EXPLORACIÓN SENSUAL

El Premio Nobel Yasunari Kawabata construye una historia de erotismo y tradición

 

“El rojo sol parecía derramarse sobre las ramas. La arboleda se recortaba oscura. El sol derramándose por las ramas se introdujo en sus ojos cansados. Los cerró. Las grullas blancas del pañuelo de la joven Inamura volaron en el sol de la tarde, que todavía estaba en sus ojos”.

Cada frase se zambulle, subsumiéndose en la siguiente. Anticipa y relanza tanto el fulgor de las imágenes como las sensaciones en el cuerpo. Conserva y supera la anterior hasta confluir todos sus elementos sobre una entidad con el poder de síntesis que sólo esa amalgama de la palabra y lo escópico —lo visual— logran. Qué forma de ser encandilado.

Oficio, talento, inspiración, como sea: prolifera el afán por la palabra justa. Así el delicado arte del Premio Nobel 1968 Yasunari Kawabata (Osaka, 1899-1972) que retorna a las librerías con las ciento cuarenta páginas de Mil grullas (Sembazuru), novela cuyo primer episodio data de 1949, terminada en 1951. Exploración pertinaz de la belleza allí donde se la encuentre, exponente central de la Escuela de las Sensibilidades, guionista, mentor de otro extraordinario clásico japonés,Yukio Mishima (Tokio, 1925-1970), trabaja en su obra un inagotable campo semántico entre la emoción estética, el fin de la vida y el erotismo. La reconocida cultora de la cultura japonesa, la argentina Amalia Sato, en el prólogo de esta edición da cuenta de ello: “Su vida se había iniciado con una presencia de muerte que solo ‘el inútil esfuerzo’, sobre el que permanentemente vuelve, podía mitigar en parte: inútil esfuerzo por acceder a la belleza, a los conocimientos de un Occidente trasvasado, inútil esfuerzo de la escritura”. La literatura cobra forma a partir de tamaño encuentro con lo bello.

 

El autor, Yasunari Kawabata.

 

El escenario articulador de Mil grullas —informa Sato— resulta del rito tradicional japonés instalado a partir del siglo XIII a fin de pacificar a los guerreros: la ceremonia del té. Sin ser en momento alguno explícitos, los sentidos provienen de los “objetos fantasmas”. Las grullas de un pañuelo evocan longevidad, los tazones ceremoniales portan tradición secular —trescientos o cuatrocientos años— y el paso de las generaciones, la jarra instala la ofrenda floral fúnebre, los recipientes negro y rojo el encuentro entre la mujer y el hombre. La narración entonces deja de requerir de la secuencia dramática para permitirse circular al son de los pensamientos, a resultas de lo cual la prosa se agiliza libremente en el asombro.

La trama pendula sobre Kikuji, joven de unos 25 años, apuesto, huérfano, de clase media, soltero, en tiempos en que los adultos recuerdan los horrores de los bombardeos durante la Segunda Guerra Mundial. En su vida se entromete la señora Chikako, celebrante experta de la ceremonia del té, suerte de ama de llaves, marcada por una pilosa mancha de nacimiento “grande como la palma de una mano, le cubría la mitad del pecho izquierdo y se deslizaba entre ambos pechos”. En algún momento amante del difunto padre de Kikuji, ejerce sobre el muchacho una superposición atractiva y repugnante a la vez. En las escenas iniciales parece postularse como casamentera, a sabiendas que el fluir erótico podría dirigirse hacia una niña de visita, o hacia ella misma.

Contraste o complemento de la anterior, la señora Ota aparece tímida, avergonzada, alicaída a sus cuarenta y cinco años, acaso por la viudez aunque fundamentalmente por ciertos resabios que le dejó, también, su amantazgo con el padre de Kikuji. Persiste en su cuerpo un aire lozano en el cuello hasta la redondez de los hombros, zona erógena para el muchacho y, en general, para la estética que rige los usos nipones de seducción. No obstante, el principal atributo de la dama es Fumiko Inmura, la hija veinteañera, portadora del significativo pañuelo del millar de grullas.

 

 

Se establece entonces un circuito de diálogos, rubores y miradas donde, sin nada manifiesto, se delatan los revoltijos sexuales de Kikuji con las dos señoras que años atrás habían gozado de los plácemes de su mismísimo progenitor. Ni incesto ni adulterio, aunque no sin ese tufillo aromatizando el presente de inercia retroactiva, entre naif y perverso, el relato avanza apresando al protagonista entre la picardía de la maestra del té, la entrega de la señora melancólica y la vacilación de la bella niña. Sábanas, corazones y estómagos en revoltijo, sacuden al joven galán: “Hoy era como si por primera vez alguien estuviera cálidamente a su lado y él se dejaba arrastrar de buena gana. Hasta entonces no había visto cómo podía acompañar la oleada femenina. Al entregar su cuerpo a esa ola, sintió incluso una satisfacción que era como adormecerse en la victoria, el conquistador a quien un esclavo le lava los pies”.

Cuando la infatuación hace bajar la guardia, cunde la alarma. Kawabata se abstiene de una vulgaridad como registrar la caída y, en su lugar, sugiere imágenes de desmoronamiento lateral, imperceptible, con Kikuji amagando recomponerse trepado a las sensaciones: “La extraña suspicacia de sus ojos se transformó para él en algo deslumbrante”. Siempre insuficiente en ese conglomerado familiar de amantes, el autor evade adrede la clausura de la historia: “Sintió que estaba envuelto en una cortina oscura, mugrienta y sofocante”. Los hados japoneses entran en acción, aún en conciencia del principio de realidad. Contados con sutil excelencia, de todos modos los sucesos resultan muy fuertes: “Por cierto el corazón de uno podía trasladarse de la madre a la hija, pero si, aún embriagado por el abrazo de la madre, él no había percibido que estaba siendo transferido a la hija, ¿no había sido, de hecho, presa de un hechizo?”

Al promediar, en Mil grullas va adquiriendo relevancia una operación de inversión de términos donde mujeres y hombres retroceden del proscenio literario, ocupado entonces en derecho propio por los recipientes de porcelana y cerámica que acompañan ceremoniales y vida cotidiana. En buena medida, los seres humanos se disponen al servicio de los objetos, puesto que la fugaz vida humana resulta una pequeña, insignificante parte de una varias veces centenaria taza de té. Yasunari Kawabata sirve y convida al lector a saborear delicias seculares dentro de una tradición cuyo secreto para mantener semejante vigencia es actualizarse, conservándola. No como otros.

 

 

FICHA TÉCNICA

Mil grullas

Yasunari Kawabata

Traducción de María Martoccia

Prólogo de Amalia Sato

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Buenos Aires 2024

144 páginas

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