Shakespeare y la motosierra
El desafío de arrasar con el derecho de las mayorías al ocio y la cultura
En 2021, la plataforma HBO Max estrenó Estación Once (Station Eleven), una serie de diez capítulos creada por Patrick Somerville junto a un gran equipo de guionistas y directores, entre los que se destaca Hiro Murai, quien dirigió algunos capítulos de la recomendable serie Atlanta, así como This Is America, explosivo video de Childish Gambino.
Adaptación de la novela homónima de Emily St. John Mandel, publicada en 2014, debe su título a un cómic creado por una de las protagonistas poco antes de que una pandemia de gripe diezme a la población mundial. El virus acaba con las grandes ciudades, con internet, con los celulares, es decir con la civilización tal como se conocía hasta ese momento. Con buen tino, la historia elude los lugares comunes del género apocalíptico, los horrores subrayados o la grandilocuencia de líderes mesiánicos.
La serie empieza en un teatro de Chicago, con una tragedia doble: Arthur Leander (Gael García Bernal), una estrella del cine, muere en el escenario representando al Rey Lear. Será una de las primeras víctimas de un virus que genera un pánico masivo. Un espectador, Jeevan Chaudhary (interpretado por Himesh Patel), se hará cargo de Kirsten Raymonde (interpretada por Matilda Lawler), actriz de ocho años que participa de la obra, y le salvará la vida en medio del caos. Veinte años más tarde, Kirsten se transformará en una de las líderes de Sinfonía Viajera, una compañía de teatro conformada por actores y músicos que recorre la región de los Grandes Lagos representando obras de Shakespeare. En la novela, Emily St. John Mandel describe a esa extraña troupe: “A veces algunas personas abandonaban la Sinfonía, pero las que se quedaban entendían algo que muy pocas veces se decía en voz alta. La civilización en el Año Veinte era un archipiélago de pequeñas ciudades. Esas ciudades habían luchado con individuos que vivían de forma salvaje al margen de la sociedad, habían enterrado a sus vecinos, y sus gentes juntas habían vivido, sufrido e incluso muerto (...); por todo ello, en esos sitios no recibían con los brazos abiertos a los desconocidos”.
La existencia y, sobre todo, la obstinación del grupo de artistas itinerantes es lo que diferencia a Estación Once de otros relatos sobre futuros distópicos. Ellos no pretenden enseñar a cultivar la tierra, a poner en marcha una bomba de agua, a fabricar penicilina, es decir a sobrevivir. Los integrantes de la Sinfonía y quienes los esperan ansiosos no se conforman con seguir vivos: quieren trascender a través de algo “completamente inútil como el arte”, según la hermosa definición de Oscar Wilde. Diferencian la simple supervivencia de la vida plena y saben, o intuyen, que allí reside el antídoto contra la barbarie. El propio lema de la Sinfonía resume ese poderoso objetivo: “La supervivencia no es suficiente”. Y es esa vida que los artistas y su público defenderán de las acechanzas de aquel futuro sin arraigos prolongados.
Cuando era chico, solía escuchar entre los adultos que me rodeaban una indignación recurrente referida a las antenas de televisión que sobrevolaban los techos de las que llamaban villas miseria. Muchos consideraban que la televisión era un lujo que “esa gente” no merecía. ¿Por qué quienes vivían en condiciones precarias no tendrían el derecho elemental a mirar un partido de fútbol, una serie de televisión o un programa de entretenimientos? Confieso que en aquella época no entendía esa furia. Muchos años después, en 2010, la recordé al escuchar al entonces titular de la UCR Ernesto Sanz afirmar que la Asignación Universal por Hijo (AUH) implementada por CFK “se está yendo por la canaleta de la droga y el juego”. Más allá de la acusación, tan incomprobable como irrelevante, me asombró el prejuicio que establecía una diferencia entre los trabajadores informales que recibían la AUH –y eran acusados de usarla con fines poco virtuosos– y los trabajadores registrados, a quienes nadie pedía explicaciones sobre el eventual destino lúdico o recreativo de dichas asignaciones familiares.
Desde el 10 de diciembre del año pasado, cuando asumió el Presidente de los Pies de Ninfa, asistimos a una obra de demolición que nos recuerda tanto los peligros que acechan a la Sinfonía Viajera como los prejuicios de clase del senador Sanz. “No hay plata” es la letanía repetida una y otra vez para justificar que el Estado deje de apoyar a los medios públicos, al cine nacional y a las artes en general; pero también justifica el freno a la inversión en educación universitaria o en investigación en ciencia y tecnología. La invocación al “hambre de los niños pobres del Chaco” justifica ese abandono. Al parecer, para combatir dicha pobreza, la única fuente disponible son esos escasos recursos y no los cuantiosos gastos financieros que enriquecen a unos pocos y que nadie limita en nombre del hambre de los que menos tienen.
En realidad, no se trata de ahorrar recursos públicos o de combatir una pobreza tan invocada como ignorada, sino de terminar con una tradición que ha diferenciado históricamente a la Argentina del resto de los países de la región: el arte y el ocio como derechos de las mayorías impulsados desde el Estado. Eso no significa, por supuesto, que los recursos públicos asignados a esas cuestiones hayan sido siempre generosos, ni que su existencia no haya generado confrontación. Basta recordar que, así como los grandes empresarios apoyan hoy a Javier Milei, sus antecesores de 1945 denunciaron el proyecto de vacaciones pagas impulsado por el entonces Secretario de Trabajo y Previsión, Juan Domingo Perón. Los empresarios, con un sentido común que les parecía irrefutable, consideraban insostenible tener que pagar a sus empleados por no hacer nada. Por otro lado, esa gente con recursos escasos, ¿tenía derecho a disfrutar de las ciudades balnearias que frecuentaban quienes sí habían tomado la precaución de nacer ricos? En todo caso, las quiebras masivas y otros cataclismos anunciados como consecuencia inevitable de las vacaciones pagas nunca ocurrieron. En cambio, esa gran iniciativa impulsó una nueva industria: el turismo de masas. Como lo demuestra el ejemplo de los países llamados serios por nuestra derecha –hoy extrema derecha–, la equidad siempre ha favorecido el desarrollo.
Terminar con el derecho de las mayorías al ocio y a la cultura no es un proyecto casual y poco tiene que ver con la búsqueda enunciada del equilibrio fiscal. Es una decisión que refleja la voluntad de disciplinar a una sociedad que padece un exceso de derechos, según la visión reaccionaria compartida tanto por el Presidente como por sus mandantes, los empresarios más ricos del país. Su proyecto es transformar a la Argentina en un país-fundo, más acorde a las tradiciones políticas de nuestra región que a la obstinación peronista del crecimiento con inclusión social. Un país sin ambición, con una enorme mayoría de cuentapropistas precarizados y una minoría con acceso al consumo del mundo desarrollado, gracias a un Estado cooptado.
El “hambre de los niños pobres del Chaco” es el instrumento para arrebatar a las mayorías su Sinfonía Viajera, dejándola de esa forma sin antídoto contra la barbarie.
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