LA CONFUSIÓN DEL FASCISMO
El historiador del fascismo Emilio Gentile polemiza con comunistas y pone las cosas en su lugar
Profesor titular de Historia Contemporánea en la Universidad La Sapienza de Roma hasta 2012 –y hoy profesor emérito en la misma casa de estudios–, Emilio Gentile ha historizado, a partir de documentos y de un laborioso trabajo de archivo y de interpretación de fuentes históricas, el fascismo italiano. En su extensa trayectoria historiográfica, Gentile ha escrito numerosos libros, muchos de los cuales han sido traducidos al español. Entre ellos se destacan Fascismo: historia e interpretación (Alianza, 2004); La vía italiana al totalitarismo. Partido y Estado en el régimen fascista (Siglo XXI, 2005); El culto del Littorio. La sacralización de la política en la Italia fascista (Siglo XXI, 2007); El fascismo y la marcha sobre Roma (Edhasa, 2014); Mussolini contra Lenin (Alianza, 2019) y ¿Quién es fascista? (Alianza, 2019). En 2022 publicó, por el sello Laterza, Storia del fascismo, un volumen de 1.376 páginas en el que explica minuciosamente, sobre la base de una vasta documentación de archivo, el nacimiento y el desarrollo del fascismo en Italia. Su último trabajo es Totalitarismo 100. Ritorno alla storia (Editrice Salerno, 2023).
Mariano Schuster: Quisiera ir introduciendo la entrevista, si me permite, en el campo del análisis de la relación entre el fenómeno fascista y otros procesos que tienen lugar en nuestros tiempos. Actualmente se discute mucho sobre el crecimiento del apoyo de los trabajadores a las nuevas extremas derechas. Si volvemos atrás en la historia, ¿cuál era la composición de clase del movimiento fascista? ¿A qué sectores pertenecían aquellos primeros escuadristas armados?
Emilio Gentile: Una pequeña porción del grupo dirigente fascista, tanto en los Fascios de Combate como luego en el escuadrismo, estaba constituida por hijos de la burguesía. Pero la mayor parte –entre la que se encontraban líderes como Italo Balbo, Dino Grandi y Roberto Farinacci– eran hijos de pequeños profesionales locales, abogados o incluso profesores de escuela secundaria. O, como en el caso de Renato Ricci, de un trabajador de las canteras de mármol de Carrara. Por su parte, la base social del movimiento fascista estuvo compuesta, desde el principio, por las nuevas clases medias. Nuevas en el sentido de que muchos de aquellos que militaban eran jóvenes, mayoritariamente del valle del Po, hijos de antiguos agricultores que habían logrado comprar tierras durante el periodo de la gran crisis –que se había extendido entre 1911 y 1921–. Esos hombres, que se habían convertido en propietarios, no querían, lógicamente, someterse a ningún sistema que impusiera una socialización. Debemos tener en cuenta que, entre 1911 y 1921, a partir de la desintegración de la gran propiedad capitalista en el campo, se formó un millón de nuevos propietarios, es decir, personas que habían luchado como campesinos por tener la propiedad de la tierra y que no querían cederla para ninguna idea proletaria o socialista. Si hacemos un ejercicio y le atribuimos a cada una de esas personas un solo hijo varón, tenemos un millón de jóvenes que están en contra del socialismo y que, habiendo sido la mayoría de estos combatientes en la Gran Guerra y habiéndose identificado con la nación, se veían a sí mismos como la nueva clase dirigente. Son ellos quienes dan vida a las nuevas escuadras fascistas, a los líderes fascistas y a los que serán luego los líderes del régimen fascista durante los 20 años de gobierno.
El fascismo tuvo un componente de trabajadores, pero se trataba de trabajadores agrarios que, después de la destrucción de las organizaciones socialistas, habían sido obligados a unirse a los sindicatos fascistas con la promesa de acceder a la tierra –algo que finalmente la mayoría de ellos no obtendría–. Esto nos muestra que la composición de clase del fascismo fue muy diferente de la del nacionalsocialismo, en tanto nunca logró capturar un fuerte apoyo de la clase trabajadora. Mientras que el nazismo tenía un importante apoyo obrero, el fascismo no logró ganarse ese sostén de los trabajadores, exceptuando a los de segunda generación, es decir, a aquellos que no habían conocido la violencia escuadrista. Estos sí eran más favorables al fascismo, tal como lo reconocieron los propios dirigentes comunistas. En 1935, el líder comunista Palmiro Togliatti expresó en una conferencia en Moscú que, en ese punto histórico, ya no era necesario luchar con las armas contra los fascistas, sino entrar en el fascismo, usar los mitos fascistas como el de 1919, y finalmente así conquistar los sindicatos fascistas. Togliatti llamaba a esos obreros «hermanos con camisa negra». Lógicamente, el intento de Togliatti fracasó, porque los fascistas podían ser muy estúpidos en muchos aspectos, pero justamente no para reconocer a sus enemigos. En eso sí que eran muy inteligentes.
Vox, Bolsonaro y Trump
MS: Por no remontarnos a muchas otras experiencias que han sido calificadas genéricamente como fascistas, le mencionaré solo algunos casos contemporáneos: un partido como Vox, en España, ha sido calificado como fascista; el gobierno de Jair Bolsonaro en Brasil ha sido calificado como fascista; Donald Trump ha sido calificado como fascista; Mateo Salvini ha sido calificado como fascista. Todo esto por no mencionar los casos en que la expresión se usa aún más indiscriminadamente, llegando a conceptos como «fascismo de izquierda» o «islamo-fascismo». Usted está manifiestamente en desacuerdo con el uso de ese apelativo. ¿Por qué en ningún caso es válido?
EG: Porque todo lo que no hace crecer nuestro conocimiento de las nuevas realidades que produce la historia es inútil y nocivo. El conocimiento progresa a través de la distinción, no a través de la confusión ni de las analogías. El agua es un líquido, y el aceite y la gasolina también lo son. Si yo digo que todos esos líquidos son agua no avanzo en el conocimiento y puedo correr el riesgo de cocinar fideos con gasolina. Si yo digo que todos los regímenes o movimientos autoritarios son fascistas, corro el riesgo de equivocarme claramente y de no analizar y comprender, de modo concreto, un determinado fenómeno. Ahora bien, ¿por qué puede usarse de este modo extenso, confuso y equivocado el concepto de fascismo? Fundamentalmente porque en su etimología el concepto «fascismo» no significa nada precisamente político. Le daré un ejemplo. Si digo «comunismo», seguramente no apoyo la propiedad privada, sino la comunidad de bienes. Si digo «liberalismo», no apoyo la socialización de los bienes, sino la propiedad privada. Si digo «anarquismo», no apoyo el poder estatal, sino la anulación de cualquier poder. Pero si digo «fascismo» digo solo «fasci», «fascio», que significa literalmente «estar juntos». ¿Entonces todos los movimientos que proponen estar juntos son fascistas? Claramente no. Ahora bien, según el uso extenso de la palabra «fascismo», que es homologada casi a cualquier movimiento o régimen autoritario, podríamos decir, por ejemplo, que Dios es fascista. Fíjese que, si aplicamos ese criterio, el Dios de la Biblia, del Antiguo Testamento, cuando ordena exterminar a las mujeres, niños, hasta la última descendencia, debería ser considerado de ese modo. ¿Y qué diríamos de Caín? Este también podría ser considerado el primer fascista que, para colmo, ha desatado una guerra civil al matar a su hermano Abel.
Hago estas bromas, pero, como usted sabe, todo esto conforma una ironía verdaderamente trágica. Esta difusión del término fascismo ha creado una profunda incapacidad para entender nuevos fenómenos en los que, si bien hay elementos que estaban presentes en el fascismo, no está presente ninguno de los que verdaderamente lo definían, lo hacían particular. Esos elementos son el totalitarismo, el imperialismo, la religión política, la revolución antropológica y la guerra como fin principal de la vida humana. A los regímenes y expresiones políticas que usted planteó en tono jocoso, podríamos agregar los de [Silvio] Berlusconi, [Charles] De Gaulle o [Juan] Perón. ¿Encontramos en ellos algunos elementos similares a los que había en el fascismo? Sí, por supuesto, porque el fascismo siempre fue imitado, sobre todo a través del uso de símbolos, de rituales, de mitos. Pero ¿están los componentes fundamentales del fascismo, aquellos que permitían definirlo como tal? No, no están. ¿Cómo se puede calificar de fascista un movimiento como Vox, que quiere afirmar la primacía de la catolicidad sobre el Estado, sobre la nación, sobre la educación, cuando la primacía del fascismo era la de la política, la del Estado? Hemos llegado a tal punto de confusión, que hay quien no es capaz de distinguir un movimiento nacionalista de inspiración católica que sostiene posiciones de la extrema derecha católica en temas asociados a cuestiones como la familia –donde se opone decididamente al aborto y al feminismo– del propio fascismo. Lo mismo sucede con Salvini y La Liga. ¿Cómo puede ser fascista un movimiento como La Liga, que ha pregonado históricamente la secesión de una región de Italia, cuando uno de los puntos fundamentales del fascismo es el de la unidad de la nación, que fue siempre considerada de carácter sagrado?
Las cosas, como usted comentaba en su pregunta, van incluso más allá. El uso del término fascismo se ha vuelto tan simplista que se lo puede aplicar desde a Trump hasta a Putin. Cualquier régimen autoritario con culto a un líder es llamado fascismo. Corea del Norte entonces sería fascista, la misma China comunista sería fascista. Evidentemente, esto no ayuda a entender los fenómenos contemporáneos que enfrentamos. Este uso priva a la categoría «fascismo» de los componentes que realmente le son propios y que solo se encuentran si los analizamos en la historia.
En resumen, lo que intento transmitir es que muchas veces se sostiene que tal o cual movimiento es fascista porque entre sus ideas figuran posiciones racistas, o apelaciones a la pureza de la nación, o porque desprecia la democracia representativa. Pero todas esas ideas preceden al fascismo. Que haya racismo o que haya autoritarismo no quiere decir que haya fascismo. Esas no son cualidades específicas del fascismo, sino que aparecieron incluso en otras latitudes y todavía perduran. El fascismo no existía durante el tiempo del primer racismo en Francia, o en el siglo XIX cuando había racismo en Inglaterra y en Estados Unidos, país en el cual todavía desgraciadamente sobrevive en muchos estados. Mucho antes del fascismo hubo sociedades, y no solo de Occidente, que afirmaron una identidad nacional que excluyó, por ejemplo, a grupos étnicos de diverso tipo. Con esto quiero decirle, aunque usted lo sabe, que no es posible atribuir a cualquier movimiento, construyendo analogías generales, el carácter de fascista.
Le aseguro que yo me esfuerzo mucho por entender estas analogías, pero las analogías no sirven para comprender la historia, sino para hacerla más confusa. Eso es lo que yo denomino «ahistoriología», es decir, una historia hecha como la astrología, que, en lugar de estudiar científicamente los hechos, se limita a interpretarlos según los propios deseos, esperanzas y temores.
MS: Es completamente cierto que todos esos movimientos o regímenes son nítidamente distintos del fascismo o tienen características que no pueden ser circunscriptas a él. Pero ¿qué sucede con la primera ministra italiana Giorgia Meloni, de Fratelli d'Italia, que proviene de una fuerza política que sí se ha reivindicado como neofascista, como el Movimiento Social Italiano? De hecho, en su propio símbolo, Hermanos de Italia lleva la vieja insignia del Movimiento Social Italiano, la llama encendida…
EG: Efectivamente, entre 1946 y 1994 hubo en Italia un partido neofascista con representación parlamentaria y que llegó a ser el cuarto partido a escala nacional. Hablamos, como usted bien dice, del Movimiento Social Italiano (MSI), una organización política que fue fundada por funcionarios, jerarcas y adherentes al régimen fascista que, aunque nunca llegó a 10% de los votos, rozó esa cifra en las elecciones de 1972. Ese partido participó en la elección de al menos un par de Presidentes de la República, y compitió democrática y pacíficamente en las elecciones generales y locales. Como usted sabe, el MSI se disolvió en 1994, transformándose, con el liderazgo de Gianfranco Fini, en el partido Alianza Nacional. Ese partido repudió el fascismo –aunque Fini en los años 2000 seguía diciendo que Mussolini había sido el mayor estadista de toda la historia de Italia– y formó parte de todos los gobiernos de Berlusconi. En tal sentido, desde 1994, Alianza Nacional se despegó de su matriz original de neofascismo y se encaminó a un proceso de transformación hacia una derecha nacional conservadora, posición que ahora es recogida por el partido de Giorgia Meloni.
El partido de Meloni bebe de esa experiencia y, en tal sentido, no tengo inconveniente alguno en considerarlos como post-fascistas que han aceptado las reglas del Estado democrático y de la República y que han jurado sobre la Constitución, y que se inscriben en esa derecha nacional conservadora. Por supuesto, la herencia del MSI es visible en el modo de concebir la política y en la relación con los adversarios. Pondré un ejemplo. Por estos días, se habla en Italia de la reforma constitucional. Meloni quiere el presidencialismo y se dirige a la oposición diciéndole: «Si no están de acuerdo con lo que yo digo, avanzaré igual». Evidentemente, no es una actitud democrática dialogar con la oposición bajo esta premisa. Recuerda a aquello que hiciera Mussolini en 1923, cuando siendo líder de un gobierno de coalición, se dirigió a sus opositores parlamentarios –los socialistas y los liberales antifascistas– diciéndoles: «¿Pero ustedes que quieren? Pongámonos de acuerdo». Y ellos respondían: «No queremos escuadristas armados, no queremos violencia». Y Mussolini terminaba diciendo: «Si ustedes no quieren lo que yo impongo, yo seguiré mi propio camino». En esto, digamos, hay un tipo de actitud similar. A esto se suma la perspectiva mitológica que expresan algunos de los que forman parte del gobierno de Meloni, según la cual el fascista fue el mejor gobierno que Italia jamás haya tenido, «excluyendo» las leyes racistas. Esto no implica, sin embargo, que siete millones de italianos que han votado a ese partido y a ese gobierno sean fascistas. De hecho, tampoco se trata en sí de un gobierno fascista –ya hemos dicho que no hay escuadristas armados, no se propicia una revolución antropológica de la sociedad, no instala una religión política, no construye un régimen totalitario–. Es un gobierno que tiene a un partido como Fratelli d'Italia, que convive con otros muy distintos. Fíjese, sin ir más lejos, que en este gobierno convive el partido de Meloni, que reivindica el «orgullo nacional», pero aliado a un partido como La Liga, que ha negado históricamente la propia existencia de la nación italiana y buscaba la secesión de una parte del país –aunque hoy la llamen «autonomía diferenciada»–. Y participa también una fuerza como la de Berlusconi, que exalta el liberalismo y el hedonismo.
El fascismo eterno de Umberto Eco
MS: Profesor, creo que ya la respuesta surge de sus propias respuestas previas, pero de todos modos le haré la pregunta. Como usted sabe muy bien, en 1995 el ensayista Umberto Eco utilizó la categoría «fascismo eterno» en una conferencia pronunciada en la Universidad de Columbia, que sería publicada algunos años más tarde. Eco no solo apuntaba 14 rasgos que él definía como «fascistas», sino que además asumía que el fascismo era casi una identidad política móvil, que ya no usaba solo uniformes militares sino también «trajes civiles» y que volvía en «nuevos ropajes más inocentes». Su conclusión lógica era que el deber de los demócratas era «desenmascararlo». ¿Cuáles son los inconvenientes que, según su parecer, tienen esta definición y esta idea? ¿Qué problemas puede traer aparejados la idea de una «eternidad» en la política?
EG: Permítame responderle comenzando por el final de su pregunta. Debo decirle que, en comparación con Eco, yo soy un poco avaro, porque he definido al fascismo no en 14 sino en 10 puntos, pero podría reducirlos incluso a tres. El problema con los 14 puntos de Eco es que pueden ser aplicados también a la Iglesia católica o a la Falange española. Y si se pueden aplicar de ese modo, entonces no definen algo particular del fascismo. A eso agregaría otra cuestión de igual importancia. Si los fascistas aparecen, como dice Eco, disfrazados de demócratas, ¿cómo distinguimos a los demócratas antifascistas de los demócratas fascistas? Es decir, ¿quién tiene derecho a definirse como un demócrata antifascista si, por ejemplo, como hizo Gramsci, llamamos semifascistas a socialistas como Filippo Turati, a liberales como Giovanni Amendola, a católicos democráticos como Luigi Sturzo? ¿Y cómo hacemos para decir que el verdadero antifascista fue Gramsci, que fue encarcelado en 1926, mientras que Matteotti fue asesinado en 1924, Amendola fue atacado en 1923 y 1925, y Sturzo se vio obligado a exiliarse en 1924, y Turati en 1926? Lo mismo ocurre con el concepto según el cual el fascismo puede repetirse en otras formas y depende de los demócratas desenmascararlo. Una posición de ese tipo les otorga una suerte de poder totalitario a los llamados demócratas para decidir cómo, cuándo y quién es un fascista disfrazado. Con ese criterio, todo el mundo podría decir «tú eres el fascista, yo soy el verdadero antifascista».
Yo siempre tuve una gran admiración por Umberto Eco, un semiólogo con un enorme conocimiento de la retórica y también de la historia. Pero no podía ni puedo estar de acuerdo con él cuando afirma su tesis del «fascismo eterno». ¿Cómo se puede sostener la idea de algo eterno en la historia, cuando ni siquiera las divinidades se revelan eternas? ¿Dónde están hoy Júpiter y Apolo? ¿Dónde están los dioses de Persia? ¿Estamos seguros de que el cristianismo y el Islam serán eternos? Hasta ahora, de hecho, han vivido menos que la religión egipcia. En la historia nada es eterno. Es un absurdo hablar de eternidad en la historia. Y, por otro lado, ¿solo el fascismo sería eterno? No veo que nadie hable de un «liberalismo eterno» o de un «bolchevismo eterno», de un «jacobinismo eterno» o, para referirme a su país, de un «peronismo eterno». Pareciera que solo el fascismo estuviera dotado de eternidad. Pero si el fascismo es eterno, entonces todo antifascista está derrotado de antemano. Nunca ganará porque, al parecer, su adversario es poseedor de un don único que no tiene ninguna otra ideología y ningún otro régimen: la eternidad. Ese supuesto carácter de la «eternidad» se basa, tal como le decía, en la práctica de las analogías. Se basa en atribuirles a movimientos o regímenes no fascistas la categoría de fascistas.
MS: Al mismo tiempo que se ha producido toda esta banalización con la tesis del fascismo eterno, también se ha producido el fenómeno que usted ha denominado como «desfascistización del fascismo». ¿Podría explicar en qué consiste ese proceso?
EG: Por supuesto. Mi concepto de «desfascistización del fascismo» se refiere, sobre todo, a lo que sucedió en Italia inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, cuando distintos grupos ideológicos se enfrentaron al problema de pensar el fascismo tras el propio fin del régimen. Lo que había sido, a todas luces, un régimen de 20 años que había tenido características opresivas y excitantes para toda la sociedad italiana, se transformó, en algunas conceptualizaciones de los propios hombres de la izquierda que lo habían derrotado, en un fenómeno que básicamente consistía en una banda de criminales que se habían quedado con el poder frente a unas masas siempre hostiles al régimen y sometidas a la miseria. Entre los mismos antifascistas que habían derrotado al fascismo se evidenció un fenómeno de falta de rigor a la hora de definir ese régimen. Lo mismo sucedió, claro, desde el lado neofascista, que definía el fascismo como un régimen que había hecho mucho bien al país pero que, desgraciadamente, se había convertido en una dictadura porque el comunismo amenazaba a Italia. Esa derecha neofascista intentaba decir que el fascismo no era totalitario, que recién se había vuelto racista en 1938, que se había convertido en un régimen de partido único solo porque Matteotti había sido asesinado y porque la izquierda y los antifascistas querían derrocarlo. En definitiva, desde la izquierda y desde la derecha se produjo una banalización del régimen que impedía ver su especificidad. Se «desfascistizaba» el fascismo. En la izquierda se llegaba incluso a afirmar que el fascismo no tenía ideología, no tenía una visión de la economía, y hasta que ni siquiera había existido un régimen fascista: solo había mussolinismo.
Hannah Arendt contribuye a la confusión
En torno de este tema conviene mencionar la influencia que tuvo un libro que seguramente usted conoce y ha leído. Me refiero a Los orígenes del totalitarismo de Hannah Arendt, en el que la autora, sin saber nada del fascismo, afirmaba que el fascismo no era totalitario. En su libro, en el que el único régimen que aparece como totalitario es el estalinismo –ni siquiera considera totalitarios a Lenin y a Mao–, tampoco consideraba totalitario el nazismo: solo le atribuye esa cualidad desde el inicio de la guerra. La tesis de Arendt fue utilizada durante la Guerra Fría como un manifiesto propagandístico para ubicar en el mismo lugar la Rusia de Stalin y la Alemania de Hitler, pero sobre todo, para justificar que Estados Unidos y distintos países de la Alianza Atlántica estuvieran aliados a regímenes como el de la España de[Francisco] Franco y el Portugal de [António] Salazar, que tenían aspectos comunes con el fascismo. El concepto de Arendt según el cual el fascismo no era totalitario sino autoritario les servía a los países aliados a regímenes que tenían algunos aspectos del fascismo para afirmar que, si era autoritario, era «menos malo» –e incluso en ocasiones podría ser bueno– que el totalitarismo, es decir, que la Alemania de Hitler y la Rusia de Stalin. Este tipo de posiciones contribuyeron a la desfascistización del fascismo. A ese proceso de desfascistización del fascismo también contribuyó el hecho de que muchos fascistas reales de los tiempos de Mussolini se hicieran luego democristianos, comunistas o socialistas, por lo que los partidos debían decir que el fascismo no había tenido ninguna influencia y solo se dedicaban a ridiculizarlo.
Mire, cuando yo era niño no vi ni una sola película en la que no se ridiculizara el fascismo. Nunca tuve la sensación, de niño y de joven, de que el fascismo había sido algo trágico, que había allanado el camino para el nazismo y el totalitarismo en Europa. En lugar de hacernos entender cuál había sido la tragedia del fascismo, lo tomaban todo en broma, como algo gracioso. De las atrocidades del fascismo, solo se recordaba el crimen de Matteotti y la muerte de Gramsci. Si usted mira los primeros documentales sobre el fascismo, se dará cuenta rápidamente de que todo era una caricaturización, una serie de burlas y de chistes. Esto influyó mucho. Y el beneficio, por supuesto, se lo llevaron los neofascistas reales, que se presentaban como defensores de las «buenas políticas» del fascismo, de las grandes obras arquitectónicas, de las grandes fábricas, del bienestar de los trabajadores. Utilizaban toda esa palabrería amparados en ese proceso de desfascistización del fascismo. Decían, por ejemplo, que el fascismo había hecho buenas obras, para justificarlo. Usted sabe bien aquello que decía Cervantes: que no hay ningún libro malo que no contenga algo bueno.
MS: Permítame que insista con las cuestiones relativas al uso de la palabra «fascismo» como arma arrojadiza para calificar a los adversarios políticos e ideológicos. Usted recordaba que en 1924 Gramsci llamó «semifascistas» a Amendola, Sturzo y Turati. Podríamos mencionar también que Palmiro Togliatti aplicó conceptos similares a Carlo Rosselli, el socialista liberal que murió luego a manos del fascismo. ¿Qué incidencia tuvo en el uso extenso y equívoco del término fascismo que vemos actualmente el hecho de que los comunistas siguieran la tesis del «socialfascismo» y aplicaran el concepto indiscriminadamente contra sus adversarios políticos, incluso contra aquellos que eran claramente antifascistas?
EG: Tuvo un gran impacto, porque como usted dice, en el antifascismo italiano hasta 1935 e incluso en algunos casos hasta 1937, para los comunistas todos los izquierdistas no comunistas eran fascistas o semifascistas. Quien no se convertía a la interpretación comunista del fascismo era un fascista. Esta interpretación se suspendió durante la guerra y durante el periodo de la Resistencia, pero volvió a ganar lugar tras la Liberación. Después de 1947, los comunistas comenzaron a llamar fascista a Alcide de Gasperi, que era democristiano y antifascista, y ese proceso comenzó otra vez. Fíjese que Lelio Basso, militante marxista antifascista, en 1951 publicó un libro titulado Dos totalitarismos: fascismo y democracia cristiana. Una homologación realmente sin ningún sentido. Y debemos tener en cuenta que esto lo decía Lelio Basso que era quien, en un artículo publicado el 2 de enero de 1925 en La Rivoluzione Liberale, dirigida por el joven antifascista Piero Gobetti –víctima de los escuadristas, obligado al exilio y muerto en París en 1926, a los 25 años— había inventado el término «totalitarismo» para definir el régimen fascista.
El uso indiscriminado del término «fascismo« en Italia se relaciona directamente con esa acusación de fascistas contra todos los antifascistas no comunistas. En términos globales, la incidencia en ese uso indiscriminado la tuvo claramente la victoria de la Unión Soviética de Stalin en la Segunda Guerra Mundial, en tanto los comunistas extendieron la idea de que, como ellos habían vencido, eran los verdaderos opositores al fascismo. En consecuencia, podían marcar como fascista a cualquiera que se les opusiera. Y de ese uso extenso y confuso de la categoría derivó su pasaje a todos los ámbitos, a punto tal que los anticomunistas empezaron a llamar fascistas a los comunistas. Se transformó en una categoría para utilizar como arma contra cualquier opositor ideológico. Por eso vuelvo a mi razonamiento inicial: si el término «fascista» en sí mismo no contiene ninguna idea política clara, fascista puede ser cualquiera. ¡Incluso usted puede ser fascista porque me está haciendo preguntas para meterme en dificultades! Cuando reprobaba alumnos y debían repetir el examen, ¿qué decían?: «¡Este es un fascista!».
Desigualdad y democracia recitativa
MS: El hecho de que usted no utilice, por todas las razones que ha expresado, el concepto de «fascismo» para referirse a fenómenos políticos muy diversos, no implica que no observe los graves problemas de las democracias contemporáneas y sus derivas «iliberales». En tal sentido, usted ha acuñado el concepto de «democracia recitativa». Al mismo tiempo, ha advertido que el mayor peligro en la actualidad es la presencia de líderes elegidos democráticamente pero que carecen de ideales democráticos. ¿Qué significa el concepto de democracia recitativa y cuáles son, según su perspectiva, los dilemas que atraviesa la democracia hoy?
EG: Si nosotros utilizamos el término «fascismo» para referirnos a lo que históricamente ha sido –es decir, que se ha expresado como organización, como cultura y como régimen en una cultura irracionalista y mítica fundada en la exaltación del Estado y de la nación, en una militarización de la política, en el totalitarismo y el imperialismo, en el racismo, en la revolución antropológica de la sociedad y en la guerra como fin último de la vida humana–, entonces debemos concluir que esto no está presente en los países democráticos. Sin embargo, en todos los países democráticos, incluso en los más antiguos, se están verificando una serie de procesos muy preocupantes. Uno es el creciente descontento de la ciudadanía, expresado en términos de desconfianza y, sobre todo, en una fuerte abstención electoral. Otro es la permanente y galopante intrusión de la corrupción. Y el que considero más importante es la renuncia al ideal democrático. El ideal democrático no es lo mismo que el método democrático, que consiste en el proceso de elecciones libres y pacíficas por el cual los ciudadanos eligen a sus gobernantes. Con el método democrático, lo sabemos muy bien, es posible elegir gobiernos racistas, antisemitas, machistas o antifeministas. Por eso el ideal democrático, por el cual durante 200 años muchos ciudadanos han sacrificado su vida en manifestaciones, en agitaciones, en revoluciones y en guerras, no consiste solamente en que los ciudadanos puedan elegir pacífica y periódicamente a sus gobernantes, sino en trabajar constantemente para eliminar todos los obstáculos y discriminaciones entre los gobernados.
Si la desigualdad de riqueza, y la pobreza y la precariedad son cada vez mayores, entonces tenemos un problema democrático –y en buena medida, parte del voto de los trabajadores a la extrema derecha se vincula a estas cuestiones–. Las estadísticas mundiales nos dicen que el 10% más rico del mundo posee hoy alrededor de 76% de la riqueza global. En Italia, durante la pandemia, el 5% más rico aumentó su riqueza, mientras que todas las demás clases perdieron poder adquisitivo salarial. Esa profunda desigualdad en la riqueza hace a un problema democrático muy serio: ¿quién, sino los ricos, puede acceder a propagandas electorales televisivas?
Al problema de la desigualdad, que impacta seriamente en la democracia, se agrega otro, y es el que usted menciona: el de la recitación. Una de las razones por las cuales se produce una fuerte abstención electoral se vincula a la consideración ciudadana de que la democracia se ha transformado en un espectáculo que tiene lugar solo en el periodo electoral. Los ciudadanos sienten que son convocados a votar y que, luego, los dirigentes políticos toman decisiones arbitrarias, de espaldas a la ciudadanía. En definitiva, toman las decisiones que quieren. En el sistema político italiano, los candidatos ni siquiera son elegidos por la ciudadanía, sino por sus compañeros de partido, y la ciudadanía es obligada a aceptar lo que los partidos han decidido. Todo esto hace a la calidad democrática. Es en este sentido en el que hablo de «democracia recitativa».
Ahora bien, es importante destacar que el método democrático prevalece, a diferencia de lo que sucedía hasta 1945, cuando movimientos fascistas y nacionalsocialistas negaban el principio mismo de soberanía popular. O a diferencia de los regímenes comunistas, que predicaban el principio de la soberanía del proletariado, pero que, finalmente, sostenían dictaduras de tipo totalitaria. Hoy todos los partidos, y también los llamados «populistas», reconocen ese principio y, de hecho, se refieren directamente a él. Evidentemente, este tipo de apelación al diálogo directo entre las masas y el pueblo puede constituir un desafío a la democracia liberal, como lo vemos en casos de Europa oriental, en la Rusia de Putin, en la Turquía de [Recep Tayyip] Erdoğan. Pero eso no los vuelve fascistas. No se puede ser fascista y apelar a la soberanía popular. Sería como ser bolchevique defendiendo la propiedad privada. Por lo tanto, los principales riesgos de la democracia emergen de la democracia misma. Repito: no debemos olvidar que la democracia como método basa su acción en el propósito y el objetivo de alcanzar algo más, el ideal democrático. Sin ese ideal, tenemos una democracia recitativa en la que, efectivamente, pueden producirse mayorías racistas, nacionalistas, iliberales. Si se abandona la realización del ideal democrático y la democracia es solo una recitación, el desarrollo del individuo se obstaculiza sin que exista ningún tipo de régimen fascista. Por lo tanto, para evitar la elección de gobiernos racistas, machistas, iliberales, de lo que se trata es de que la democracia no se limite al método democrático, sino que persiga el ideal democrático.
* Fragmentos de la entrevista publicada en Nueva Sociedad. Títulos y subtítulos son de El Cohete.
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