Obsesionados con Gramsci
La política exterior y de defensa libertaria en tiempos no hegemónicos
El gobierno liberal-libertario que conduce Javier Gerardo Milei tiene una obsesión con el pensador italiano Antonio Gramsci (1891-1937). El propio Presidente ha señalado con encono, casi frustrado, que el “liberalismo, siendo superior en todos los aspectos al socialismo, sin embargo, perdió la batalla cultural”. De allí concluye que “ganó Gramsci”.
Esta rudimentaria lectura, expresada de modo espasmódico por Milei, se funda en los consejos mucho más articulados de su intelectual de cabecera, el joven reaccionario Agustín Laje Arrigoni, referente de la autodenominada nueva derecha argentina y presidente de la Fundación Libre, un think tank ultraconservador en donde convergen miradas homofóbicas, racistas y xenófobas. En su trabajo La batalla cultural (2022), Laje Arrigoni se revela –aunque no lo pueda admitir públicamente– como un verdadero admirador de la obra de Gramsci. En efecto, su argumento central –que, en definitiva, es el eje estructurante de la estrategia del gobierno de Milei– es que la nueva derecha debe presentarle a la izquierda una batalla cultural por la hegemonía. En definitiva, un Presidente que en apariencia suele menospreciar todo aquello que no tenga que ver con la macroeconomía, en lo sustancial ubica a la dimensión cultural como un elemento clave de sus políticas.
El periodista Rodrigo Lloret, al reseñar los contenidos centrales del libro de Laje Arrigoni, señala que el joven –que además de formarse en teoría política es egresado del curso de contraterrorismo del William Perry Center del Centro de Estudios Hemisféricos de la Defensa de Washington– “se esfuerza en ese libro en advertir que ‘la cultura parece ser un tema de las izquierdas’, para luego enfatizar que el reto de la derecha es, precisamente, confrontar con esa hipótesis. En ese marco, advierte que si en la izquierda se ‘impulsan estrategias hegemónicas’ que reivindican a filósofos como Antonio Gramsci, a escuelas como la de Fráncfort, a la microfísica del poder con Michel Foucault y a los ‘favores teóricos de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe’, es necesario que la derecha replique esa estrategia para poder lograr un triunfo ideológico en ese mismo terreno en el cual la izquierda se sentía invulnerable. ‘Lo que pretendo, en resumen, es ofrecer una teoría sobre la batalla cultural, y mostrar por qué la cultura se ha vuelto central para la política. Mi interés teórico no está al servicio de la mera teoría, sino de una práctica política que sirva a las derechas en general, y a lo que al final de este estudio llamo ‘Nueva Derecha’ en particular”. Nada nuevo bajo el sol. La novel (extrema) derecha se inspira, gramscianamente, en la vieja izquierda y procura llevar adelante un proceso de contra-hegemonía cultural.
Robert W. Cox, notable académico de las modernas Relaciones Internacionales, fue uno de los tantos intelectuales que emplearon el herramental gramsciano para interpretar el funcionamiento de las sociedades. Su trabajo de las décadas de 1970 y 1980 postulaba, a diferencia de los enfoques sistémicos predominantes en el campo disciplinar en ese momento, que los cambios a nivel global debían rastrearse en transformaciones que ocurrían previamente en el ámbito interno de las naciones. En el camino que lo llevaba a sus planteos centrales sobre el orden mundial, Cox revisaba algunas de las categorías clave del pensamiento gramsciano, en particular la de “hegemonía”.
En su clásico Gramsci, Hegemonía y Relaciones Internacionales (1983), el autor sostiene que existen dos avenidas principales que llevan a la idea gramsciana de hegemonía. La primera se origina en los debates de la Tercera Internacional (la Internacional Comunista de 1919) concernientes a la estrategia de la Revolución Bolchevique y a la creación de un Estado soviético socialista, mientras que la segunda nace en los escritos de Maquiavelo. En cuanto al primer ramal, Cox recuerda que algunos expertos han procurado contrastar el pensamiento gramsciano con el de Lenin, alineando a Gramsci con la idea de hegemonía del proletariado y a Lenin con la noción de dictadura del proletariado.
En cualquier caso, la originalidad de Gramsci –advierte Cox– radica en su habilidad para dar una vuelta de tuerca al primer ramal. Es decir, el filósofo italiano comenzó a aplicar la noción de hegemonía a la clase burguesa, enfocándose en los aparatos o mecanismos de hegemonía de los sectores dominantes. Ello le permitió distinguir aquellas situaciones en que los burgueses habían obtenido una posición hegemónica de liderazgo sobre otras clases o fracciones de clase, de aquellas circunstancias históricas en que no lo habían logrado. En lo que Gramsci definía como el “norte de Europa”, es decir, en aquellos países donde el capitalismo se había establecido tempranamente por haber atravesado exitosas revoluciones liberales, la hegemonía burguesa era más completa. En palabras de Cox: “Ello requería necesariamente hacer concesiones a las clases subordinadas a cambio del liderazgo burgués, concesiones que podían llevar finalmente a formas de socialdemocracia que preservan el capitalismo haciéndolo más aceptable para trabajadores y pequeña burguesía. Debido a que su hegemonía estaba firmemente arraigada en la sociedad civil, la burguesía a menudo no necesitaba dirigir el Estado por sí misma”.
Esta conceptualización de la hegemonía condujo a Gramsci a adoptar una definición ampliada del Estado, o lo que algunos han definido como el “complejo Estado/sociedad-civil”. En otras palabras, el Estado no se limitaba al aparato gubernativo (administrativo, coercitivo, etc.) sino que debía comprender “a la iglesia, al sistema de educación, a la prensa, y a todas aquellas instituciones que ayudaban a crear en las personas ciertos patrones de comportamiento y de expectativas consistentes con el orden social hegemónico”. Es aquí en donde radica la paradojal apreciación de Laje Arrigoni –reproducida por Milei– acerca de que el socialismo, que según esta mirada fracasó en todos los órdenes de la vida, triunfó en el plano cultural. De allí la necesidad de dar la batalla por un nuevo “sentido común” –el concepto también es gramsciano– en el terreno de la sociedad civil.
Por citar sólo dos ejemplos que remiten al actual gobierno, podemos mencionar los esfuerzos del propio Milei en el campo educativo, con un discurso adoctrinador (pronunciado en el Instituto Cardenal Copello de Villa Devoto, en donde hizo la escuela secundaria) en contra del “adoctrinamiento en los colegios”; o los ingentes esfuerzos del periodista Pablo Rossi en el prime time de la pantalla de LN+ buscando hacer inteligibles –con escasísimo rigor conceptual– los conceptos del propio Gramsci. El primer mandatario buscó transmitir sus saberes esclarecedores a un estudiante que lo consultó respecto de su triunfo en la franja etaria de los jóvenes. Se despachó sosteniendo: “Lo políticamente correcto es socialista. Y hay mucha gente que es socialista sin saberlo. Por eso me paré en el Foro de Davos y les dije que eran todos unos ‘zurditos’”. Rossi, por su parte, editorializando hasta las lágrimas, sostuvo que “el Presidente es un teórico que se ha puesto la mochila de enfrentar el problema más pragmático y más realista que tenemos los argentinos que es el de la inflación (…) por eso está dispuesto a dar una batalla cultural, casi una guerra cultural, contra la arquitectura gramsciana que puso el kirchnerismo en funcionamiento”.
Ahora bien, Robert W. Cox no circunscribe el concepto gramsciano de hegemonía al orden nacional, sino que lo emplea para dar cuenta de la complejidad de los órdenes mundiales. De este modo, así como en el plano doméstico existían sociedades hegemónicas (aquellas en las que un sector social lograba la aquiescencia de los sectores subalternos y alcanzaba a conformar lo que Gramsci denominaba un “bloque histórico”), también existen órdenes mundiales hegemónicos. En palabras del académico canadiense, estos últimos dan cuenta de “un orden dentro de una economía mundial con un modo de producción dominante que penetra en todos los países y se enlaza dentro de otros modos de producción subordinados. Es también un complejo de relaciones sociales internacionales que conectan a las clases sociales de diferentes países”. Para Cox, los órdenes mundiales hegemónicos –cuando han tenido lugar– se han caracterizado por reglas del juego compartidas entre centro y periferia, expansión del libre comercio, retracción de los dilemas de seguridad y relativa estabilidad de los balances estratégico-militares.
Por el contrario, los órdenes mundiales no hegemónicos se corresponden con la lógica predominante en las sociedades nacionales no hegemónicas, es decir aquellas en que ningún sector social ha logrado enhebrar –combinando las dosis necesarias de coerción y consenso– un liderazgo sobre los sectores sociales subalternos. En éstas, precisa Cox, “la nueva burguesía industrial falló en obtener la hegemonía. El resultado fue lo que Gramsci denominó como revolución pasiva, donde las clases sociales tradicionalmente dominantes introdujeron cambios que no involucraron ningún despertar de las fuerzas populares”. Los típicos acompañamientos de la revolución pasiva en el análisis gramsciano son el cesarismo [1] y el transformismo [2]. Los órdenes mundiales no hegemónicos son la réplica, a nivel global, de este tipo de situación nacional en donde predominan la carencia de liderazgo y la no conformación de un “bloque histórico”. Sus rasgos centrales, en la mirada de Cox, son la puesta en entredicho de las reglas del juego del sistema mundial, el avance del proteccionismo, las guerras comerciales y la desestabilización de los balances estratégico-militares, con la posibilidad del estallido de guerras localizadas o de alcance mundial.
En su trabajo de principios de la década de 1980, Cox identifica en el transcurso de los siglos XIX y XX dos órdenes hegemónicos (la Pax Britannica de 1845-1875 [3] y la Pax Americana de 1945-1965 [4]) y un extenso interregno no hegemónico (1875-1945) [5], al tiempo que se dedica a especular sobre el eventual derrotero del periodo iniciado en la segunda mitad de los ’60 [6]. Partiendo de las premisas del autor neogramsciano, la pregunta que nos podríamos formular es si actualmente nos encontramos atravesando una nueva situación “no hegemónica”, tras un breve momento hegemónico durante la década de 1990.
La respuesta a este interrogante la despejan los propios organismos de defensa e inteligencia estadounidenses, los que –desde luego– no recurren a las categorías gramscianas de Cox para reflejar el actual “orden no hegemónico” a nivel mundial. El Consejo Nacional de Inteligencia (CNI) advertía en 2017, en su informe Global Trends 2035 –un insumo clave para los Departamentos de Estado y de Defensa– que “en los próximos cinco años se verán crecientes tensiones entre países. El crecimiento global se desacelerará (…) El panorama global emergente está poniendo fin a la era de dominación estadounidense después de la Guerra Fría. También el orden internacional basado en reglas que emergió después de la Segunda Guerra Mundial está llegando a su fin (…) Los jugadores clave con poder de veto amenazarán con bloquear la colaboración a cada paso (…) Una confianza excesiva en que la fuerza material puede controlar la intensificación aumentará los riesgos de conflictos interestatales a niveles no vistos desde la Guerra Fría”. El conflicto entre Rusia y Ucrania, desatado en febrero de 2022, le ha dado la razón a los analistas de inteligencia que hacen prospectiva en Washington.
Por su parte, la Estrategia de Defensa Nacional (2018) elaborada por el Pentágono afirmaba: “Enfrentamos un creciente desorden global, caracterizado por la declinación de las reglas tradicionales del orden internacional, lo que ha generado un ambiente de seguridad más complejo y volátil que cualquiera del que tengamos memoria en los últimos tiempos. La competencia estratégica interestatal, no el terrorismo, es ahora la principal preocupación de seguridad nacional de los Estados Unidos”.
Según se aprecia, el escenario mundial se ha tornado más pugnante, por lo que la continuidad de guerras comerciales y conflictos interestatales en el futuro –por ejemplo, por el acceso a recursos naturales– no deberían ser descartados. América Latina, además, se ha convertido en un ámbito de disputa de intereses entre potencias globales, cuestión que debe ser adecuadamente ponderada en nuestro planeamiento defensivo-militar.
A ello debe sumarse la existencia del enclave colonial en las Islas Malvinas, con la significativa dotación militar británica desplegada allí. Esta situación debería ser contemplada en cualquier cálculo de seguridad internacional y defensa por parte del gobierno nacional, dada su importancia estratégica en materia de proyección atlántica y antártica. Desde luego, no se trata de pensar soluciones militares para estos escenarios, sino de disponer de una fuerza razonable –no sujeta a los vetos de la OTAN– con capacidad para tener presencia en territorios que, en el futuro, podrían ser ámbitos de disputa con las grandes potencias.
Un escenario global con las características descritas implica importantes desafíos para la política exterior y de defensa de un Estado mediano como la Argentina. El principal reto en un contexto de fragmentación, fluctuación e inestabilidad –es decir, en un “orden no hegemónico” en los términos de Cox– consiste en encontrar un balance provechoso entre la cooperación mutuamente beneficiosa con los actores globales que controlan el acceso a recursos; y la capacidad de definir y proteger autónomamente los intereses del país. Se trata, en definitiva, de trazar un “relacionamiento estratégico” que combine dosis adecuadas de oposición y colaboración en las relaciones con los Estados Unidos y la República Popular China, dependiendo del tema de agenda que sea objeto de discusión.
Naturalmente, el gobierno de Milei ha demostrado una incapacidad absoluta para abordar con sofisticación e inteligencia los matices de este escenario global. Ni siquiera las agencias centrales del Estado que abordan las problemáticas ligadas a la dimensión externa –inteligencia, relaciones exteriores, defensa, seguridad– son capaces de internalizar las apreciaciones estratégicas de las propias agencias estadounidenses. Por supuesto, no pensemos en la herejía que supondría leer con capacidad crítica a un neogramsciano como Cox. El anuncio presidencial del establecimiento de una “nueva doctrina de política exterior” –a la que hemos denominado de “occidentalización dogmática”– reúne todos los elementos que hacen imposible una sofisticada, ponderada y prudente política exterior.
La semana que se inició con los ataques de Irán a Israel y la interrupción abrupta del viaje del Presidente Milei a Copenhague ha sido fecunda en materia de sobreactuación externa. El maniqueísmo, la sobrecarga ideológica, el antirrealismo y la imprudencia han estado a la orden del día. En este sentido, cabe mencionar:
- a) la presencia del embajador israelí en la Casa Rosada en simultáneo con la reunión del Comité de Crisis apurado por el gobierno para evaluar el curso del conflicto en Medio Oriente;
- b) la foto de “Top Gun” en Dinamarca al firmar el convenio para la adquisición de 24 aeronaves F-16 junto a sus jefes militares;
- c) la reunión en Bruselas del propio ministro de Defensa, Luis Petri, con Mircea Geoana, número 2 de la OTAN, para solicitar el ingreso de la Argentina como “socio global” a esa alianza militar que apoyó a Gran Bretaña en la guerra del Atlántico Sur en 1982; y
- d) el enésimo papelón internacional de la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, quien aseguró en un reportaje que existe presencia de agentes terroristas iraníes en Bolivia y en el norte de Chile, tras lo cual el gobierno argentino debió salir a pedir disculpas, toda una rareza en una administración que ha hecho del insulto un leit motiv de su política exterior.
Así las cosas, no estaría para nada mal que el Presidente Milei organizara unas jornadas de pensamiento gramsciano a cargo de su intelectual de cabecera, Agustín Laje Arrigoni. A esos ejercicios de desbrozamiento conceptual podrían asistir sus ministros de Relaciones Exteriores, Defensa, Seguridad, y tal vez también el titular de la Agencia Federal de Inteligencia (AFI). Por supuesto, también deberían asistir, aunque a regañadientes –dado el revulsivo tópico de discusión–, los militares en actividad y en situación de retiro que actualmente llenan las estructuras burocráticas del Estado. El capítulo externo de las jornadas podría dedicarse al notable Robert W. Cox, de modo tal de poder conectar las categorías que –en su afán de guerra cultural– deslumbran a Laje Arrigoni con los conceptos gramscianos que contribuyen a interpretar el orden mundial. Probablemente, el efecto paradojal de semejante osadía sería descubrir que neogramscianos y agencias estratégicas estadounidenses convergen en una caracterización “no hegemónica” del orden mundial.
El peor negocio en un mundo con estas características es el alineamiento dogmático. Milei y sus colaboradores no la ven. Esperemos que el precio de una política exterior imprudente –en términos de Maquiavelo y Morgenthau– no resulte demasiado alto para nuestro país. La década de 1990 es un buen punto de referencia para dimensionar los costos que puede acarrear la sobreactuación externa.
* El autor es doctor en Ciencias Sociales (UBA). Profesor de Relaciones Internacionales (UBA, UTDT, UNDEF, UNQ, UNSAM).
[1] El cesarismo expresa una solución arbitraria y cargada de discrecionalidad, delegada a una gran personalidad, en el marco de una situación histórico-política caracterizada por un equilibrio de fuerzas de perspectiva catastrófica.
[2] El transformismo es una estrategia tendiente a evitar la formación de un movimiento obrero organizado, a través de la cooptación y neutralización de sus ideas y líderes dentro de una coalición gobernante.
[3] Allí destaca una economía mundial con Inglaterra en el centro y gobernando los mares, un balance de poder relativamente estable en Europa, y países periféricos que obedecían las reglas de mercado fijadas por Londres.
[4] Se trata de un período en el que los Estados Unidos fundaron un nuevo orden mundial hegemónico, de características similares a la estructura básica dominada por Inglaterra en el siglo XIX, pero con crecientes instituciones y doctrinas ajustadas a una economía mundial más compleja.
[5] Otros países desafiaron la supremacía británica, el balance de poder europeo se desestabilizó llevando a dos guerras mundiales, el libre comercio se convirtió en proteccionismo y la economía mundial se fragmentó en bloques económicos.
[6] Cox avizoraba en su texto una de las siguientes tres situaciones posibles:
-
una reconstrucción de la hegemonía (en cabeza de la tríada Estados Unidos-Europa-Japón);
-
un aumento de la fragmentación en la economía mundial alrededor de grandes poderes centrales de esferas económicas; y
-
la posibilidad (aunque con escasísimas chances) de una contrahegemonía en el tercer mundo.
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