Que el paisaje es un estado de ánimo ya lo susurraba Baudelaire, hasta que llegó otro con mas frialdad para decir que el punto de vista crea el objeto. Que no es lo mismo pero es igual y entonces al mal tiempo buena cara o, viceversa, las menos de las veces, al buen tiempo mala cara, gracias a la generosidad de la lengua castellana y el talante de quien emprenda la locución. La mejor onda tiene Sara, esposa, madre y argentina que declina de las comodidades urbanas y zarpa a una perdida locación surera donde el viento acecha en forma incesante, arrastrando una polvareda roja que se entromete en todo recoveco animal, vegetal y mineral junto con víboras, arañas y alacranes.
Así es la vida en el obrador de una futura represa enclavada en la planicie menos amigable de una Patagonia agreste a mediados de la década del '70. Para nada turística, lejos de los glaciares, los lagos cristalinos, los bosques bucólicos y pueblitos románticos. Un campamento con casas prefabricadas de madera, pintadas para los funcionarios, sin siquiera pintar para los trabajadores, dotada de una sola proveduría, democrática por ausencia de opciones. Se trata de la Maldita Patagonia pincelada mediante frases cortas por María Laura Amuchástegui, en una novela desenvuelta a ritmo cardíaco donde todos padecen por igual en una repartija poco equitativa de vicisitudes y desgracias. El buen humor no siempre es necesario ni suficiente a fin de soportar el vendaval constante en el que se van perfilando tanto individualidades como así las diversas franjas sociales. Por un lado los funcionarios y técnicos, por otro los operarios especializados, luego los mapuches que siempre estuvieron ahí y padecen la invasión blanca; también obreros bolivianos y migrantes internos, el último orejón del tarro, condenados a habitar un mundo paralelo y subterráneo, sin metáfora. Sin contar los desterrados, los bizarros, los misteriosos.
La protagonista relata en primera persona, obligada a recordarse a sí misma quién es: “Estoy aquí. Soy Sara”, como para no olvidarse. Tiene allí a sus dos niños de pañales y alrededor del lugar, simbólico y geográfico, que le toca experimentar, va hilando una trama que se desplaza de adentro hacia afuera: “Cuando vi a una mujer hacerle mimos a Luk, me di cuenta que se puede mimar a los hijos. Después, de más grandes, les confesé que yo había aprendido a quererlos, a irlos queriendo. Sin embargo siempre los defendí de las culpas que el padre quería cargarles. En fin, el tire y afloje debe ser uno de los tantos misterios de las relaciones”. El padre es Andrés, un machirulo de aquéllos que aprovecha la oportunidad económica y que por eso todos le deben. Luk es el diablillo mayor, ambulatorio incansable en la edad en que no hay que perderlo de vista, tarea entre difícil e imposible. Clara es la bebé que cumple su oficio: “…inició su lloriqueo y continuamos con la clase, con ella en mi falda. Quiere estar siempre en contacto físico con alguien, esta chica. Qué porvenir”. Porque la madre se las arregla para enseñarle las primeras letras a un mapuche eximio dibujante, artilugio con el que procura combatir la monotonía e integrarse en esa mini sociedad que cada tanto le corresponde, no siempre.
Rara mezcla de chamán vernáculo, vivillo danzarín, oráculo hiperkinético, filósofo a trasmano y garronero profesional, Pachako llega con el viento, del que desciende: “Usted ha llegado a una encrucijada en su vida: o le cree al médico o me cree a mí. Y a los que apoyan mi información, que son mayoría. Además, a toda mi creatividad le reservo para el baile, no ando inventando noticias”. Personaje entrañable, sirve de lazo entre las clases, los individuos y las cosas humanas o no, muertas o vivas, que le hablan. Opuesto a Coco, el preadolescente agrandado, bibliófilo pedante que se integra a la vida de Sara a través de las letras, como el anterior mediante el sarcasmo.
Una comunidad en pasiva efervescencia se desplaza en el tiempo, cada cual a su modo, a bordo de un destino al que no le escapan ni los canes domésticos, que de tiernos pichichos van haciéndose del lugar, cimarrones, hasta hurgar por huesos en las tumbas sagradas de los indígenas y tornarse temibles. Sara encara el panorama con un humor constante al modo del arma con la que ataca esa sordidez encerrada en la resignación de la paciencia. “Pepe (sonríe con dulzura): —¡Qué va! Si somos del mismo palo. Yo sé que usted ayuda a su modo. ¡Venga un abrazo! (Se abrazan en medio de la nada, aunque el viento los incline un poco)”. Amuchástegui, cordobesa ella, hace un culto de la palabra humorística a la que cultiva, estudia y difunde desde bastante antes de Maldita Patagonia. En 1994 había ya recopilado Chistes Cordobeses y la impronta se privilegia en sus producciones posteriores; las microficciones de Lenguas de Fuego (1997) y otra novela, Diario de la noche (2004). Con similar soltura, a la narración coloquial intercala ahora el recurso de la teatralización, que se intensifica hacia las postrimerías de la trama, otorgando un ritmo ascendiente que contrasta a la vez que equilibra la opresión de los acontecimientos. Novela subjuntiva, retrata una Patagonia que sigue siendo hostil e indómita, como Sara y su prole, como el lenguaje en el que habitan.
FICHA TÉCNICA
Maldita Patagonia
María Laura Amuchástegui
Buenos Aires, 2018
246 págs.
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