Con el propósito de transmitir a todo el país “las conferencias y actos académicos realizados en su ámbito, garantizar la divulgación científica y asegurar desde la cultura el concepto de extensión universitaria”, el sábado 5 de abril de 1924 inició sus transmisiones Radio Universidad de La Plata, la primera estación universitaria del país y del mundo y una de las 63 radios de ese tipo activas en la Argentina, datos corroborados por el periodista y estudioso del tema Mario Giorgi en su libro Un siglo de radio universitaria. Entre el miércoles y el viernes de esta semana la frecuencia platense celebró sus cien años de vida con la organización del Congreso Latinoamericano de Radios Universitarias.
Hace 100 años el Presidente Marcelo Torcuato de Alvear completaba su segundo año de mandato. El radicalismo también se había impuesto en la provincia de Buenos Aires con José Luis Cantilo como gobernador, pero el responsable principal de inyectarle al proyecto los grandes ideales del reformismo y lograr la nacionalización de la Universidad fue Joaquín Víctor González. El que la puso en marcha, por ocupar el cargo de presidente de la Universidad, se llamaba Benito Nazar Anchorena. De entonces al tiempo que corre no cambiaron ni los fundamentos ni los propósitos. “Disputarle la narrativa a la hegemonía informativa”, según expresó su actual director, Gabriel Morini; “Acallar el vozarrón del mercado”, en palabras de la prestigiosa comunicóloga María Teresa Marita Mata. Hoy y siempre lo que estuvo en juego fue y es en manos de qué sectores la batalla cultural quedará menos expuesta.
Radio Universidad acompañó los 103 años que ya cumplió la radio en nuestro país. El aniversario de su creación remite a la posibilidad de imaginar y celebrar la vida transcurrida de esta LR11, también FM 107.5 y su cría digital, como uno de tantos emblemas de esta rica historia. Volver a las proezas tecnológicas de 100 años atrás se conecta con la intensa emoción de ver a Susini, Guerrico, Mugica y Romero Carranza tirando cables desde terrazas vecinas al teatro Coliseo para transmitir una ópera y otra y otra y otra hasta quedar en el éter y en la historia como los impulsores de una estación radial, la primera en el mundo, nacida con propósitos de difusión permanente, con continuidad artística, dirigida a todo público y con fines masivos.
La misma emoción intensa de todos los muchos que vinieron después de aquellos locos de la azotea, hoy redivivos en los locos de la nube. Unos y otros, desde los que el 27 de agosto de 1920 transmitieron Parsifal, de Wagner, con un micrófono para hipoacúsicos, hasta los que en estos días replican la magia de la radio desde formatos online, hicieron y hacen, además de surfear sobre la ola precarizadora que amenaza tirar todo al diablo, cosas similares. Esto es: experimentar formatos, buscar nuevas maneras de decir y de acompañar, procurar a fuerza de originalidad, compromiso y experimentación convertirse en vanguardia. Eso sí: entendiendo definitivamente los dos componentes esenciales de este medio que tanto amamos y respetamos: compañía y servicio.
Me imagino la emoción intensa de aquel relator deportivo que aleccionaba a sus cronistas diciéndoles “no digan ‘gol de Vélez’, digan primero ‘atento Fioravanti’”. O, cuando a partir de la detallada descripción de un gol, Víctor Hugo Morales instaló desde esa ocasión y para siempre el “ta ta tá”. Pienso en Eduardo Aliverti cuando marcó territorio desde su programa diciendo “lo haremos sin diarios, sin show de ministros, sin anestesia”. O cuando por consejo de su libretista Wimpi, Juan Carlos Mareco se agregó un apodo ganchero y empezó a presentarse con un “aquí está Pinocho con un jubiloso latir de alegría en su corazón”. Grandes de la radio hubo miles, pero los que encontraron una presentación diferencial (una palabra, un chiste, una canción, un respaldo editorial, hasta una frase de radioteatro de cursilona estirpe como “mamarrachito mío”) no fueron tantos, y gracias ese recurso lograron agigantar su grandeza. Y ni hablar de la emoción intensa de los mensajes al poblador. En tantos lugares distanciados, fronterizos, alejados de la mano de Dios y de la asistencia tecnológica, allí en donde la comunicación es, por ahora, un propósito que algún día llegará, la radio se hace presente, resuelve urgencias y hasta salva vidas. Practicar el ejercicio del zapping radial y, de una frecuencia a la otra, descubrir una entrevista que nos impedirá despegarnos del aparato. Esa es otra emoción intensa que le gana por goleada a la aplicación más reciente.
Estoy en condiciones, y muchos seguidores de la radio también, de pasar un largo rato recordando otros históricos hallazgos radiales. Por ahora, solo agrego que con sus 103 años de vida (cumplirá uno más el próximo 27 de agosto) la radio vendría a ser la bisabuela de los medios electrónicos. Y pese a que algunos quisieran recluirla en el geriamediático, se la sigue escuchando vivaz y locuaz, veraz y entendible, a veces banal pero siempre cercana. En relación a los otros medios masivos, la radio es libre por naturaleza y es el que menos palpa de ideas. Quiero a la radio porque pude hacer en ella cosas que nunca imaginé y pude ser lo más parecido a como soy. Pero también porque cuando la sintonizo a la mañana tiene la condición de contarme que el mundo permanece en el mismo sitio que la noche anterior, cuando me dormí. Y además porque me cuenta que mejor lleve paraguas o que puedo salir de manga corta o que es conveniente circular por tal autopista porque la otra está tapada de vehículos o que en diez minutos arranca un inesperado paro en el subte.
Muchas veces escribí (de modo que quedó impreso y sería un papelón decir ahora todo lo contrario) que la época de oro de la radio argentina fue de 1935 (coincidente con la inauguración de Radio El Mundo, con un edificio lleno de detalles de construcción y de tecnología inspirados en la BBC de Londres) hasta 1960, cuando, debido a la llegada de los canales de televisión privados, la radio entró en una crisis de identidad tan seria que no pocos sostuvieron que no saldría con vida. Sin embargo, hay otras etapas relevantes. La de 1920 a 1930 es una, en donde se fundaron cientos de emisoras (no todas sobrevivieron), se vendieron millones de receptores, se crearon los géneros y creció una audiencia. En esos años iniciales muchísima gente eligió al nuevo medio porque descubrió que le acercaba palabras, música, informaciones, ideas, teatro, acontecimientos periodísticos que en los diarios y revistas tardaban tiempo en darse a conocer, humor, emociones. Recibían esos mensajes tan variados cómodamente sentados en su sillón favorito y, como si fuera poco, gratuitamente.
Durante décadas el pacto entre emisor y oyente fue normal y convencional. El oyente era eso: el que se sentaba a escuchar y a ver, pero en su imaginación. Se sentaba como quien iba al cine, al teatro, a la ópera o a un concierto. Ese aposento era el mismo en que a una determinada hora se sentaba a desplegar su diario preferido y probablemente el que muchos años después eligió para mirar televisión. El oyente tenía pocas opciones de participación. Podía ir a los auditorios a presenciar, en vivo, el espectáculo de la radio y aplaudir a una orquesta típica, a reírse con un cómico o a emocionarse con un radio-cine auspiciado por un jabón de tocador. También mandaban cartas para conseguir un premio o para inscribirse en uno de los tantos concursos de preguntas y respuestas. No había llamadas telefónicas: estaban prohibidas, un poco para evitar opiniones políticas que generaran sofocones institucionales inesperados o sobresaltos con el poder. De a poco esas limitaciones comenzaron a flexibilizarse, a partir de iniciativas como las de Hugo Guerrero Marthineitz y Carlos Rodari. La tendencia se afianzó a partir de la recuperación de la democracia. Al principio el oyente dictaba mensajes que los productores tomaban a mano y los conductores leían. Allí nació la curiosa identificación barrial: “Lidia de Palermo”, “Efraín de Congreso” o “María Marta de la Boca”, que sigue vigente. Luego llegaron los contestadores telefónicos y más adelante equipos más modernos capaces de generar intercambios más sofisticados. Esa proximidad con el medio generó una especie de fiebre simbolizada en la consigna “quiero hacer radio”. Muchos oyentes compraron o alquilaron espacios, generaron su propio programa y cumplieron un sueño, y algunos lo hicieron bien. No son pocos los que, en la actualidad, se arman una radio casera con una buena computadora, un micrófono de calidad y rogando a San Internet para que el wifi no decline. A partir de la década del ‘90, periodistas profesionales armaron con pauta publicitaria oficial y privada pymes radiales de dimensiones importantes. Hay algo que no cambia. Radiómanos de excelencia, nuestro Lalo Mir y el español Jesús Quinteros abogaron por lo mismo. “Aunque tengas un transmisor gastado y un micrófono de dos pesos, poné enfrente a alguien capaz de decir algo interesante y esa persona podrá dejar insomne a media ciudad”. El desafío persiste por seguir sintonizando esa clase de radio inteligente.
Hubo otros momentos dorados. En los ‘60, cuando la radio ya era una industria que ofrecía trabajo a miles de personas, una emisora intervino felizmente en la crisis. Fue Radio Rivadavia y su estilo que devino en tabla salvadora. Noticias 24 horas, cronistas desde el lugar del hecho, el mundo del deporte con la Edición Oral Deportiva, con José María Muñoz al frente, y la consagración, aun presente de la mañana a la noche, del formato del magazine con profesionales como Cacho Fontana, Antonio Carrizo y Héctor Larrea, cabezas de compañía de sus respectivos programas. Hay otro momento: en 1956 llegan a la Argentina los primeros receptores a transistor. Allí la radio se libera del enchufe y llega a la esquina, a la cama, a la calle, a la cancha. Más adelante, en 1970, cuando tomaron su lugar las estaciones de Frecuencia Modulada y establecieron una manera de comunicar desde la radio con una clase de sonido diferente. Ahora es el tiempo de la radio sin dial, a través de Internet, contenidos digitalizados ofrecidos por demanda, del podcast, de la radio que sale desde una pantalla. Esto último no es lo que personalmente más feliz me hace, pero es un signo de los tiempos que hay que aceptar. El tiempo dirá si esta etapa merecerá llamarse de oro.
Es seguro que en estos 100 años pasaron por los micrófonos de Radio Universidad de La Plata infinidad de voces representativas y las más diversas y consagradas manifestaciones del conocimiento, de la educación, del pensamiento, del arte, de la cultura. Pero también nadie podrá negar que el aire que a esta radio le tocó respirar es el mismo que, en tantas ocasiones, acatarró al Estado-país. Una dificultad idéntica a la que en este mismo momento le corta la respiración a nuestra radio de bandera y vuelve difícil y dudoso el presente y futuro de Radio Nacional, sus FMs, Radiodifusión Argentina al Exterior y las 49 filiales de provincia. Lo que hoy aflige a Nacional (también a la TV Pública y a Télam), Radio Universidad lo sabe porque atravesó prolongados silencios, cesantías y una amplia gama de censuras.
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