despierta suspicacias entre la población proclive a votarlo. Por eso Le Pen, en su comparecencia del domingo pasado, precisó: “Ningún francés perderá ningún derecho; al contrario, garantizaremos todos los derechos”. Le Pen les hablaba sólo a los franceses hijos de franceses. Porque se propone derogar el ius soli, el derecho a la nacionalidad para quienes nacen en el país de padres extranjeros (como también establece la legislación argentina). La famosa fraternité revolucionaria se vuelve así selectiva: sólo para los “auténticos”. Muchos franceses de doble nacionalidad verán amenazados sus derechos a pesar de su pasaporte republicano, por no hablar siquiera de los inmigrantes.

El lema principal del RN es “prioridad nacional” y conquistó con él un voto socialmente transversal. Mientras declama su nativismo, Le Pen se acerca a la gran patronal y se integra al neoliberalismo para ser aceptada por el capital global. Sus promesas de aumentos a los ingresos familiares o de restitución de la edad jubilatoria derogada por Macron son apenas oportunas palabras. El propio Macron piensa que RN no podría sobrevivir una temporada en el gobierno, puesto que debería responder a intereses anti-populares que lo terminarían desintegrando ante el electorado. Lo sabe por experiencia propia.

 

 

Terceros afuera

En la campaña para la primera vuelta, Macron allanó el camino al RN cuando estigmatizó a quienes reciben ayudas sociales y focalizó su discurso contra la izquierda “extremista” y “antisemita”. Pero la semana pasada olvidó esas graves denuncias. Para la votación de hoy llamó a la unidad “nacional por la democracia y la república”, una indirecta indicación de elegir al NFP en los distritos donde hubiera ganado para impedir así el triunfo de las listas de Le Pen. No lo hace por generosidad: Macron especula con que el NFP no pueda conseguir la mayoría necesaria en la Asamblea para nombrar Primer Ministro, mientras que la ultra-derecha se encuentra cerca de lograrla.

Jean-Luc Mélenchon, un líder del NFP, ya había prometido el domingo pasado retirar sus listas que salieron terceras en las distintas circunscripciones para mejorar las posibilidades de los opositores a RN en el balotaje de esta jornada. El Primer Ministro de Macron, Gabriel Attal, pidió lo mismo a los candidatos de la alianza oficialista. Pero no todos los suyos estuvieron dispuestos a ese sacrificio por la Republique. La izquierda y la derecha gubernamental intentaron reconstruir el cerco sanitario contra la ultra-derecha, pero por motivos distintos. Los primeros, para ganar; los últimos, para no perder tanto. Quizá ninguno logre esos objetivos hoy por la noche.

Los manuales convencionales prescribían que para ganar había que ocupar el “centro político”, esa zona volátil. Mientras que la recomendación parece haber mantenido vigencia en Gran Bretaña de la mano de un desleído líder laborista, en Francia, el centro acaba de ser borrado por una gran polarización entre izquierda y ultra-derecha, aquello que esos manuales decían que había dejado de existir. El propio Macron facilitó esa tensión y emergerá de ella como un “pato rengo” (lame duck, en la jerga), un Presidente debilitado por el resto de su mandato, que vence recién en 2027, caso que no acabe renunciando.

 

 

Los efectos geopolíticos

Milei tuvo una de esas semanas difíciles signada por el eterno retorno de la corrida cambiaria. Sus cotidianos brulotes sobre cualquier tema dejaron de tener la misma eficacia distractiva: dólar mata show. Sin embargo, la diversa familia ultraderechista global a la que se afilia sumó motivos para el regocijo en los últimos días. Meloni hizo una buena elección europea, en la que también consiguió impresionantes posiciones la agrupación ultra Alternativa por Alemania, mientras que a Le Pen la dejó en carrera directa hacia el poder central. Son corrientes de las tres principales economías de la Unión Europea.

Además, esta semana asumió un frágil gobierno neerlandés de extrema derecha, nutrido de impresentables que tuvieron que deshacerse en excusas sobre pasadas declaraciones para que el Parlamento aprobara sus nominaciones ministeriales. Muchos de esos exabruptos tenían un tono racista; otros rechazaban el cambio climático con argumentos disparatados. Una postulante admitió que dicho cambio podía estar ocurriendo, pero no era causado por la actividad humana, sino por unas alteraciones solares. 

El azar también quiso que al reaccionario premier húngaro Viktor Orbán, invitado a la soleada asunción de Milei, le tocara el turno semestral para presidir el Consejo de la UE. En la Eurocámara está intentando formar un grupo parlamentario con checos y austríacos ultraderechistas que cosecharon, como él, importantes victorias en sus países. Orbán es considerado por la prensa del continente como el líder de la UE más abiertamente inclinado hacia Putin. Esta semana voló por primera vez a Kiev para entrevistarse con el Presidente Zelenski, quien modificó de pronto su discurso y comenzó a hablar de negociaciones de paz con Rusia. El viernes Orbán visitó el Kremlin; apenas trascendió, el anuncio provocó escozores en el establishment de Bruselas. Estos viajes son las actividades inaugurales de su nuevo cargo.

El húngaro propuso en Kiev un alto el fuego para acelerar las conversaciones. Es posible que el drástico fracaso electoral de los más importantes respaldos europeos a la carnicería que se desarrolla a expensas de Ucrania —Macron, la alianza que gobierna en Berlín, los conservadores británicos— esté cambiando el clima geopolítico de una región que estaba siendo impulsada por ellos hacia un compromiso todavía mayor en el conflicto. 

Por no mencionar el primer debate presidencial estadounidense en el cual a Trump, partidario de acabar con la guerra el primer día de su mandato, le bastó con proferir sus habituales mentiras delirantes y, ante todo, no interrumpir el examen psicofísico que Biden estaba exhibiendo en vivo ante la nación. Si Oswald Spengler hubiera tenido que escoger una imagen para la portada de una edición actualizada, incluso posmoderna, de su ahora olvidado libro La decadencia de Occidente (1918-1923), los rivales en debate, y no solo ellos, le habrían ofrecido un amplio abanico de opciones. 

 

 

 

 

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