Hace más de 20 años, el filósofo ítalo-argentino Pablo Capanna publicó en el suplemento científico del diario Página/12 un texto que llevaba por título “La lucha por la vida”. Allí sugería que Charles Darwin descubrió en el Ensayo sobre la población de Malthus (1798) el principio de la selección natural sobre el que venía reflexionando desde hacía algún tiempo, ese feroz combate por la supervivencia que el hombre primitivo encaraba una y otra vez según el economista británico. Esa misma expresión (struggle for life) también la venía utilizando el filósofo inglés Herbert Spencer, quien abogaba por la disolución del Estado con el objeto de liberar la competitividad individual para permitir el triunfo de los fuertes (ricos) sobre los débiles (pobres); estos últimos –sugería Spencer– eran merecedores del dominio y la subordinación, justamente en virtud de su debilidad. Si bien Darwin tituló “La lucha por la existencia” al tercer capítulo de El origen de las especies (1859), mantuvo una gran cautela respecto de los significados contenidos en dicho sintagma, aunque –tal como señala Capanna– dichos reparos fueron rápidamente olvidados por sus discípulos. Este naturalista británico estaba muy lejos de ponderar un combate entre sectores sociales o étnicos, y de glorificar una guerra de unos contra otros; prefería aludir a la lucha que todas las especies emprenden para adaptarse a sus respectivos ambientes, ya que consideraba al fenómeno humano como un complejísimo entramado de sentido moral, instinto social e inteligencia.
Pero la cautela darwiniana no pudo evitar que los descubrimientos suscitados en los ámbitos de las ciencias biológicas y naturales fueran trasladados, astuta y erróneamente, al orden de lo social. Así, de la mano de Spencer fue emergiendo una teoría seudocientífica (o, mejor dicho, una ideología) justificadora del colonialismo en nombre de una pretendida “superioridad natural” de los fuertes/conquistadores: el “darwinismo social”. En virtud de este antojadizo marco epistémico, los nativos eran considerados “razas inferiores” merecedoras de su sometimiento por parte de las estirpes superiores. En aquellos tiempos de capitalismo salvaje y acelerada revolución industrial, la fórmula spenceriana venía a justificar la explotación y la condena de los muchos a la marginalidad. Pero, además, también sirvió para instaurar un pretendido racismo “científico” reticente a una mezcla de las razas que precipitaría la degeneración de la pureza rubia. El período de entreguerras acentuó estas tendencias decadentistas y catastrofistas. Las obras del filósofo alemán Oswald Spengler fueron sobrevaluadas en estos tiempos violentos. Según este autor, el animal de rapiña era la forma suprema de la vida, mientras que el mundo entero constituía su presa. Los “amos naturales” del planeta habrían surgido por mutación, mientras que los pobres e inferiores daban cuenta de alguna etapa anterior de la evolución. El gran error de Occidente habría consistido en entregar su técnica superior a los “hombres de color”, precipitando así una decadencia estrepitosa. En idéntica sintonía, hacia mediados del siglo XX, el antropólogo australiano Raymond Dart afirmaba que la violencia había sido la partera de la humanidad; los simios cazadores, carnívoros y caníbales del África se habrían logrado imponer gracias al uso de sus armas. Finalmente, los divulgadores de Dart sostenían que la guerra se hallaba inscripta en la naturaleza humana y que constituía una tendencia aún más persistente que el instinto sexual.
Este paradigma de violencia, superioridad, rapiña y canibalismo se completaba –según Capanna– con algunos otros esperpentos. La escritora rusa Ayn Rand hacía del egoísmo la mayor virtud social y proponía la exclusión de los ineficientes. El biólogo norteamericano Michael Ghiselin aseguraba que los individuos tienden, por naturaleza, a la competencia, el sometimiento y la agresión de sus pares más cercanos. Similares sendas recorren los textos sobre socio-biología del entomólogo estadounidense Edward Wilson y del biólogo británico Richard Dawkins, quien sostenía que el único objetivo de la vida era perpetuar “el gen egoísta”. Para este autor, sólo era concebible la cooperación en el seno de grupos unidos por lazos de sangre.
Altruismo y evolución
En el otro extremo del campo “científico” aunque también (o mejor aún) ideológico, Capanna ubica a los promotores de la ayuda mutua, muy especialmente a Pyotr Kropotkin, quien se ocupó de buscar evidencias biológicas para destacar el rol positivo de la asociación y la cooperación en la evolución humana. Poco después, antropólogos de la talla de Ashley Montagu o Richard Rudgley cuestionaron la universalización del hombre primitivo como nómade, cazador, guerrero, carnívoro e integrante de una horda salvaje. Todos estos pensadores ponderaban la primacía del grupo (familia, tribu) por sobre el egoísmo de un individuo competitivo. Más allá de cualquier valorización moral, la asociación y la cooperación –según ellos– habrían resultado más eficaces que la avaricia del héroe solitario. Actualmente, los argumentos biológicos en favor de la cooperación son mucho más consistentes que en tiempos de Kropotkin. Quizá por ello, hoy en día, el mito de la horda de cazadores guerreros fue reemplazado por el reality show de la casa cuyos ocupantes son gradualmente eyectados. Todos somos ahora descartables y candidatos a la exclusión, sólo que esta selección no premia, necesariamente, a los más eficientes sino a los sumisos e inescrupulosos.
Naturaleza e historia
Hasta aquí, el antojadizo resumen de un artículo tan luminoso como actual que establece una dicotomía entre dos modos muy diferentes de organización social. Más allá de la pertinencia de dicho antagonismo en la Argentina contemporánea, no creemos oportuno ceñir los debates al conflicto entre una pretendida naturaleza humana carroñera y competitiva vs. otra asociativa y cooperativa. Lejos de desestimar las hipótesis tendientes a dirimir si la especie humana logró evolucionar gracias a la violencia o a la cooperación, lo que nos proponemos aquí es analizar las violencias y opresiones históricas que nos están asolando en el preciso instante en que escribimos esta nota. Nuestro país se ha convertido en un triste y emblemático laboratorio para comprender el entramado de una disputa que lleva siglos (y que algunos autores caracterizaron como “empate hegemónico”), por la sencilla razón de que no sólo no hemos logrado aprender de los errores, sino que además nos hemos obstinado en repetir los rotundos fracasos del pasado cercano.
En una nota reciente, sugeríamos que “todo lo que se libera en economía, retorna violentamente en política”. Y para comprobarlo no necesitamos retrotraer la discusión sobre la naturaleza humana, sino ensayar un recorrido por nuestros 40 años de democracia. Cada vez que la economía se abre, libera los flujos del mercado y flexibiliza/precariza el trabajo, los resultados son exactamente los mismos: “Los fuertes se imponen sobre los débiles” (para decirlo en términos social-darwinistas), se incrementa la pobreza y la desocupación, quiebra la industria nacional, la deuda externa se multiplica y la protesta social es reprimida (hemos aquí el hilo que conecta la dictadura genocida, el menemato, el macrismo y el mileísmo). A la inversa, cuando prima la cooperación y la construcción colectiva, las políticas distribucionistas e igualitaristas, la protección reparadora del Estado hacia los más débiles y los sectores productivos, las consecuencias también son idénticas: descienden abruptamente la pobreza, la indigencia y el desempleo, se fortalece la industria nacional, se reduce la deuda, y los ingresos laborales vuelven a equiparar los del capital (los tres gobiernos kirchneristas dan cuenta acabada de todos estos indicadores).
Podríamos decir que cualquiera sea la característica distintiva de la especie humana (la guerra, la violencia, la competencia, la carroña, el egoísmo, la asociación, la cooperación, la ayuda mutua), lo que sí hemos podido corroborar es que dadas ciertas circunstancias histórico-sociales en el marco de políticas económicas aperturistas y liberadoras, el comportamiento de los actores suele ser muy similar: los fuertes (financistas, grandes empresarios, buitres) especulan con la bicicleta financiera, aumentan los precios de los bienes y los servicios, licúan sus deudas, fugan, evaden, eluden al fisco, desfinancian al Estado al mismo tiempo que lo demonizan. En el otro extremo, los débiles (trabajadores, pobres, jubilados, desocupados) ven reducidos sus ingresos, se sumen en la pobreza o la indigencia, se endeudan, pierden sus derechos laborales y sociales, y, en el mejor de los casos, resisten hasta ser violentados por las fuerzas de seguridad. Ciertamente, no se trata de una ecuación matemática infalible, aunque sí de una constatación histórica rigurosa. Imposible reseñar aquí las muchas razones de una desmemoria colectiva que nos ha conducido a este eterno retorno de lo mismo; por el momento nos conformamos con insinuar los trazos más visibles de una obviedad sin fisuras que no logra domeñar las pasiones tristes, los afectos iracundos, el odio social, el universo zombie e híper-conectado de la mediatización radical. En este contexto desopilante, las fórmulas spencerianas son repetidas sin provocar mayor alarma: los débiles merecen ser dominados por falta de mérito, la justicia social es una aberración, los impuestos son un robo, la política es corrupción, el Estado es el mal absoluto, los empresarios son héroes sociales, los derechos laborales son los responsables de la desocupación, el gasto público ocasiona la parálisis económica, y siguen las firmas. Sabemos de sobra que el dato duro no evita el triunfo de semejante ficción disparatada, pero igualmente nos permitirnos la obcecación.
* El autor es sociólogo, docente e investigador (UBA-UNDAV); director general de Cultura y Extensión Universitaria (UTN). [email protected]
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