Una nación que puede desaparecer
No hay una sola medida de Milei que no atente contra los intereses nacionales y/o sociales
Si en determinados momentos del siglo pasado el desafío de la liberación nacional alcanzó el rango de prioridad para la mayoría del pueblo argentino, en los días que corren no sólo se ha abandonado aquel objetivo estratégico, sino que se ha puesto en riesgo la existencia misma de la comunidad nacional. No deja de sorprender que el cipayismo autoritario haya alcanzado el status de causa popular.
Las primeras medidas del gobierno de Javier Milei buscan la materialización de la lógica que estructura lo que ha dado en llamarse proyecto libertario: si la realización de jugosas ganancias por parte de grandes corporaciones con intereses en el país requiriera la desintegración nacional, ese será el trayecto a recorrer con sangre, sudor y lágrimas –de la mayoría, insidiosamente llamada “casta”–. Suele haber hechos altamente significativos de un proyecto político: la inclusión en el DNU 70/2023 de la posibilidad de que los clubes puedan convertirse en Sociedades Anónimas Deportivas (SAD), con la mira puesta en los de fútbol, muestra hasta dónde está dispuesto el gobierno a proteger a la madre de todas las libertades: que los poderosos lucren cueste lo que cueste.
Milei PROmueve un fuerte incremento de la inflación que –dice– es parte de un “plan de estabilización”, probable paso previo a la pérdida definitiva de la moneda nacional, la mentada dolarización. Aunque la del deterioro de la moneda nacional parece haber sido una política de Estado respetada por los gobiernos desde hace años, nadie hasta ahora la había explotado con tanta eficacia como el libertario, hasta transformarla en argumento para eliminar ese instrumento clave de política económica y, por lo tanto, de soberanía política.
Es cierto que el tiempo transcurrido desde el balotaje ha estado plagado de contradicciones mileístas; sin embargo, hay una certidumbre que las convierte en irrelevantes: hasta el momento no ha habido una sola determinación del Presidente Milei que no atente contra los intereses nacionales y/o sociales. Los lectores de El Cohete pueden encontrar los fundamentos de esta aseveración en excelentes notas publicadas el domingo pasado, fortalecidos esta semana por la llamada Ley Ómnibus, cuya aprobación implicaría un virtual estado de sitio, una inédita delegación de poderes al Ejecutivo, un impresionante plan de privatizaciones y una clara violación de derechos de los trabajadores.
El plan y la arena
Si bien entre los seguidores de Milei hay grupos fascistas, el proyecto que impulsa no es fascista en el sentido de un régimen tiránico que practique el terror contra las organizaciones populares ante el peligro de la revolución. Lo que busca es modificar las relaciones de fuerza hasta generar una asimetría irreversible en favor de los sectores dominantes. Para lograrlo intenta quebrar a las poderosas organizaciones populares del país, tal como su admirada Margaret Thatcher en Gran Bretaña en 1984. Si tuviera éxito, la primera etapa del experimento culminaría en una pinochetización sin atenuantes, antidemocrática por definición. Hemos pasado de un no ejercicio del poder popular por Alberto Fernández a un ejercicio brutal del poder antipopular por Milei. Lo que ambos tienen en común es el aliento del poder económico en la nuca.
La suerte del intento dependerá de distintos factores, el más importante de los cuales es la resistencia social en las calles y las plazas: el gobierno lo sabe y por eso amenaza y activa el aparato represivo. Pero esa rebeldía, propia de un pueblo que tiene conciencia de sus derechos –aunque para algunos todavía no esté claro que el gobierno que encabeza Milei vino a quitárselos– necesita un cauce ordenador para bloquear el despojo; de lo contrario, es probable que esas energías políticas se apaguen sin obtener resultados concretos. El 44% de argentinas y argentinos que votaron contra Milei y quienes se sumen de ahora en más seguramente acompañarían una convocatoria basada en pocas consignas claras encarnadas en voces públicas creíbles. El problema es que no abundan ni unas ni otras.
En cuanto a la respuesta institucional, ¿qué probabilidades hay de que el Congreso y el Poder Judicial rechacen el saqueo nacional y la destrucción social en ejecución? Nadie tiene en este momento respuestas certeras. Un vistazo a la situación muestra a la UCR que no supera su culto al mero formalismo y se ha expresado oficialmente en favor de la mayor parte de las decisiones plasmadas en el famoso DNU; a un peronismo vulnerable (la contundente derrota electoral obliga a replanteos que demandan tiempo y estimula al gobierno a provocarle fracturas, para lo que cuenta con el auxilio inestimable de colaboracionistas como Pichetto, Randazzo, Schiaretti y Scioli); a la mayoría de los gobernadores, que discrepan con las pretensiones del gobierno, condicionados por la necesidad de recursos; y a instancias decisivas del Poder Judicial cuyos antecedentes no son alentadores. Sin embargo, "Elijo Creer" que el aparato institucional estará mayoritariamente a la altura de tan graves circunstancias.
La historia, la estructura y la crisis
En su discurso triunfal del 19 de noviembre pasado, Milei se exaltó con uno de sus latiguillos: “Hoy comienza la reconstrucción de la Argentina, volveremos a ser potencia global”, y agregó: “Si no avanzamos rápido con los cambios estructurales que la Argentina necesita, nos dirigimos directo (sic) a la peor crisis de nuestra historia”. Es importante refutar esta letanía propia del discurso colonialista que vociferan desde hace 100 años los sectores dominantes y que –a fuerza de ser repetida– forma parte del repertorio de muchos compatriotas. La afirmación de que se aproxima una crisis y de que los cambios deben ser estructurales –en abstracto– es también un lugar común que, como decía una de mis abuelas, sirve tanto para un barrido como para un fregado.
¿Cuál es la estructura argentina que debe ser cambiada? Habría que comenzar por la del régimen de propiedad y organización social de la producción. Esta estructura determina la naturaleza del poder político y el comportamiento de los actores sociales. No lo afirmo porque considere que es factible en lo inmediato y menos que podría realizarlo Milei. Tampoco para dilucidar si el Presidente está confundido o se hace. El propósito es ofrecer una interpretación histórica con proyección al presente desde una perspectiva nacional, para contribuir a evitar que la palabra presidencial profundice el equívoco a nivel popular.
El bloque de estancieros terratenientes y la alta burguesía comercial porteña detentaron con el imperialismo una prolongada hegemonía que se originó en el proceso de división mundial del trabajo, bajo formas que implicaban un monopolio industrial de las metrópolis. Hubo una falta de expansión capitalista como consecuencia de la dependencia semi-colonial: la penetración capitalista europea en la Argentina fue de carácter reaccionario por cuanto arrasó con las economías regionales en favor de productos primarios exportables y complementarios.
Las formas concretas de esa dependencia se definieron a partir de las relaciones sociales internas preexistentes. Países en similar relación con el mercado mundial –exportadores agro-ganaderos de economía rural capitalista– como Canadá, Australia y Nueva Zelandia lograron altos niveles de industrialización e ingreso per capita, porque en todos se constituyeron burguesías y pequeñas burguesías agrarias sometidas a las leyes de acumulación capitalista: competencia, revoluciones tecnológicas y expansión de las distintas ramas de la producción.
En la Argentina, por el contrario, el acaparamiento de las tierras públicas consolidó como clase dominante a una oligarquía ganadera, capitalista pero no burguesa en la medida en que su ingreso básico no provenía del proceso de valorización del capital, sino de un monopolio rentístico sobre la tierra y de la participación en el monopolio inglés de las carnes. La naturaleza parasitaria de esta aristocracia ganadera se correspondió con una ética de consumo, cuya fuente monopólica aseguraba los ingresos por la mera repetición del ciclo económico. El período dorado de esta estructura –la “potencia global” mileiana– corrió aproximadamente entre 1880 y 1930. Esa aristocracia ganadera fue la madre de todas las castas.
Durante el período de auge, el esquema tuvo un talón de Aquiles: la bajísima absorción de mano de obra. La renta diferencial y el monopolio mercantil sobre las carnes imponían un ruralismo extensivo; en otras palabras, se hacía “producir” a la tierra y no a los hombres. Un derrotero contrario hubiese obligado a intensificar la tecnificación desplazando la masa de ingresos de la renta a la plusvalía industrial agrícola-ganadera. El desempleo crónico estimuló una hipertrofia urbana parasitaria: el lugar del asalariado circunstancialmente ocioso fue ocupado por una burocracia diversa, las capas medias –típico fenómeno rioplatense–. Así surgió el mercado interno de la semi-colonia.
Esta semi-colonia privilegiada con sus ciudades-puerto “europeas”, sus sistemas poli-clasistas de sectores beneficiados por el librecambio exportador-importador siempre predispuestos a secundar activamente la colonización imperialista del país, es la que generó el malentendido. En términos de los sectores dominantes: el peso del sector “servicios” dentro del producto bruto nacional no resultaba de una alta productividad del trabajo en el ámbito tecno-productivo, sino de los beneficios de la renta diferencial. Así se explica que la quiebra del mercado mundial, a partir de 1930, sumergiera en la mayor crisis –real– a la “potencia global”: el deterioro insalvable de los términos del intercambio internacional fue la ley que puso en marcha la descomposición de esa estructura, esto es, el mercado regulado. Síntesis: la “potencia global” que con su “revolución” quiere recrear Milei era en realidad una semi-colonia.
Por eso, hablar del atraso tecnológico argentino –“subdesarrollo”– como un fenómeno técnico es tergiversar la cuestión. La distancia tecnológica que nos separa de los países avanzados, causa determinante de la inflación cuando se inicia cada ciclo de crecimiento económico, es una consecuencia de la distancia social: lo decisivo es la incapacidad del orden social para cubrir un abismo que no explican los datos técnicos: riqueza disponible, equipamiento tecnológico, experiencia industrial y nivel cultural.
El primer peronismo revirtió la decadencia argentina, avanzó notablemente en un proceso de descolonización del país aunque no encaró la tarea de desarticular a la madre de las castas, exactamente lo contrario de lo que reza el verso conservador.
La comunidad nacional en peligro
De los párrafos anteriores se desprende que, desde la perspectiva nacional-popular, habrá que enfrentar la añeja contradicción nacional, esta vez contra el bloque oligárquico-corporativo-imperialista –el rechazo a los BRICS y la privatización de YPF y ARSAT son tiros al corazón de esa estrategia–, con el agravante de que el bloque antagónico pone en peligro de disolución a la comunidad nacional.
En efecto, en el plano simbólico, la única vez que el Presidente Javier Milei ha pronunciado públicamente la palabra "nación" fue cuando el pasado 10 de diciembre leyó la fórmula de su propio juramento, un acto meramente formal.
No estamos frente a una originalidad de las que fueron jalonando el derrotero de Milei a la Casa Rosada: la destrucción de Estados y comunidades nacionales es una de las variantes que vienen ensayando el imperialismo y sus aliados locales para consolidar el dominio en países ubicados en zonas geopolíticamente claves, como la ex Yugoslavia; o en aquellos cuyos territorios albergan recursos naturales de importancia estratégica, como Libia, interés que explicitó para América latina la jefa del Comando Sur de Estados Unidos, Laura Richardson, refiriéndose al litio, al petróleo y al agua dulce; para mencionar sólo algunos ejemplos. Eso sí, siempre en nombre de la libertad, la democracia y la protección humanitaria de los pueblos cuyo sometimiento se proponen profundizar.
En ninguno de esos casos han faltado los grandes conglomerados económicos y el violento enfrentamiento entre connacionales, algo que no puede descartarse entre argentinas y argentinos cuando en poco tiempo sientan el azote de las políticas en ejecución que, para los unos, devotos del “no hay alternativa” por la “herencia recibida” –cuestionada por razones opuestas a las nuestras– son inevitables; mientras que para los otros son los tormentos que impone el ignorante ideologismo extremo de Milei.
La demolición del Estado nacional y el feroz ataque a la comunidad que le confiere sentido histórico y político se pusieron en marcha con una rapidez comparable a la de la reacción social que provocaron. Semejante quiebre de las conquistas populares y debilitamiento de sindicatos y movimientos sociales ocasionará un sufrimiento tan duro como innecesario, cuyas graves consecuencias transgeneracionales –desnutrición infantil, hambre y empobrecimiento, matizados con represión pura y dura– incluirán a quienes pensaron que no era contra ellos y a quienes creyeron en el falso consuelo “sufrí ahora para estar bien después”, similar al publicitado por los representantes de las “fuerzas del cielo”: “De los pobres será el reino de los cielos”.
Justamente, en tiempos de esencialismos es importante señalar que las naciones y las comunidades nacionales no son entes que vienen del cielo o de la naturaleza, son construcciones humanas y, por lo tanto, históricas. Esto quiere decir que, así como fueron organizadas, pueden ser destruidas.
Si el nacionalismo oligárquico/romántico consideró a la nación como una entidad absoluta, abstraída de la historia y convertida en un fetiche, los liberales nunca entendieron la dinámica de su formación y nuestros libertarios directamente ignoran su existencia.
La formación de las comunidades y de los Estados nacionales corresponde a un determinado tiempo y lugar: Europa Occidental a partir del Renacimiento. La nación no es cualquier comunidad sino una estructura comunitaria determinada por cierto nivel del proceso histórico correspondiente al ascenso del capitalismo. Es la forma normal de la existencia de lo que el marxismo denominó sociedad burguesa, del mercado interno capitalista. Esta sociedad burguesa precedió a la comunidad nacional, como mostraron sus primeras manifestaciones en Italia y Flandes, circunscriptas al ámbito de ciudades libres y principados.
El mundo burgués, que comenzó con vigorosos procesos nacionales, engendró después la insurgencia nacional de la periferia colonizada, que en nuestro país condujo Perón. Pero estas revoluciones nacionales ya no expresaban, como las clásicas, el empuje de un capitalismo maduro sino la crisis del capitalismo imperialista. La fase actual del capitalismo impulsa la integración en bloques supranacionales, pero esto no quiere decir que el Estado nacional –como expresión institucional de las naciones– haya perdido vigencia, ni mucho menos: fortalecerlo es una exigencia de la liberación nacional. El 10 de diciembre la Argentina puso marcha atrás en el proceso histórico.
Es oportuno recordar que en octubre de 2001 el entonces ministro de Economía y actual consejero del Presidente, Domingo Cavallo, se refirió a algunas “provincias inviables” con el propósito de desfinanciarlas porque “no hay plata”; y que el actual gobernador de Mendoza y aliado de Milei, Alfredo Cornejo, en marzo de 2021 –como presidente del Comité Nacional de la UCR– refiriéndose a su provincia afirmó, con el argumento opuesto al de Cavallo, que “cada vez tiene más sentido separarse del país”, propuesta con la que insiste pero ahora invitando también a la secesión a la provincia de Córdoba.
Con estos antecedentes cabe preguntarse: ¿Es que al gran capital y sus adláteres ya no les alcanza con que seamos una semi-colonia? Más aún, sin soberanía alimentaria, sin moneda y sin el control de recursos estratégicos nos queda la lengua, la historia y la capacidad de reacción de un pueblo rebelde. ¿Superaremos el peligro de desaparecer como comunidad nacional?
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