Bolivia en la encrucijada

Los gobiernos del MAS y el dilema del control civil sobre los militares

 

En los primeros años de la democracia recuperada, el sociólogo Ernesto López se formulaba para la Argentina una pregunta que aplica perfectamente a la actualidad boliviana: ¿qué hacer con los militares? Nuestro país, que venía de la sangrienta dictadura cívico-militar (1976-1983) y del fracaso estratégico-nacional, estratégico-militar, operacional y táctico de la guerra del Atlántico Sur (1982), tenía por delante el desafío de subordinar a los militares. Más tarde tendrían lugar los sucesivos levantamientos carapintadas durante los gobiernos de Alfonsín y Menem, la represión sin dubitaciones de este último al alzamiento del 3 de diciembre de 1990 y los indultos a los jerarcas del proceso, es decir, un conjunto de circunstancias que allanarían el camino para la subordinación militar. La consolidación de esta subordinación se materializaría durante el gobierno de Néstor Kirchner (2003-2007), en un proceso en el que jugó un papel decisivo la reapertura de los juicios a los militares por las violaciones a los derechos humanos.

Los gobiernos del Movimiento al Socialismo (MAS) en Bolivia, por su parte, han descubierto que aquello que parecía consolidado —la subordinación militar a los gobiernos civiles— se reveló, parafraseando a Norberto Bobbio, como una “promesa incumplida de la democracia”. En momentos en que todavía está latente en la memoria colectiva el golpe de Estado contra Evo Morales de noviembre de 2019 (tras 14 años de gobierno ininterrumpido del MAS), el pasado miércoles 26 de junio se produjo una nueva asonada castrense.

Según las crónicas periodísticas, tanquetas del Ejército tumbaron las puertas del Palacio Quemado en La Paz, luego de que el comandante general de esa fuerza, Juan José Zúñiga, amenazara con tomar la sede del gobierno. El general sublevado se apersonó ante el Presidente Luis Arce, mientras un grupo de soldados fuertemente armados cercaba la plaza Murillo. El clima destituyente se prolongó durante unas horas, hasta que el primer mandatario nombró a una nueva cúpula militar, ordenó el retorno de los uniformados que se habían movilizado a sus guarniciones y se llevó a cabo la detención de Zúñiga. Desde la semana anterior circulaban rumores sobre una posible destitución del jefe del Ejército, luego de que en una entrevista afirmara que pensaba detener al ex Presidente Morales si éste insistía en presentarse como candidato en las elecciones de 2025.

Cuando la situación retornó a su cauce, sin embargo, el aparente consenso respecto de la materialización de un intento de golpe de Estado entró en una nebulosa. Morales, que había alertado al mundo sobre el intento golpista, revisó su postura. Lejos de dejar atrás las diferencias con Arce, Evo señaló en su programa de Radio Kawsachun Coca: “Yo pensaba que era un golpe, pero ahora estoy confundido: parece un autogolpe”. Añadió que, a través de fuentes de un ministerio, se había enterado de que Arce iba a dejar la Presidencia a una “junta militar” para evitar cualquier posibilidad de “un nuevo mandato de Morales”.

Según se aprecia, la escena política boliviana exhibe una interna de dimensiones entre el ex mandatario y el actual Presidente Arce, lo que demuestra —como en muchos otros casos— las dificultades propias de las fuerzas progresistas latinoamericanas para encontrar una renovación exitosa en sus liderazgos. Antes de los entredichos en torno a la intentona golpista, la disputa intestina entre Morales y su ex ministro de Economía ya se encontraba desatada, con un ala renovadora del MAS obligada a negociar su gobernabilidad ya no sólo con la oposición tradicional sino con la de su propio partido. Morales ha criticado duramente el carácter concesivo de Arce con los poderes fácticos de la derecha tradicional, mientras que el actual Presidente encuentra en Evo un permanente obstáculo para su gestión.

A esta disputa deben agregarse las crecientes dificultades económicas, que muestran los límites de una realidad que difiere sustancialmente de la experimentada durante el súper ciclo de los commodities. Mientras duró ese auge, se produjo el más importante crecimiento del mercado interno de la historia boliviana gracias a la entrada, hasta 2015, de ingresos gasíferos por unos 60.000 millones de dólares y de minerales por otros 40.000 millones. Mientras el precio de las materias primas se mantuvo por encima de su tendencia de largo plazo, Evo logró hacer converger los intereses de los diversos sectores internos (los indígenas del Chapare, la COB, los mineros, el sector financiero, etc.).Sin embargo, al frenarse la etapa expansiva, el proyecto del MAS empezó a experimentar el dilema de la manta corta, con sectores que antes lograban un acomodo mutuo de intereses y ahora pugnan por los recursos limitados.

Podríamos profundizar en la crisis boliviana tanto en términos políticos como económicos, pero el principal interés de esta nota se halla en otra cuestión: el problema del control civil sobre los militares.

 

Del golpismo cívico-prefectural al militar-policial

La democracia boliviana ha estado en máxima en tensión en varias oportunidades en los últimos 20 años, lo que se tradujo en dos modalidades de golpismo. La primera, a la que denominamos golpismo cívico-prefectural, tuvo lugar a mediados de 2008 cuando sectores opositores a Morales —vinculados a los gobiernos regionales y comités cívicos de Beni, Pando, Tarija y Santa Cruz— tomaron oficinas públicas del Oriente del país. En ese marco, el 11 de septiembre se produjo la Masacre de Pando, un episodio de máxima violencia que terminó con una veintena de campesinos asesinados y la declaración del estado de sitio en la región. Si bien investigaciones posteriores dan cuenta de que habrían participado militares en actividad y retirados, no hubo apoyo por parte de las Fuerzas Armadas en su conjunto, ni de un sector importante de ellas, razón por la cual se suele hacer referencia a un intento de golpe cívico-prefectural. De hecho, el gobierno de Morales evaluó que la respuesta de los militares fue acorde a lo esperado, por lo que en ese momento se concluyó que existía una efectiva subordinación militar al poder constitucional.

Sin embargo, la historia exhibiría que aquella supuesta subordinación no era tal, o al menos que se estructuraba sobre bases muy endebles. Una década después se produjo el golpe de Estado del 10 de noviembre de 2019. La secuencia es conocida: la participación a un tiempo de las Fuerzas Armadas y policiales; el rol de la OEA de Luis Almagro bajo la tutela proconsular estadounidense; el exilio de Morales; la llegada—Biblia en mano— de Camacho a La Paz; y la asunción de un gobierno de facto por parte de la senadora Jeanine Áñez tras un acuerdo entre bambalinas con sectores opositores, la Iglesia católica y representantes de Brasil y la Unión Europea. Como recuerda Hugo Moldiz: “El golpe de Estado contra Evo Morales no ha sido cualquiera (…) es la primera vez que se [logró] una participación (…) de las dos formas que monopolizan la cualidad de la coerción estatal. Los militares y los policías, junto a los grupos paramilitares (…) La oposición no contaba con ningún tipo de mayoría en la Asamblea Legislativa Plurinacional (…) para destituir al Presidente indígena con algo de aparente legalidad”.

 

La teoría de las relaciones civiles-militares

El levantamiento del miércoles 26 de junio, más allá de las acusaciones cruzadas entre Evo y Arce, revela que los gobiernos del MAS no han podido establecer un control civil efectivo sobre las Fuerzas Armadas. Por el contrario, se ha impuesto en el país andino lo que la investigadora Sol Gastaldi denomina un modelo de “control civil informal”, diferente al modelo de “control civil institucionalizado” desplegado en la Argentina en el mismo periodo. El resultado de la opción boliviana por esta modalidad de control civil sobre los militares ha sido la recurrencia del golpismo, aun cuando en un primer momento el gobierno de Morales consideró —erróneamente— garantizada la subordinación castrense.

Explicar la diferenciación analítica propuesta por Gastaldi exige, en principio, retrotraerse al origen de la teoría de las relaciones civiles-militares. Uno de los pioneros en este campo, Samuel Huntington, interpretaba en El Soldado y el Estado (1964) a las relaciones civiles-militares como un sistema compuesto por tres elementos interdependientes: la posición formal y estructural de las instituciones militares en el gobierno; el rol informal y la influencia de los militares en la política y en la sociedad; y las ideologías de los grupos castrenses y no castrenses. A partir de esta perspectiva sistémica, la configuración de las relaciones civiles-militares era el resultado del equilibrio entre “la autoridad, influencia e ideología de los militares, por una parte, y la autoridad, influencia e ideología de los grupos no militares, por la otra”. Si bien el modelo de Huntington ha recibido críticas por su carácter ciertamente etnocéntrico, su impronta deductiva y su simpleza conceptual le han otorgado perdurabilidad.

Entre las categorías clásicas desarrolladas por Huntington, destacan los términos “control civil objetivo” y “control civil subjetivo”, vinculados al poder relativo de los grupos civiles o políticos frente a los militares. El primero es el tipo de control civil que convierte a los militares en políticamente neutrales, procurando su no interferencia en la política nacional a partir de un sostenido profesionalismo que apuntala la ética de la subordinación. El subjetivo, por el contrario, supone el intento por establecer la subordinación militar a los civiles sobre la base de una particular vinculación de los uniformados con algún grupo político o civil. Según Huntington, esta adhesión podría fundarse en cuestiones tan diversas como la coincidencia de perspectivas, la lealtad personal o la conveniencia material.

Parte de las limitaciones del modelo de Huntington fueron planteadas por Ernesto López, quien advirtió que sus supuestos ofrecían ciertas dificultades para ser aplicados al contexto latinoamericano, en el que la subordinación militar constituía más la excepción que la regla. En este caso, dilucidar si la movilización militar del 26 de junio fue o no un intento de golpe de Estado —terreno en el que se sumerge Morales— es un error. Como sostiene Álvaro García Linera al descartar la tesis del autogolpe: “En todo el mundo, en todas las democracias, hay poderes fácticos que escapan al voto. Las oligarquías empresariales, las fuerzas armadas y, en el caso de América, la Embajada norteamericana”. Lo que sí debería ser objeto de escrutinio por parte de las fuerzas progresistas latinoamericanas, sin embargo, es el tipo de vinculación que forjan con las Fuerzas Armadas, máxime tratándose de experiencias de más de 15 años de ejercicio del gobierno.

El caso boliviano de “control civil informal” exhibe a todas luces un dispositivo en el que adquieren un peso preponderante las relaciones interpersonales entre el Presidente y los altos mandos militares, con efectos perniciosos sobre cuestiones claves que suelen lograr los modelos de “control civil institucionalizado”, tales como el liderazgo del Ministerio de Defensa sobre las Fuerzas Armadas; la expertise de los civiles en los asuntos militares; el fuerte incentivo a la profesionalización y despolitización de los uniformados; y menores estímulos a la autonomía castrense.

Algunas crónicas tanto de la etapa de Morales como de la de Arce abonan este planteo. Por ejemplo, en su libro sobre el golpe de 2019, Moldiz recuerda que “Morales pagaría muy caro (…) no haber cambiado el aparato de Estado —militar y policial— que, desde 1964, se alineó completamente a Estados Unidos (…) El gobierno de Evo fue reacio a transformar estructuralmente las Fuerzas Armadas y la Policía tal como debe hacerlo toda Revolución. Y las Fuerzas Armadas y la Policía aparentaron un acomodo a los principios del gobierno indígena que no era tal. El peso de la institucionalidad labrada a la imagen del Estado burgués y la impronta de las estrategias estadounidenses pesaron más que la buena relación de Morales con los oficiales de alto rango, los cuales, en su mayoría, hicieron un uso pragmático de esa amistad (…) Sobre todo, los militares sacaron provecho de su relación con Morales al ser designados (…) en cargos diplomáticos y otros de jerarquía dentro del aparato estatal”. Por su parte, la asonada reciente y la tesis de Evo del autogolpe obligaron a Arce a aclarar su vínculo personal con el ex jefe del Ejército, Juan José Zúñiga: “Yo iba a jugar baloncesto, él no iba todos los domingos. (...) Siempre he tratado de diferenciar las cosas, nos divertíamos, bromeábamos pero no tocábamos temas ni políticos, ni de gobierno, ni de Estado”. En cualquier caso, se trata de una cercanía inconveniente para el objetivo de consolidar la subordinación militar al poder democrático.

Esta descripción marida con los argumentos de Gastaldi, respaldados en los trabajos del sociólogo militar Juan Ramón Quintana: “La ‘abdicación del liderazgo civil’ en la conducción de la política de defensa y la política militar sería el resultado del bajo grado de prioridad otorgado por los dirigentes y partidos políticos a la problemática de las Fuerzas Armadas, además de la escasa expertise civil en los asuntos militares. En este marco, los gobiernos bolivianos de la post-transición democrática no avanzaron con procesos de reforma institucional, modernización militar o actualización doctrinaria, así como tampoco se involucraron decididamente en la reformulación estratégica de la política de Defensa Nacional. Este déficit de institucionalización en las relaciones civiles-militares se tradujo en el establecimiento de vínculos informales y provisorios entre el poder político y las Fuerzas Armadas, situación que condujo al establecimiento de un pacto pragmático de coexistencia civil-militar”.

 

¿En el espejo de Bolivia?

La lógica subjetiva —en clave huntingtoniana— que ha dominado los pactos de convivencia civil-militar durante los gobiernos del MAS no ha resuelto los enclaves autoritarios de la democracia boliviana. El retorno cíclico del intervencionismo militar hace que la pregunta que Ernesto López se formulara en la primavera democrática argentina —¿qué hacer con los militares?— permanezca incontestada en la Bolivia de Morales y Arce. Se trata de un proceso que la Argentina debe mirar con suma atención. El papel de los militares en situación de retiro ocupando altos cargos públicos de la mano de la Vicepresidenta Villarruel obliga a desempolvar los libros clásicos de las relaciones civiles-militares. El “control civil institucionalizado” garantizado por ministros como Nilda Garré, Agustín Rossi o Jorge Taiana ha entrado en crisis. El silenciamiento y despido arbitrario de profesores titulares concursados de la Universidad de la Defensa Nacional (UNDEF), así como el desmantelamiento de los equipos de Relevamiento y Análisis (ERyA) de archivos de las Fuerzas Armadas del Ministerio de Defensa, puede ser la punta del iceberg de un proceso de creciente autoritarismo y autonomía castrense con fines antidemocráticos.

Borges decía que “nada está construido en piedra, todo está construido sobre arena”. La subordinación militar en Bolivia es un buen reflejo de aquella frase. Los anticuerpos de la democracia serán fundamentales para que las tertulias de Videla y Villarruel en la cárcel no resulten el principio de un camino sombrío para la Argentina.

 

 

 

* El autor es doctor en Ciencias Sociales (UBA). Profesor de Relaciones Internacionales (UBA, UTDT, UNDEF, UNQ, UNSAM).

 

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