Hace unos días, Daniel Link escribió en una nota que yo le había recomendado que viera Zona de interés de Jonathan Glazer y que para convencerlo le había aclarado que estaba nominada al Oscar. No es verdad esa aclaración porque no sabía que estaba nominada, ya que nunca ando en esas tilinguerías del cine mainstream, sino que me entero siempre tarde de premios y demás chismes insustanciales que circulan alrededor del negocio del Oscar. Pero la anécdota no es más que un detalle (o una coartada) sobre un vínculo de coqueta admiración que sostenemos con provocaciones diversas para espabilarnos de la corrección política y del sentido común que nos abruman. Aunque sobre todo es una excusa para escribir sobre la futilidad que escupen las pantallas y la potencia que las imágenes de todas formas contienen.
En el año 1998 viajé a Londres a presentar mi primera película, una obra bastante fallida en muchos sentidos cinematográficos, pero muy audaz en varios sentidos narrativos y que trataba sobre dos familias: los chetos y los populares cruzados por un crimen. Una historia muy menemista de traiciones económicas e intrafamiliares y muy post-dictadura de contratación de mano de obra desocupada para acometer los crímenes que la burguesía necesitaba para perpetrarse en su statu quo. Pero el acontecimiento ocurrió cuando los programadores me contaron las razones por las que la habían elegido: “Por fin una película argentina que no trata sobre los desaparecidos“. El resto del viaje se me hizo aciago y al volver a Buenos Aires decidí que lo que tenía que hacer era exactamente eso: una película sobre ese tema por el que tanto hartazgo sentían los programadores europeos.
Como mis tendencias no son historicistas, sino más bien ontológicas, tal película sobre “los desaparecidos” nunca fraguó, pero a partir de la búsqueda de dispositivos para narrar ese trauma nacional y personal, me derramé por años en reflexiones sobre la memoria. Camino que me llevó a obsesionarme con el cine y la literatura de la Segunda Guerra Mundial. De Sebald a Lenz, pasando por ese memorable diario Una mujer en Berlín, que Anagrama publicó con firma anónima. O la biografía / autobiografía que Angelika Schchorsdorff escribió sobre su madre, que vivió durante el período de entre guerras y atravesó toda la catástrofe de la Segunda Guerra como hija de un alemán y una judía; fue testigo del asesinato de toda su familia materna y de la supervivencia precaria y aterradora de toda su familia paterna. El no lugar en el que termina siendo Europa para el Austerlitz de Sebald y el intento de reconstruir un territorio desde la arquitectura de una memoria destinada a la errancia y a un “vértigo” — título de otro de sus libros—, del que pareciera que sólo se puede salir a través de la voluntad del relato y a pesar de la melancolía y de las grietas en la memoria. Y a pesar de la violencia a la que se ve expuesta esa mujer anónima en aquel Berlín arrasado por tropas financiadas por ingleses, rusos y norteamericanos. Un territorio muy distinto al pueblo de Lección de alemán, donde Siegfried Lenz emplea como MacGuffin la historia de un policía que tiene la tarea de prohibir a un amigo judío que siga pintando cuadros. Ofenden a la raza alemana según el Régimen fascista y el policía Jespen obliga a su hijo a espiar al pintor. Jespen hijo cumple con la tarea con angustiosa pena, ya que lo une al pintor un gran afecto. Compartió muchas horas de taller e inspiración espiritual con él y la imposición de su padre lo lleva a terminar con el arte, la amistad y su salud mental. Un cuento moral sobre la responsabilidad y el deber y el deterioro social, vincular, emocional e intelectual que implica el autoritarismo sobre la subjetividad de una sociedad. Pero en Campo de maniobras, la operación de Lenz es mucho más compleja, ya que se instala en el período de la post-guerra para narrar la historia de una familia que diseña un vergel en lo que fue un campo de maniobras bélicas. El hermoso jardín es el símbolo del auge económico, pero está sembrado sobre las culpas y las responsabilidades colectivas que muy poco tiempo antes se sembraron sobre esa tierra hasta dejarla pelada. Una infertilidad que se revierte, pero que, sin embargo, guarda y expresa de un modo balbuceado la memoria del espanto.
En el caso de Zona de Interés, no leí la novela de Martin Amis en la que la película inspiró su guión, aunque sí leí de este autor su aclamada Dinero, con la que se lo llegó a comparar con Celine, que, cómo se sabe, a pesar de sus tendencias fascistas, fue un escritor que revolucionó la literatura de su época, haciendo un retrato de un hombre mediocre a la altura de su lenguaje y de sus miserables traiciones. En Dinero el personaje es adicto a todo (sexo, vómitos, autos, drogas y alcohol y no tienen jerarquía entre la noche y el día). Con ese mismo vértigo adictivo, el dinero lo lleva a la ruina de su alma y de un cuerpo adolorido por una ambición tan vacua como la riqueza y la fama. Ya Pasolini en los ‘60 declamaba, desde todos sus medios de expresión, sobre el peligro del avance del consumismo como religión de las sociedades modernas. Treinta años más tarde, Amis lo hacía carne a través de la sátira de un John Self, un tipo que se construye a sí mismo con los paradigmas de una época que ya venía envenenada por la sociedad del espectáculo y del consumo.
La tilinguería del Oscar es uno de los supremos síntomas de ese estado de las cosas del que los espectadores somos víctimas inefables. Consumo y espectáculo. Sin embargo, la inteligencia de Glazer supera todas las expectativas, incluso dándole a esa ceremonia en la que hasta los afectos se vuelven una futilidad debido a los repetidos agradecimientos a padres, madres, compañeras, compañeros, esposas e hijos, una envergadura cívica que le devuelve al cine sus más preciadas intenciones. En este momento de la historia de la humanidad, mientras el Estado israelita destruye todo territorio colindante y ante el estreno de la película, me surgió la misma pregunta que allá lejos se hacían los ingleses sobre nuestro propio período tan oscuro.
¿Otra película sobre el Holocausto? Pero el film va más allá de todo lo hecho hasta el momento, porque pone en el centro del asunto el teatro de la política y no el drama de las víctimas. Estas apenas se ven en alguna escena de trabajo sexual esclavo, con la consiguiente necesidad urgente de lavarse las partes para quien recibió el servicio. Lo que nos muestra Zona de interés no es solo una familia intentando sostener un ideal de vida burgués a costa de una violencia estatal brutal, sino cómo la política, para quienes la hacen, se puede convertir en una tarea contable. Una casta contra otra casta, siempre económica y en la que la población pasa a ser nada más que un número más o menos rentable. Para lo que entonces habrá que acusar de bolcheviques o de comunistas o de kirchneristas o de camporistas o de terroristas o simplemente de ideologizados, según geografías y períodos históricos, a la comunidad de trabajadores y pensadores que se intenta desplazar de la faz de la tierra.
En ese teatro de la política la población pasa a ser un coro sin más retórica que la del aullido. Mientras ministros, militares y ejecutivos hacen cuentas, diseñan planos, velan por las pesadillas de sus hijos y organizan pícnics o vacaciones a tierras exóticas, pero sobre todo hacen cálculos estadísticos. Y mientras las esposas de esos ejecutivos ejercen la violencia sobre sus empleadas y roban las joyas y las ropas de las judías. Pero sobre todo se ocupan de construir ese ideal burgués ciego de otras y otros. Entonces en esta contemporaneidad vertiginosa, en la que la política parece estar padeciendo una crisis de representatividad alrededor de las ideas sobre la convivencia entre los humanos, una película como la de Glazer pone en aviso que la memoria, el cine y la literatura son parte de la trama de la política. Porque el film trata de los aullidos de los cuerpos desnudos y de la mezquindad de los cuerpos vestidos, pero lo actualiza al problema del dinero y las finanzas. El centro de su puesta en escena está señalando ese cínico teatro de cuentas que da la espalda a toda sensibilidad humana. No se queda en el morbo de todo lo que ya sabemos sobre el dolor de las víctimas. Pero sí se entrega al morbo de la actualidad misma. La inequidad de fuerzas que hay entre la población y el Estado. El peligro que implican líderes o gabinetes enteros que miden sus éxitos según planillas y datos matemáticos.
Tal vez no muchos recuerden cuando extraditaron al dictador Pinochet desde Londres hacia Santiago de Chile. Dos cosas quiero decir sobre ese momento histórico. Mientras le presentaban causas por haber matado personas, robado niños, torturado embarazadas, Pinochet se mantenía en su tesitura de señor muy mayor que se babea y que no tiene muchos argumentos que aportar. Pero cuando le presentaron una causa por desfalco económico al Estado, se paró de su silla de ruedas y se evidenció que lo de su senilidad no era más que una actuación y entonces lo extraditaron. La segunda cosa es que cuando llegó a Santiago, tuve la desgracia de justo estar ahí y vi a parte del pueblo chileno salir a recibirlo con banderas de su patria. La sociedad chilena que en mi relato biográfico era un faro, porque había sido la primera del continente en inclinarse democráticamente por una patria socialista, en aquel momento ya había sido quebrada por esa sociedad del espectáculo que tanta tinta y fílmico había derramado en nombre de la guerrilla. Como el film Chile y su verdad producido por la dictadura pinochetista y estrenado durante 1976.
Lo paradigmático del caso Pinochet es que la acusación que le hizo despertar su orgullo político fue la de haber cometido crímenes económicos. Todo el resto de las causas le resbalaban porque sin dudas había ejercido la violencia con esa lógica estadística y plenamente deshumanizada. Por otro lado, durante el gobierno de Hitler, Alemania hizo muchísimas películas de presupuesto millonario en las que la trama se centraba en hablar mal de los ingleses, ya que eran sus declarados enemigos. Es decir, el cine siempre estuvo involucrado, con buenas o malas intenciones, en las tramas políticas de su época. Glazer lo hizo al poner en escena la discusión sobre el capital y no sobre la crueldad de los malos, de la que por suerte ya tanto se ha hablado. Pero como la intención del cineasta sobre esta maldición que bendice a nuestra humanidad es realmente genuina, lleva la discusión más allá y en la ceremonia más grande del negocio del cine, pide el cese del fuego contra el pueblo palestino. La operación narrativa de Zona de interés es tan importante y tan brillante, porque utiliza los problemas del presente para remontarse al pasado, pero siendo fiel de todas formas a la historia.
En un artículo llamado Los monstruos políticos, Toni Negri hace un recorrido por la historia del concepto del monstruo que comienza con la interpretación de la eugenesia atravesando la era moderna hasta llegar al capitalismo. Mientras que para la eugenesia era todo aquello que no entraba en los cánones de lo bello y lo bueno y debía ser encerrado o clausurado, en la modernidad, el monstruo, ya en las calles, es aquella figura que subvierte las formas y lo establecido. Hasta, según Negri, la lucha de clases y el capitalismo, donde quien encarna al monstruo ya no es lo deforme, lo feo y lo malo, sino que es el pueblo quien ha tomado su investidura. Cuando arribamos al poder democrático, el monstruo sale de la cueva y del ocultamiento para instalarse en todos lados, en la adquisición de derechos de los pobladores y así se vuelve sujeto o sujetos. El monstruo pasa a ser lo común, la multitud; y deviene biopolítico. Pero el Estado (el democrático también) intentará monstruificarlo de diversas maneras, ya sea por razones raciales, de identidad de género o sexual, de clase social o de pertenencia territorial. Es decir que la práctica eugenésica de dominación sigue existiendo y, para no renunciar a someter al monstruo, elige monstruficarlo. Es el retorno de la tradición clásica del poder. Pero el monstruo, la población, ya es parte constitutiva de ese poder (o biopoder) y ya es imposible destruirlo sin destruir el mundo. Y podría suceder, pero la potencia del monstruo es biopolítica y en esa identificación siempre habrá porvenir.
En tiempos tan convulsos, pareciera que retomar el pasado es un capricho de memoriosos y resentidos, pero el monstruo somos todas y todos aprendiendo a lidiar con los propios dogmas, el capitaloceno, la voluntad del pueblo y la sociedad del espectáculo que a veces crea identificaciones tan poco afables para la convivencia. O tan sordas a la potencia del monstruo, a su capacidad creativa y productiva. Pero que otras veces se vuelca por la des-extinción de ideas tan viejas como que el arte y la memoria son herramientas de construcción política. Y que pudieran llevar al monstruo a regenerarse, para ya no identificarse con la muerte o con los zombis o con el apocalipsis tantas veces predicho, sino con la vida. Con la potencia del diálogo y la transformación, que es el corazón mismo de la democracia, su razón de ser.
Feliz otoño, me escribió hace unos días mi amigo Daniel Link. Se lo deseo a todas y a todos.
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