Terminaron las elecciones para el Parlamento Europeo. No son elecciones para cargos nacionales, pero permiten entender la tendencia general. Ganó la centro-derecha liberal aumentando 13 escaños y retrocedió cuatro escaños la socialdemocracia. También retrocedieron los ecologistas y la izquierda. Lo más destacado es el avance —pausado pero constante— de la extrema derecha, que sumada quedó a sólo cinco escaños de la socialdemocracia. En Francia y Alemania, superaron a los partidos gobernantes de centro-derecha y socialdemócratas respectivamente, forzando a elecciones nacionales en la primera. En Italia, el partido de Giorgia Meloni avanzó hasta casi el 29%.
El comportamiento de las clases es diferente en los ricos países europeos. Los menguantes socialistas y la minúscula izquierda europea se refugian cada vez más en clases medias urbanas, mientras los trabajadores manuales se van inclinando por la ultraderecha. Votó algo más del 50% del padrón europeo, o sea, la mitad de la población no se preocupa por las elecciones, y otro 50% está más interesado en que no vengan más comensales a su rica mesa.
Neoliberalismo y clase obrera industrial
Para entender el avance de la ultraderecha en los países centrales hay que retroceder hasta la década de 1980, cuando se impuso el neoliberalismo en Occidente, con la apertura comercial y financiera de los países centrales y el desmantelamiento —lento pero implacable— del Estado de bienestar obtenido en las décadas de la Guerra Fría. La posterior implosión de la URSS en 1991 aceleró el paso del neoliberalismo y la globalización económica, al tiempo que se iban extinguiendo los partidos comunistas europeos. No fue la emigración latinoamericana a Estados Unidos, ni la africana, de Medio Oriente y asiática a Europa lo que dejó sin trabajo a millones de obreros industriales. Fue la migración de las industrias a Europa del Este, Asia y sobre todo a China para aprovechar sus bajos salarios. Los inmigrantes, en Estados Unidos y en Europa, son los chivos expiatorios, los judíos del siglo XXI.
El aumento de productividad industrial, unido a la migración de las industrias, especialmente a China, cambió radicalmente la composición de la población ocupada en los países centrales. La participación de obreros industriales cayó aceleradamente mientras subieron actividades terciarias. En actividades de baja productividad y bajos salarios se concentraron los inmigrantes.
Los partidos ultra-derechistas europeos son xenófobos, machistas, reaccionarios y al mismo tiempo “euroescépticos”, es decir, contrarios a la centralización de decisiones en Bruselas, sede de la Unión Europea. Eso se expresa en un fuerte nacionalismo y, en muchos casos, como en el partido de Marine Le Pen en Francia, en un alto intervencionismo del Estado como propuesta económica, no siendo el único caso en la ultra-derecha. Siendo muy reaccionarios en otros campos, los ultra-derechistas europeos son nacionalistas y defensores del Estado y del trabajo nacional. Esta ultra-derecha despierta alarmas en Washington, por sus expresiones intolerantes, xenófobas y en algunos países antisemitas, pero más se teme que las masas europeas, al volcarse a la ultra-derecha, terminen objetando su dominio sobre Europa por el retroceso económico al que los somete para mantener su hegemonía geopolítica.
Una vertiente importante en el cambio de las preferencias políticas en los países centrales es la reducción de obreros industriales, otrora ocupación típica del trabajador asalariado. La experiencia colectiva que representa trabajar en una fábrica ayuda a la formación de la consciencia de clase en la lucha por el salario, las condiciones de trabajo y los beneficios sociales. Esa consciencia de clase llevaba a los obreros industriales a apoyar sus expresiones políticas, que en Europa fueron el socialismo y el comunismo. En su lugar crece un sub-proletariado que vive rotando entre trabajos asalariados o de cuenta propia en servicios de baja productividad e ingresos y la desocupación abierta. Allí se producen espacios de competencia con los trabajadores inmigrantes, pero estos no son el origen de las menores oportunidades de buenos salarios. En los países periféricos, la situación social es mucho más complicada por procesos truncos de industrialización, menores salarios, menor cobertura social y mayor informalidad.
La otra vertiente es ideológica. Los ideales de igualdad implosionaron con la disolución de la experiencia soviética. La URSS crecía más rápido que Estados Unidos a la salida de la Segunda Guerra y hasta inicios de los ‘70. La sola existencia de la Unión Soviética refrenó la codicia de los capitalistas, que concedieron mejoras a los trabajadores europeos para que no abracen el comunismo. Luego se produjo un frenado del crecimiento soviético en tiempos de paz. Los grandes presupuestos militares y contradicciones propias de la ausencia de mecanismos de mercado fueron llevando al estancamiento. El socialismo de la Unión Soviética en sus décadas finales no atraía a trabajadores propios ni europeos. La disolución de la Unión Soviética dejó sin ideales en los que creer a las masas de trabajadores. La última revolución socialista triunfante fue Vietnam en 1975. Luego de 1991 desapareció la palabra revolución de la imaginación política de la izquierda y los movimientos populares.
Sin las masas obreras de otrora y sin una ideología de cambio que las guíe, hasta el concepto de clases en pugna se fue borrando. La mayoría de las poblaciones en los países centrales, concentradas en ocupaciones de servicios, se considera clase media. Una reciente encuesta de Gallup indica la autopercepción de los ciudadanos norteamericanos: clase alta, 2%; clase media alta, 15%; clase media, 39%; clase trabajadora, 31%, y clase baja, 12%.
Centro y Periferias
Para muchos, la reducción de obreros industriales es una “tendencia mundial”. No es así, ya que la caída en los países centrales y en varios países periféricos está compensada por su aumento acelerado en los países asiáticos, en especial en China y últimamente India. La producción industrial china es superior a la de Estados Unidos, Japón y Alemania sumados. El fin del proletariado y otros títulos europeos que nos han acompañado por años son el resultado de una fijación eurocéntrica de intelectuales del viejo continente que poco se compadecen con la realidad.
En 1976, en la Argentina, la dictadura abortó el proceso de industrialización por sustitución de importaciones (ISI) que había comenzado más de cuarenta años antes. Hace décadas que nuestra producción industrial y su ocupación han encontrado un límite de expansión auto-sostenible, mucho antes de haber logrado una industrialización avanzada y desarrollar amplios sectores competitivos, capaces de expandir su exportación y/o soportar competencia externa. Al proceso desintegrador de la industria de la última dictadura se le sumaron los retrocesos durante el menemismo, el gobierno de Mauricio Macri y lo que va del de Javier Milei, con intentos de reversión frustrados bajo Raúl Alfonsín y Alberto Fernández, e incompleto durante la recuperación industrial de Néstor Kirchner y Cristina Fernández.
Cuando decimos desintegrador no indicamos necesariamente desaparición de sectores industriales, sino reducción de las partes nacionales en los productos finales, como es el caso paradigmático de la industria automotriz, que durante la etapa ISI había llegado a cerca del 90% de integración nacional en algunos modelos (Falcon, Peugeot 504). Desde el Mercosur oscila entre el 20% y el 30%.
La apertura comercial y financiera nunca revertida, con reiterados momentos de atraso cambiario, contribuyeron a ese lento proceso de desintegración nacional de partes y componentes en la mayoría de los sectores industriales. Además de muchos bienes de capital complejos que no se producen, hay partes y componentes imposibles de fabricar en el país, en especial la creciente participación de la microelectrónica en todos los campos. Se importan productos finales, partes y componentes que antes se producían en el país, no porque no los podamos fabricar, sino porque son más baratos. De allí la importancia del tipo de cambio real. Todas esas partes desintegradas fueron cierres de industrias nacionales, muchas de ellas pymes, como las autopartistas y tantas otras. La mayoría de los grandes combina fabricación e importación.
Los hijos de esos obreros industriales alimentan la gran masa de población en servicios o producción de baja productividad, como asalariados o cuenta propia, o como desocupados cuando la economía entra en sus reiteradas crisis de falta de divisas como ahora. Al momento actual, los trabajadores informales alcanzan al 50% de los ocupados, con porcentajes nada despreciables de salarios y facturación en negro dentro de sectores registrados. Al igual que ocurre en los países del centro, la caída de la ocupación industrial ha tenido efectos deletéreos sobre nuestra realidad política. Se ha debilitado la consciencia de pertenencia a la clase trabajadora por la fuerte reducción de experiencia de trabajo colectivo en fábricas.
En la parte inferior del infierno laboral argentino están los que nunca obtuvieron un trabajo formal. Son trabajadores con bajo nivel educativo, que oscilan entre trabajos de cuenta propia de subsistencia, asalariados en negro de pymes mayoritariamente de servicios, con largos períodos de desocupación o salida del mercado laboral, dependiendo de ayudas estatales para subsistir, con recaídas en la droga y con infinidad de familias rotas. Todo aquello que resta para el desarrollo de la conciencia social y política.
El apoyo a Milei no vino sólo del sector informal, aunque allí haya sido más importante que en los demás. Su voto se nutrió de todos los sectores y fue mucho más relevante en el interior del país, cansados de los feudales de la política de todos los partidos. El ascenso de Milei tiene muchos componentes, no es mono-causal, aunque se mencione reiteradamente el uso inteligente de las redes, los ejércitos de trolls y el apoyo de la prensa hegemónica, la “batalla cultural perdida”.
Somos de la idea de que el adversario siempre actúa con todas sus armas pero triunfa cuando flaquean nuestras defensas. La hegemonía cultural de la derecha gorila no melló el triunfo de Perón en 1973, luego de 18 años de exilio y represión de militancia y de medios. Tampoco la permanente ofensiva de Clarín y los demás medios impidió el rotundo triunfo de Cristina en 2011. Sin desestimar las campañas que llegan por las redes sociales, perdimos las elecciones por la alta inflación que no supimos frenar a tiempo, produciendo bronca, angustia y caos en la vida de la mayoría de la población.
A pesar del júbilo de Milei ante el avance de la ultra-derecha europea, estos no proponen políticas libertarias anti estatales. Tanto los ultras europeos como aquí los libertarios crecieron por las distintas consecuencias de la reducción de la clase obrera industrial y el consiguiente retroceso de la consciencia política. Pero los ultra-derechistas europeos, siendo muy reaccionarios en otros campos, son nacionalistas y defensores del Estado y del trabajo nacional —un populismo de derecha—, mientras que Milei desborda un cipayismo sin límites, se ufana de ser el destructor del Estado y desprecia a los trabajadores en cualquiera de sus expresiones. No es Milei un representante de la ultra-derecha europea, sino de una pesadilla que llegó al gobierno como plan B de los grandes capitales internacionales y sus socios y mandaderos locales.
Al margen de sus diferencias formales, en un tema esencial Milei se parece al socialdemócrata Scholz y al liberal Macron: los tres se arrodillan ante la hegemonía estadounidense. El alemán ni chistó cuando Estados Unidos le voló el gasoducto Nord Stream 2, y el francés está jugando con fuego al azuzar la intervención directa de fuerzas de la OTAN en Ucrania.
Al momento actual se está jugando el futuro argentino con el dilatado proceso de aprobación de la ley Bases y su cría, el nefasto RIGI, verdadero estatuto del coloniaje. La entrega que supone esta ley es más parecida a la renuncia de soberanía de conservadores, liberales y socialdemócratas europeos. La ultra-derecha europea practica un nacionalismo agresivo —heredero de pasados imperiales— y se dirige contra el inmigrante antes que sacudirse el yugo estadounidense. Milei es solo la agresividad del cipayo contra la defensa de la soberanía. La pérdida de soberanía impulsada por el “guarango” Milei se sella con el aporte de los “civilizados” del PRO y los retazos de partidos liberales otrora patriotas. No importan los estilos, sino la defensa o la entrega de la soberanía nacional.
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