Más allá del árbol
Acuerdos, desacuerdos y disputa hegemónica en la Argentina
“Se puede excluir que, por sí mismas, las crisis
económicas inmediatas produzcan efectos
fundamentales; sólo pueden crear un terreno favorable
para la difusión de determinadas maneras de pensar,
de formular y resolver las cuestiones que implican
todo el desarrollo ulterior de la vida estatal”.
Antonio Gramsci
El freno a la embestida del ómnibus mileísta impidió, por ahora, la consolidación institucional de la tenebrosa y perversa visión libertaria del mundo. Sin embargo, pensando en las batallas por venir, es importante no ver a esta derrota de Milei sólo como el resultado de su impericia o irracionalidad, sino entenderla en el contexto de una disputa hegemónica que, luego de un empate que duró ya 50 años, parece estar llegando a su fin.
Jacques Ranciere postula dos tipos de desacuerdo. Uno, en el que ambas partes entienden a la otra cuando dicen, por ejemplo, “blanco”, pero no se ponen de acuerdo sobre lo que es blancura. Lo relevante en este desacuerdo (D1) es que ambas partes otorgan legitimidad a la palabra del otro, aunque no compartan su contenido. Otro tipo de desacuerdo, más radical (D2), es aquel en el cual las partes no le reconocen a la otra el derecho de la palabra ya que es incompresible y carece de legitimidad.
El diálogo entre sordos del que fuimos testigos durante las sesiones extraordinarias entre la oposición “dialoguista” y el gobierno es un desacuerdo D2: lo que cada parte entendía no se correspondía con lo que la contraparte había dicho, además de ser expresado por hablantes ilegítimos (“coimeros” y “delincuentes” de un lado; “irracionales” o “fundamentalistas”, del otro).
El desacuerdo D2 hace, en principio, imposible la negociación. Sólo se puede negociar si se habla el mismo idioma y hay acuerdo sobre lo que es negociable y lo que no. El desacuerdo D1 sí habilita la negociación y un potencial acuerdo (A1). Las partes reconocen a la otra su derecho a exigir parte de los beneficios de una potencial cooperación porque acuerdan sobre lo que es valioso y lo que no lo es; acuerdan también sobre en qué cuestiones no puede haber disputa porque están fuera de su común registro simbólico.
Lo crucial, en términos políticos, es que los desacuerdos y potenciales acuerdos son las dos caras de cualquier proceso, como el argentino actual, en el que se pone en cuestión la naturaleza de la comunidad política según se dé la hegemonía de una u otra visión del mundo sobre la vida social. En toda disputa hegemónica, la correcta construcción del enemigo con el que no hay posibilidad de acordar es tan crucial como la identificación de con quiénes puede definirse, más allá de las divergencias, una estrategia política coordinada. Cuando el agregado de acuerdos consigue la derrota de la parte con la que no hay acuerdo posible, hay hegemonía. Los acuerdos más valiosos y decisivos son los que resuelven los desacuerdos D2 (los llamaré acuerdos A2) porque lo que se define aquí es si la contraparte será definitivamente un enemigo o pasará a engrosar la potencia de la propia fuerza política. Podría aducirse que un acuerdo A2 es, por definición, imposible. Esto es así, salvo, como aduciré más adelante, en un contexto político multidimensional.
La política multidimensional
La unidad analítica clave para entender esta dinámica de acuerdos y desacuerdos en la que se expresa la disputa hegemónica no son los partidos, los movimientos, ni los individuos, sino lo que Ernesto Laclau llamó lógicas políticas y Maristella Svampa llamó matrices político-ideológicas (modalidades específicas de pensar la política y el poder y de concebir el cambio social).
Dentro de cada lógica podemos distinguir distintos agrupamientos, que dialogan entre sí y entran en conflicto a través de acuerdos y desacuerdos del tipo D1 y A1, en el marco de un gran acuerdo A2 que sostiene la gramática de su común lenguaje socio-político.
En un sistema estabilizado, hay una sola lógica dominante cuya visión del mundo hegemoniza la (casi) totalidad de la vida política y social. La ilustración más clara de esta situación es la primacía de la lógica liberal en los países centrales de la segunda posguerra. Partidos social-demócratas y conservadores (izquierda y derecha del sistema liberal) disputaban el poder político en el contexto de un acuerdo global respecto al Estado de Bienestar keynesiano.
Tras la crisis de esta lógica liberal, la lógica neoliberal emergió en aquellos países como la nueva candidata hegemónica, si bien 40 años después su hegemonía no está consolidada en el centro global o –como sostienen Nancy Fraser y Chantal Mouffe– está incluso en crisis.
En este contexto, la política alcanzó una complejidad y una fluidez inconcebible hasta hace poco tiempo, cuando regía la primacía unidimensional liberal. Se volvió multidimensional, con distintas lógicas y visiones del mundo (populistas, liberales, neoliberales, movimientistas de todo tipo), conviviendo y disputando espacios sociales y políticos para conseguir una primacía hegemónica que, hasta ahora, parece esquiva.
En América Latina, salvo excepciones, no fue el liberalismo sino la lógica nacional-popular la encargada de instaurar en muchos países latinoamericanos derechos sociales y políticos, y aún civiles. En la Argentina, esta lógica (la más longeva entre las experiencias nacional-populares latinoamericanas) entró en una crisis de gran envergadura hacia mediados de los ’70 del siglo pasado. Desde entonces, el neoliberalismo intentó una salida hegemónica a través de una sucesión de tres “olas neoliberales” (la dictadura cívico-militar, el menemismo y el macrismo), diferentes en su contenido y sus estrategias políticas pero unidas por hilos conductores comunes, el endeudamiento externo entre los más sobresalientes. La vertiente nacional-popular, por su parte, consiguió bloquear, hasta ahora, el avance definitivo de estas tres olas, haciéndolas retroceder. Una cuarta ola está, hoy, en pleno despliegue.
Como señala Svampa, las resistencias populares al neoliberalismo implicaron la emergencia de nuevas lógicas que se sumaron a las ya existentes, generando un escenario inédito de gran pluralidad de identidades y modalidades políticas. A las “viejas” lógicas nacional-popular y de la izquierda tradicional, y a la desafiante lógica neoliberal, se sumaron la indígena comunitaria, la autonomista-movimientista y, agrego, un redivivo liberalismo (tanto conservador como progresista). En este contexto político multidimensional, los sectores populares habitan y despliegan sus energías y demandas políticas en todas estas alternativas de entender y ejercer la política. Que lo hagan (en buena medida) también hoy en el espacio neoliberal, es la última y gran novedad de la cual es imprescindible hacernos cargo.
En este marco avanza la cuarta ola neoliberal libertaria. Es en realidad una súper ola que intenta sintetizar las olas neoliberales previas. En esta combinación de objetivos e instrumentos y en la radicalidad que imprime a sus propuestas reside la “vieja” y temible novedad del mileísmo.
¿Qué hacer?
En poco más de dos meses la estrategia libertaria adquirió contornos nítidos: definió desde el comienzo un enemigo (particular, pero no únicamente el kirchnerismo) con el que no hay acuerdo posible, estableció un desacuerdo D1 en vías de resolverse con el macrismo, y definió un conjunto de actores (los gobernadores, parte de la UCR y Hacemos Cambio Federal, etc.) con quienes parecía pretender un acuerdo A1, pero a quienes terminó relegando a un desacuerdo D2. Es una estrategia clara: no habrá acuerdos A2; sólo acuerdos A1 con quienes prueben que son amigos; sólo hay un modo que los enemigos dejen de serlo: pasarse al bando libertario con armas y estandartes, Jaldo y Scioli dixit.
¿Será esta estrategia exitosa? Dependerá, en buena medida, de lo que haga el campo nacional y popular.
Tengo serias dudas de que sea posible vencer la estrategia libertaria con una estrategia simétrica de encierro en la propia lógica, dejando a las demás lógicas no-neoliberales (pero tampoco nacional-populares) al arbitrio de sus propias evaluaciones y estrategias particulares. En la política multidimensional la capacidad de una sola lógica política, por potente y dinámica que sea, de canalizar por sí sola la gama de modulaciones ideológicas y demandas políticas que ya han encontrado y desarrollado sus propias modalidades de expresión político-social es, por definición, limitada, sobre todo si no se tiene el control del Estado. Con el pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad, como dijera el gran sardo, creo que además de consolidar acuerdos A1 debe intentarse avanzar en la construcción de lo decisivos acuerdos A2. Respecto a los primeros, deben orientarse a resolver una multiplicidad de conflictos internos abiertos o latentes entre quienes hablan el mismo idioma nacional y popular, pero tienen perspectivas diferentes sobre los caminos a seguir. Respecto a los segundos, ya hay antecedentes que deben ser críticamente evaluados, en particular la experiencia del Frente de Todos. Fue este un intento de articulación, promovido por Cristina desde una mirada estratégica de gran alcance, entre las lógicas nacional-popular (personificada por la propia Cristina), liberal-progresistas (personificada por Alberto) y movimientistas (personificada por Juan Grabois).
El fracaso de esta estrategia no fue conceptual, sino de implementación; se debió a la falta de una voluntad común (es inconducente personificar las culpas) para la articulación discursiva de la acción política y de la gestión del Estado. Cada parte habló su propio lenguaje sin promover una instancia de combinación retórica, política e institucional. No se trata de acordar todo desde el principio. El desacuerdo original entre las partes de una coalición de este tipo es el sustento de su propia dinámica y potencia. El esfuerzo político consiste en pasar de un desacuerdo (D2) a otro desacuerdo (D1), en el cual la instancia dialógica no esté clausurada, sino abierta a una divergencia que pasa a ser la condición misma para un discurso común que pueda interpelar y representar, performativamente, la actual heterogénea multiplicidad de lo popular: clases bajas y medias, trabajadores formales e informales, modalidades de producción tradicionales y de las nuevas tecnologías, movimientos territoriales, de género, étnicos y medio ambientales, votantes radicales, cívicos e incluso circunstancialmente neoliberales (que deben, nuevamente, sentirse interpelados), etc.
El reciente documento de trabajo de Cristina es promisorio en este sentido porque da señales, entiendo claras, de que la estrategia política que tiene en mente la ex Presidenta es, precisamente la opuesta a la del Presidente actual. El alcance de su apelación dialógica es amplísimo y abre una posibilidad de intercambios y potenciales acuerdos con una gran variedad de sectores sociales, económicos y políticos, buena parte de ellos ajenos a la tradición nacional-popular. Lo más interesante, desde mi punto de vista, es que genera esta apertura asumiendo la revisión crítica de las propias posturas sobre distintos temas, instaurando así la posibilidad del desacuerdo sobre aquello que puede y debe ser discutido en base a un acuerdo sobre lo que no puede ni debe someterse a discusión alguna.
¿Pero cómo avanzar por este camino con quienes, hasta hace poco, nos separaban posturas antagónicas? Voluntad, tenacidad y predisposición política son claves, obviamente. Grandeza de objetivos, para salir de la confortable reclusión de solazarse en la contemplación de las propias virtudes, no es menos evidente. Menos obvia quizá, y propia del arte crucial de la retórica política, sea la necesidad de identificar los significantes claves de los discursos que deben pasar de D2 a D1, para anclar en ellos la traducción de los distintos idiomas a un dialecto común, por básico y rudimentario que sea. Creo que los significantes “Estado” y “derechos” cumplen esta condición (seguramente habrá otros). Como el “blanco” de Ranciere, todas las lógicas, menos la neoliberal-libertaria, tienen en el Estado y los derechos las referencias centrales del sentido que dan a la política, aunque les den un significado distinto. El acuerdo nacional que disipe definitivamente las amenazas neoliberales en nuestro país no consiste en acordar punto por punto sobre qué hacer con el Estado y los derechos, sino en el qué, respecto de ellos, está fuera de discusión porque forma parte de nuestra identidad y nuestra cultura políticas. El potencial acuerdo parlamentario para imponer a Milei la restitución del FONID podría ser un pequeño pero esperanzador paso en este sentido.
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