Cruje Bolivia

Las “Arcenomics” no escapan a la maldición de los recursos naturales

 

La crisis que vive hoy Bolivia no fue prevista por los constructores del modelo económico que rige el país: Evo Morales y su ministro de Economía, el actual Presidente Luis Arce. Los agoreros que la pronosticaban aparecieron pronto, ya en 2006, cuando Morales acababa de llegar al poder. Con el tiempo, quedaron convertidos en Casandras que anticipaban un futuro catastrófico sin que nadie los escuchara. Morales y Arce parecían haber logrado la cuadratura del círculo: un modelo que se basaba en la extracción de gas pero que encontraba la forma de eludir la “maldición de los recursos naturales” y era capaz de convertir los ingresos extraordinarios del último súper-ciclo de las materias primas (2000-2015) en una prosperidad inédita: multiplicaba el PIB cinco veces (de 8.000 a 40.000 millones de dólares), beneficiaba a todos los sectores sociales, bajaba drásticamente la pobreza y llenaba el país con nueva infraestructura (aunque también alentaba múltiples procesos de despilfarro).

Este éxito era particularmente satisfactorio para la izquierda, a la que se le había atribuido “no saber manejar la economía” por su asociación con la crisis hiperinflacionaria de principios de los años ‘80 del siglo pasado, mal administrada por la Unidad Democrática Popular de Hernán Siles Zuazo.

Sin embargo, las “Evonomics” o las “Arcenomics”, como se llamaba en la época del auge a las políticas económicas de nacionalización de los recursos y activa redistribución de las rentas, no contaban con dos factores que al cabo se demostrarían cruciales: a) una auténtica aquiescencia de la elite empresarial, que nunca confió en la vía estatista y “populista” que estos líderes izquierdistas habían escogido, y b) cantidades de hidrocarburos suficientemente grandes como para que el modelo durara el tiempo necesario para remodelar profundamente a la sociedad, suponiendo que este realmente fuera el deseo de los dirigentes de la “Revolución Democrática y Cultural”. Hay dudas al respecto, pero ya no las podremos despejar, porque lo cierto es que, como suele pasar en la vida, las dos cosas que podían fallar… fallaron.

 

Fuga de capitales

Los empresarios bolivianos se hicieron muy ricos bajo los gobiernos de Evo Morales. El auge exportador enmarcó el salto de la agroindustria; por ejemplo, la superficie con cultivos de soja aumentó 1,5 veces, de 950.000 a 1.500.000 hectáreas. Como es lógico, esto multiplicó proporcionalmente tanto los beneficios agroindustriales nacionales como las ganancias de los extranjeros afincados en el país. Es importante anotar aquí que, de los grupos que procesan soja para la exportación de harinas y aceites, sólo uno tiene propietarios bolivianos. Todos los demás se trasnacionalizaron en diferentes momentos.

Por otra parte, el crecimiento del mercado interno, que fue el más importante de la historia gracias a la entrada, hasta 2015, de los ingresos del gas por unos 60.000 millones de dólares y de los minerales por más o menos 40.000 millones, enriqueció a las pocas industrias manufactureras existentes, a punto tal que estas alcanzaron un tamaño difícil de manejar para el capital nacional. Todas estas industrias se vendieron a grupos trasnacionales. Como muestra, pongamos el caso de la Cervecería Nacional, que terminó en manos de la compañía global Anheuser-Busch InBev. Durante el periodo de bonanza, esta empresa ganó entre 150 y 200 millones de dólares anuales.

Al mismo tiempo que hacía caja, el empresariado se cuidaba de sacar sus utilidades fuera del país, drenando las reservas de divisas del Banco Central. Una comisión parlamentaria que en 2017 investigó los efectos de los “Panamá Papers” en Bolivia determinó una fuga anual hacia paraísos fiscales de nada menos que 1.000 millones de dólares. A esta cifra debía sumarse la remisión legal de ganancias, que se había multiplicado por la enajenación de todas las grandes firmas. El estado mayor del “proceso de cambio” no había visto el problema que podía crear el que las principales empresas tuvieran que sacar constantemente sus utilidades fuera del país.

Se puede discutir si la fuga de capitales se debe a la desconfianza empresarial en el modelo izquierdista o a sus dudas sobre el país como tal, pues ya constituía un problema de la economía antes de la aparición del Movimiento al Socialismo (MAS). Sin embargo, el flujo creció grandemente durante el periodo estatista, en especial después de 2015, es decir justo cuando comenzaron a caer los ingresos por la venta de commodities. Si sumamos la fuga de capitales que se produjo en 2019, año de grave crisis política, 2020, el peor de la pandemia, y 2021, el primer año de un nuevo gobierno del MAS, llegamos a la astronómica cifra de 4.000 millones de dólares.

La salida de capitales se combinó con la disminución de las exportaciones y entre ambos fenómenos diezmaron las reservas. La cosa empeoró por las dificultades mundiales causadas por la pandemia y la guerra en Ucrania. La subida de las tasas de interés en el Norte volvió mucho más atractivo el exportar dólares a Estados Unidos y Europa. El acceso al crédito se redujo severamente. Al cabo, en febrero de 2023, poco después de que se supiera que las reservas en divisas (sin contar el oro) habían bajado a apenas 910 millones de dólares (luego de haber estado en alrededor de 15.000 millones en los mejores años de Morales) y también que el Banco Central estaba dispuesto a pagar un tipo de cambio mayor a los exportadores, cundió el pánico, la gente comenzó a retirar sus depósitos en dólares de los bancos y estos respondieron montando una suerte de semi-corralito que deja salir dólares de manera racionada y, muchas veces, arbitraria. Como siempre ocurre cuando faltan dólares, los bancos se han investido con poderes de arbitraje. Como el corralito es poroso, los depósitos en esta moneda bajaron de los 4.100 millones que había en 2022 a los actuales 2.900 millones.

 

La debacle de los hidrocarburos

La crisis se declaró, entonces, hace un año. Además de la fuga de capitales, la causó el segundo factor que el modelo no logró controlar: el agotamiento de los yacimientos de gas.

Sobre este tema, las opiniones son disímiles. El discurso de la oposición es el siguiente: la nacionalización del gas en 2006 indujo a las petroleras (que continuaron en el país como operadoras de Yacimientos Petrolíferos Fiscales Bolivianos –YPFB–) a sacar lo más rápido posible el gas que habían descubierto o que habían logrado concesionar a su favor, y las disuadió de explorar nuevos yacimientos. Así que Morales tomó lo logrado en tiempos del neoliberalismo y vivió de ello hasta que este tesoro se acabó.

El gobierno de Arce ha suscrito parcialmente este discurso después de la ruptura con Morales. Varios ministros han declarado que los gobiernos precedentes descuidaron la reposición de las fuentes de financiamiento del modelo. Esta crítica ha sido empero moderada, ya que Arce fue el ministro de Economía en ese periodo. Al mismo tiempo, Morales critica el manejo económico de su ex ministro, al que considera demasiado “neoliberal”.

El discurso opositor tiene varios puntos de apoyo. Sin embargo, también hay hechos que podrían refutarlo. Desde hace años funciona un fondo de incentivos para la exploración de gas pero las petroleras han hecho caso omiso de él. ¿Les ofrece muy pocas ventajas? ¿Hasta dónde, entonces, se deben estirar los beneficios privados para lograr que las trasnacionales se interesen en Bolivia? Tómese en cuenta que, desde la nacionalización hasta ahora, petroleras como Repsol y Total, entre otras, han recibido aproximadamente 18.000 millones de dólares por utilidades y devolución de sus inversiones, 30% de la renta gasífera que obtuvo Bolivia.

Por otra parte, YPFB ha hecho por su cuenta varias perforaciones nuevas en la zona tradicional de producción y no ha encontrado gas ni petróleo. Varios geólogos piensan que la razón de esto es sencilla: la zona ya está agotada. Si este fuera el caso, la idea que imperaba en los años ‘90 de que Bolivia poseía reservas de unos 70 trillones de pies cúbicos (TCF) de gas habría sido una mentira acuñada por los técnicos neoliberales para propiciar y justificar la llegada de capitales extranjeros. En los hechos, sólo se descubrió y explotó algo más de 10 TCF. Y hoy se cuenta con unos 4 TCF, cantidad que puede durar una década, pero con niveles de producción decrecientes. En 2015, la producción de gas era de 60 millones de metros cúbicos diarios, mientras que hoy es de apenas 38 millones.

¿Una actitud más favorable a las inversiones habría hecho una diferencia? Es difícil saberlo mientras no se concluya de manera irrefutable que no existe más gas natural que el poco que todavía se tiene. Lo que no impide que el tema se maneje como bandera política. En todo caso, los gobiernos de Morales actuaron de forma irresponsable al no realizar todos los esfuerzos que estaban a su alcance para encontrar nuevos yacimientos. Cayeron así en un comportamiento muy bien descrito por la teoría de la “maldición de los recursos naturales”. Pese a las expectativas que despertaron en el pasado, Morales y Arce no consiguieron librarse de esta maldición.

La debacle de la industria de hidrocarburos boliviana tiene un efecto directo sobre la crisis actual. Se recaudan 2.400 millones de dólares anuales por la exportación de gas. Al mismo tiempo, el país tiene que importar 3.200 millones de dólares de combustibles (gasolina y diésel) ya que no es capaz de producirlos. Esto significa que Bolivia se ha convertido en importadora neta de energía, un bien cuyos precios internacionales, como se sabe, se ubican en la cima. A causa de sus obligatorias compras de combustibles, en 2023 Bolivia ha sufrido déficit comercial: ha importado 500 millones de dólares más de lo que ha exportado. Por eso no es extraño que en este momento se viva una aguda sequía de dólares y que la divisa estadounidense, igual que cualquier otro producto escaso, siga aumentando de precio. Aunque el tipo de cambio no se ha modificado oficialmente, ha aparecido un mercado paralelo y en un año la moneda nacional, el boliviano, se ha devaluado en 15%, que se prevé se convertirá en 30% hasta fin de año.

Al devaluarse, el boliviano pierde capacidad de compra y esto, en teoría, produce inflación, lo que, a su vez, vuelve a hacer perder capacidad de compra a la moneda, y así sucesivamente. Sin embargo, en la práctica este círculo vicioso aún no se ha activado en Bolivia, que se mantiene con una inflación baja (2,12% en 2023). También se salva el grueso del sistema financiero, que en 90% opera con moneda nacional. De modo que el malestar contra el gobierno, si bien creciente, aún no es crítico. Esto seguramente cambiaría si la inflación se disparase y si la falta de dólares no permitiera realizar importaciones cruciales, como las de medicamentos. Las autoridades se han puesto en campaña para facilitar la entrega de divisas a ciertos sectores importadores, a fin de evitar desenlaces como ese. Pero no cuentan con suficiente dinero. Aun las importaciones de combustible están en constante riesgo, como prueban las largas colas de automóviles que se forman intermitentemente frente a las estaciones de servicio.

 

¿Salidas?

Arce no tiene cómo refinanciar su modelo. Como el riesgo país se ha elevado mucho, recurrir a los mercados de bonos soberanos le resultaría muy oneroso. Los créditos convencionales que ha conseguido en el último tiempo no se desembolsan porque no cuentan con la aprobación del Parlamento, donde el Presidente carece de mayoría a causa de la implosión del MAS. Hace unos días, diputados oficialistas y opositores se enzarzaron en una pelea campal en torno de la aprobación de uno de estos créditos. Empréstitos por 800 millones de dólares esperan el trámite legislativo. Si finalmente se aprobaran, la crisis no remitiría. Esta suma no es de libre disponibilidad y debe gastarse en periodos largos, por lo que tendría escaso impacto sobre el descalce cambiario del país.

Puesto que no piensa tocar las puertas del Fondo Monetario Internacional (FMI), a los únicos dólares que Arce puede recurrir es a los que generan los exportadores. Pero estas son divisas cada vez más escasas porque estos empresarios prefieren conservarlas fuera del país. Cambian moneda nacional sólo en la medida estrictamente necesaria para financiar sus operaciones internas. El gobierno tendría la opción de ordenar retenciones obligatorias de divisas, como las que eran usuales en Bolivia en un pasado ya remoto, pero no quiere hacerlo. Teme que esta medida haga caer la producción y dé lugar a protestas regionales. En cambio, ha preferido acordar con los empresarios incentivos orientados a impulsarlos a repatriar sus dólares. El gobierno también está implementando una medida más heterodoxa: la compra de oro de los mineros locales (Bolivia produce unas 50 toneladas de oro por año) por parte del Banco Central. Éste paga por el oro en bolivianos y, tras un proceso de certificación, convierte sus lingotes en divisas internacionales. Este año, espera recaudar 500 millones de dólares con este procedimiento que, sin embargo, no es sencillo de poner en práctica.

Los cambios ideológicos y políticos son un importante efecto de la crisis. La confianza en el modelo estatista decae, tanto por las dificultades económicas como por la guerra interna del MAS. Los enfoques liberales están nuevamente de moda. Se podría decir que el país se halla listo para dejar atrás el ciclo de gobiernos progresistas (para muchos “populistas”), sólo que eso en Bolivia nunca se sabe. En 2020 se decía lo mismo y, al final de ese año, Arce triunfó con 55% de los votos.

 

 

 

* El artículo se publicó en el portal Nueva Sociedad.
** Fernando Molina es periodista y escritor. Es autor, entre otros libros, de El pensamiento boliviano sobre los recursos naturales (Pulso, La Paz, 2009), Historia contemporánea de Bolivia (Gente de Blanco, Santa Cruz de la Sierra, 2016) y El racismo en Bolivia (Libros Nóadas, La Paz, 2022). Es colaborador del diario español El País.

 

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