LOS SONÁMBULOS

No hay que despertar a los sonámbulos. Pero, ¿qué pasa cuando se acercan a un peligro real?

 

Todo el mundo sabe qué es un sonámbulo, o qué es andar sonámbulo. Lo desconcertante es que, a esta altura de la soirée, todavía no tengamos ni idea de qué es lo que produce el fenómeno.

En materia descriptiva, todo parece claro. El sonambulismo es un desorden del sueño o somniopatía, que ocurre cuando estamos profundamente dormidos y que, sin embargo, lleva a encarar actividades propias de la vigilia: caminar, hablar, comer, limpiar, y hasta algunas peligrosas para intentar mientras estás knocked-out, como conducir un auto. El imaginario popular difundió la imagen de una persona que camina con los ojos cerrados y los brazos extendidos hacia adelante. En la vida real el sonámbulo se mueve con los ojos abiertos, aunque su mirada luzca perdida. La coincidencia entre la fantasía respecto del sonámbulo y su verificación científica es que, en efecto, ni los sonámbulos de las películas ni aquellos que lo son en la realidad recuerdan qué hicieron mientras estaban en esa duermevela, a media agua entre la conciencia y el switch en off.

En términos simbólicos, es un estado tentador para las interpretaciones. Cuando estás sonámbulo no sos responsable de tus actos, porque estás —técnicamente, al menos— dormido. Y como no estás en condiciones de hacerte cargo, se presume que lo que aflora en ese estado es importante, algo que postergaste o sepultaste cuando estabas en on pero que se las ingenió de todos modos para salir a la luz y llegar al acto. Por eso se le dio tanta bola durante el romanticismo, tan sensible a lo irrupción de lo genuino reprimido. En 1831, Vincenzo Bellini estrenó una ópera llamada La sonnambula, cuya protagonista, Amina, era una chica inocente acusada por una transgresión que no había producido adrede, cuando estaba lúcida, sino cuando estaba fuera de sí. Uno de los pre-rafaelitas ingleses, Sin John Everett Millais, pintó un cuadro llamado La sonámbula en 1871, donde muestra a una muchacha en camisón vagando en la noche al aire libre, con un candelero cuya vela se ha apagado.

 

 

 

Por eso el tema tentó también a Freud, que previsiblemente lo ligó a la pulsión de satisfacer deseos sexuales que nadie quería asumir durante la vigilia. Lo cierto es que la condición se volvió indiscutible y por ende persuasiva, de manera conveniente. Tanto en 1846, cuando Albert Tirrell mató a la prostituta María Bickford, como en el año 2008, cuando Brian Thomas mató a su mujer mientras —eso dijo— soñaba que repelía a intrusos en su casa, la excusa fue que se habían convertido en criminales mientras estaban sonámbulos. En ambos casos, separados cronológicamente por más de un siglo y medio, los acusados fueron exonerados. Si yo fuese el ministro Caputo, lo consideraría como argumento en caso de que alguien lo responsabilice por el desastre que provocarán sus medidas económicas. Como Tirrell y Thomas, podrá decir que las concibió mientras dormía. Pero, tratándose de la Justicia argentina, sabemos que nunca se lo acusará de nada, aunque entre a un jardín de infantes con un lanzallamas.

Lo gracioso es que el fenómeno está profusamente documentado e interpretado, pero cuando pretendés saber qué lo induce, la respuesta es elusiva al mejor estilo Adorni ("¿Sueldos? ¿Qué es eso?"): causa desconocida, dice en todas partes. Nadie sabe si el sonambulismo es orgánico o psicológico, ni qué lo detona. Hay quienes sostienen que podría tener que ver con un sistema nervioso inmaduro, o con la fiebre, o ser hereditario, o tener una vinculación no del todo clara con la sustancia neurotransmisora llamada serotonina. ¿En resumen? Muchas hipótesis y ninguna certeza. Para la ciencia de cuyos avances estamos tan orgullosos, el sonambulismo sigue siendo terra incognita, una zona que todavía se resiste a la exploración consciente.

Me puse a pensar en esto por culpa de un artículo de David Remnick en el New Yorker de esta semana, titulado de un modo impactante: "¿Estamos yendo, sonámbulos, hacia una dictadura?" Remnick no se refería a la Argentina, como imaginarán. Lo que se pregunta es si las elecciones de 2024, que tienen como gran favorito al ex Presidente Trump, podrían convertirse en las últimas de la historia contemporánea de los Estados Unidos. Remnick habla de una "incipiente autocracia de Trump... Decenas de millones de estadounidenses —dice— parecen impermeables a la posibilidad de que su horizonte empiece a ser determinado por el absolutismo, la crueldad y la corrupción". Hace muy poco, Sean Hannity, periodista de Fox News —ergo, comunicador de un derechismo pasado de maduro, como aquí La Nación + y TN—, le preguntó a Trump si tenía la intención de convertirse en un dictador, y el tipo le respondió, haciéndose el simpático: "Lo sería durante el primer día de mi próximo gobierno, nomás. Después de eso, ya no seré un dictador". A Remnick, como era de esperar, esa respuesta no le pareció "ni graciosa ni tranquilizadora".

 

 

Lo que alarma al editor del New Yorker es la sensación de que su país se desliza hacia extremos que nadie creía posibles hasta hace poco, sin despertar una reacción acorde a la proximidad de semejante peligro. La imagen de unos Estados Unidos que avanzan sonámbulos hacia el abrazo de oso de una dictadura la formuló Liz Cheney, que no sólo es del Partido Republicano como Trump sino además hija de Dick Cheney, el cerebro funcional de George Bush. Jr. (Hasta hace muy poco también, a la derecha del halcón Cheney quedaba la pared, apenas: daddy Dick no era precisamente Blancanieves sino un criminal de guerra, se atrevió hasta a balear a un amigo mientras cazaba. ¡Pero entonces llegaron Donald, Steve Bannon & Co.!) Ya es evidente que los intentos de frenar a Trump mediante la Justicia —tiene causas para todos los gustos: violencia de género, fraude, manipulación electoral y hasta instigación al golpe de Estado, a partir del desconocimiento de su derrota en enero de 2020—, no han logrado otra cosa que volverlo más popular, mientras su retórica se radicaliza. Recientemente, durante un acto político amenazó con "erradicar a los comunistas, marxistas, fascistas y matones de ultra-izquierda que viven como alimañas dentro de los confines de nuestra nación".

Como quien no quiere la cosa, durante estos días me crucé con el trailer de la próxima película del director y guionista Alex Garland. Un artista interesante, que suele alumbrar relatos de ciencia ficción llenos de preguntas respecto de nuestro porvenir inminente: películas como Ex Machina, Aniquilación y Hombres, series como Devs. Es obvio que Garland sintoniza hoy con el Remnick del New Yorker, aunque no desde el análisis político sino desde la intuición y el ejercicio disciplinado de la imaginación. Porque su nuevo film, que se estrena a fines de abril del 2024, muestra a unos Estados Unidos partidos en dos y se llama, muy claramente, Guerra civil (Civil War).

 

 

 

 

No toda es vigilia la de los ojos abiertos

Mientras tanto el Estado de Israel pulveriza leyes internacionales como palos de bowling en Gaza, y despliega un canibalismo omnívoro que contemplamos con ojos de sonámbulo: vemos lo que ocurre, pero es como si no lo viésemos. No nos conmueven ni los cadáveres de las criaturas, ni el llanto de sus padres y hermanos, ni la cantidad de periodistas asesinados. (En apenas dos meses, ya sucumbieron allí 63 reporteros, de los cuales 56 eran palestinos, 4 israelíes y 3 libaneses. Durante la entera Segunda Guerra Mundial —o sea, entre 1939 y 1945, y no en el pañuelito que es Gaza sino en la vastedad del territorio europeo— murieron 69 periodistas: una bicoca, según los parámetros contemporáneos.)

Tampoco nos perturban las prácticas perversas del ejército israelí, como ordenar a los palestinos que se desplacen a un lugar que a continuación empiezan a bombardear, o emplazar francotiradores para que eliminen quirúrgicamente a gente desarmada que se refugia en las ruinas de un hospital. A último momento me entero de la suerte del reportero número 64: un camarógrafo de Al Jazeera llamado Samer Abu Daqqa, herido en un ataque con drones a una escuela, que se desangró durante cinco horas y pico hasta morir, porque los soldados israelíes impidieron que el auxilio médico sortease sus barreras.

 

 

Nos enteramos de todo esto, registramos con nuestros ojos algunas de las imágenes más desoladoras que hayamos visto, y es como si estuviésemos viendo una publicidad de aceite, con jingle pegadizo a lo Marolio. Es una realidad que pasa de largo, sin rozarnos ni dejar marca. No produce reacción, ni intelectual ni emocional. Como si no asumiésemos que se trata de un drama humano, como si fuese apenas infotainment, lo que hoy se eufemiza como "contenido", una pelotudez que alguien craneó para ayudarnos a pasar el rato. En cualquier caso, lo cierto es que basta un nuevo clic para que al instante estemos surfeando entre menúes recomendados para Navidad y las novedades de Gran Hermano.

La continuada guerra entre Rusia y Ucrania ha sido desplazada al trastero de nuestra conciencia, como si ya no se la librase más. (Cuando continúa, con una perspectiva cada vez más preocupante para el cómico devenido Presidente — hablo de Zelensky, no de Milei.) Y las señales del calentamiento global no cejan, perfectamente mensurables y por ende comparables con las temperaturas del pasado, arrojando resultados que indican que estamos cada vez más cerca de abrasarnos —con ese de brasa, y no con zeta de abrazo—, sin que los guarismos impresionen como algo digno de alarma. Los números perdieron consistencia, valor persuasivo. Los vemos, los leemos, los decodificamos, pero es como si no los viésemos, como si ya no significasen nada. Yo entiendo que las cifras que obsesionan en estos días son económicas en sentido excluyente, datos que objetivan el poder de compra que perdemos de a chorros, como quien se desangra. Pero las mediciones de la temperatura en alza deberían desvelarnos también, porque la guita va y viene, pero el planeta va, nomás: una vez que se arruinó un ecosistema, el daño irreparable no deja otra salida que el desplazamiento compulsivo, el nomadismo — el exilio.

Hemos trasladado la dinámica de las pesadillas a la vida diurna, al mundo real. Porque en los malos sueños nos descubrimos al alcance de algo terrible y, cuando queremos reaccionar, salir corriendo, ponernos a salvo, descubrimos que no somos capaces de movernos, o que nuestros movimientos sólo proceden en cámara lenta, de un modo letárgico. En medio de la pesadilla, chocamos contra la limitación de que nuestra voluntad en punto muerto no puede mover a un cuerpo dormido, no logra que arranque. Pero ahora, en las circunstancias de hoy, lo terrible asoma, se nos aproxima ominosamente, y aunque no haya impedimento físico para que tomemos precauciones o nos defendamos, quienes optamos por no reaccionar o por hacerlo en slow motion como el perezoso de Zootopia, somos nosotros.

Libremente. Deliberadamente.

 

 

Pasamos de la voluntad de comprender la materia de nuestras pesadillas, de descular su sentido y función, a someternos a la colonización de nuestras vidas por pesadillas materiales, objetivas, reales. No hay símbolo que describa nuestra situación mejor que ese proto-meme que es, desde hace siglos, la imagen del sonámbulo: caminando a tientas sin registrar dónde pisamos, con los ojos abiertos pero ciegos, sin ver más que los escenarios virtuales que produce nuestra mente y que no se corresponden con el tinglado de la verdad palpable, filosa, desgarradora.

En otras épocas podíamos atribuírselo a la lentitud con que fluía la vida —todos los tiempos eran más laxos, más orgánicos— y a la falta de conexión del enclave local con lo que tenía lugar en el resto del mundo. Te movías con ingenuidad porque no veías qué ocurría al otro lado de la montaña, no podías saber qué pasaba más allá de tu horizonte visual. No existía la información como tal, la aldea era el mundo y en la aldea todos sabían quiénes eran sus vecinos. Difícil prepararse para lo que se ignora.

Después dijeron que la especie es remisa a asumir lo peor, que la inercia de lo que pasa por nuestra normalidad torna difícil reaccionar ante lo inusual, lo que suena inverosímil, impracticable. Es lo que se cuenta de tanta gente de ascendencia judía ante el fenómeno del nazismo. Casi nadie creyó que Hitler y sus huestes llegarían a los extremos que llegaron. Las justificaciones de entonces dibujan una simetría siniestra con el presente argentino. Como tantos euro-judíos de los años '30, acá hay millones que dicen todavía que Milei no va a poder hacer lo que dijo que iba a hacer. A juzgar por la velocidad de las transformaciones de esta semana, mucha gente va a despertar para descubrir que, alrededor de la cama donde dormía, su casa ya no existe.

Pero ahora medimos el tiempo en nanosegundos, estamos sobre-informados con datos que provienen hasta del rincón más remoto —aunque la mayoría de la información sea el equivalente comunicacional de la comida chatarra que bloquea las venas— y la historia académica pero también la experiencia nos han enseñado (y de la peor manera) que la especie humana es cruel y mezquina. En lo que a nuestros congéneres respecta, a no ser que seas un verdadero marmota —¡un dormido!—, la única forma en que nos permitimos esperar lo mejor es en la medida en que nos preparemos para lo peor. Ya nos consta, o debería constarnos: hay que partir de la idea de que lo que se cocina al otro lado de la montaña, allí donde nuestra visibilidad se acaba, es siempre malo. Por lo menos, hasta que se demuestre lo contrario.

 

 

No hemos vivido un momento más alarmante a escala mundial, al menos desde la Segunda Guerra y la Crisis de los Misiles, que este que atravesamos. Bardo en los Estados Unidos, bardo en Europa, bardo en Medio Oriente, bardo en Argentina. Si uno fuese desconfiado —y eso es lo que la experiencia me enseñó, a la manera del más severo de los maestros—, encontraría significativo que todos estos bardos coincidan en el territorio de lo que alguna vez llamamos Occidente. Ya sé que además está el bardo común en materia ambiental, pero en lo que hace a las cuitas económicas y políticas, los que hoy usamos patines con cuchillas sobre hielo delgado somos los que vivimos en este cachete del planeta.

Tal vez se trate, simplemente, de lo que dice el slogan de la película Guerra civil durante su trailer: "Todos los imperios caen".

 

 

 

Tomorrow Never Knows

Si algo quedó claro esta semana, es que nuestro país elevó su nivel de conflictividad al mango, para no desentonar con los países ricos de Occidente a los que la nueva administración quiere asociarse acríticamente. La sobreactuación del filo-judaísmo de Milei, que celebró Hanukkah mientras su ministro de Economía anunciaba plagas al pueblo argentino; la presencia constante, naturalizada del Embajador de los Estados Unidos en actividades y reuniones al más alto nivel de gobierno; y la intención de donar dos helicópteros a Ucrania, inequívoca toma de posición en un conflicto bélico que no puede sernos más ajeno, son señales de que corremos con los brazos abiertos hacia los cañones que apuntan en esta dirección. Si a eso le sumamos el cacareado Protocolo de Patricia Bullshit, que a contramano de la Constitución penaliza la protesta (triste ser humano, aquel que disfruta de reprimir más que del sexo), habremos completado los ingredientes de la receta para cocinar un desastre. Sólo resta mezclarlos en las proporciones adecuadas y meterlos al horno. A partir de entonces, será sólo cuestión de tiempo.

Para un país como el nuestro, ubicado a saludable distancia de ciertos focos de conflicto, este era un tiempo para ser consagrado a la prudencia y la previsión. Hay que tomar recaudos para la inminente crisis ambiental, empezando por la protección de los recursos naturales que jugadores muy poderosos querrán disputarle a nuestro pueblo dentro de cinco minutos. Hay que ser mas cautos que nunca en materia geopolítica, sumándose a los países que, de manera tan calma como firme, defienden los intereses de la región en vez de ofrecerse como voluntarios para la primera línea de fuego de una guerra ajena. No nos costaría mucho, la oportunidad está ahí, al alcance: pienso en el liderazgo que en América del Sur lleva adelante el Brasil de Lula, por ejemplo. (Dicho sea de paso: muchas gracias Daniel Osvaldo Scioli, reconfirmado como embajador en Brasilia por este nuevo gobierno. Demostraste que en su momento hicimos bien en desconfiar de vos y votarte a regañadientes. ¡Nos quitaste un peso de encima!) Y sin embargo, elegimos hacer todo lo contrario.

El hambre y la represión van a dejarnos inermes, al filo de la indefensión. Y cuando alguien venga a llevarse lo que es del pueblo argentino, no encontrará resistencia. Entrará en nuestro territorio caminando, sin más molestia que la que depara esquivar ruinas y focos de incendio.

 

 

Para ciertas cosas, ya es tarde. Nadie nos puso una pistola en la sien para que votásemos como se votó. Cada vez habrá más ciudadanos que aleguen que no lo hicieron a conciencia, que estaban sonámbulos cuando lo decidieron. El folklore alrededor del tema sugiere que no hay que despertar a un sonámbulo en pleno trance, pero la realidad no será tan discreta. Millones de argentinos se despabilarán para descubrir que sus cuerpos están en llamas. Preguntándose qué pasó, cómo fue que se convirtieron en antorchas humanas, cuando apenas les quede tiempo para reaccionar, para evitar que las quemaduras devengan mortales.

También estamos aquellos que advertimos que estábamos metidos en una pesadilla, e intentamos avispar en voz baja a los que marchaban a nuestro lado, sin demasiada suerte. En este contexto, me pregunto si lo más sensato no sería fingir que seguimos siendo sonámbulos, mientras ralentamos el paso y nos acercamos a la retaguardia de la procesión. No lo digo en términos de salvación individual, porque no creo en ella. El planeta se encamina a demostrarnos con terrible practicidad el sentido de la frase: "Acá nos salvamos todos, o no se salva nadie". Pero también creo que cada ser humano aprende de distintas maneras.

Algunos se toman en serio las advertencias de los que tienen experiencia y otros necesitan poner las manos en el fuego para entender. Muchos de nosotros dedicamos meses a explicar, a persuadir, a poner sobre aviso. Quien quiso oír, oyó. Pero los que no quisieron, también estaban en su derecho. Como nosotros estamos ahora en el derecho de tomar las precauciones que todavía están a nuestro alcance.

La dialéctica de los Evangelios es clara a ese respecto. Cuando Jesús envía a los Doce Apóstoles a predicar por el mundo, les dice: "Y cuando alguien no los reciba ni los oiga, al salir de esa casa o de ese pueblo, sacúdanse el polvo de los pies" (Mateo 10: 14). Lo cual es una forma de decir: ustedes hagan su parte y deslíguense del resultado, cada uno debe responsabilizarse por su propia conducta, por las decisiones que tomó. Porque hubo gente que se equivocó honestamente, que de veras pensó que esto podía ser lo mejor, aunque uno lo encuentre difícil de entender. Pero hubo otra gente que no se equivocó, que votó así porque quería que el nuevo gobierno hiciese mierda a muchos y muchas, porque estaba dispuesto a disfrutar del espectáculo de los peronistas siendo devorados por los leones del Coliseo. El único error que cometió esta gente fue uno de lectura, cuando no interpretó que también estaba llamada a ser parte del menú. En lo que respecta a esta monada, yo me sacudo el polvo de los pies y sigo camino.

 

 

Hay que tener presente que este es un momento crucial. Estamos viviendo en el segundo que existe entre que vemos las agujas picar hacia el rojo y el estruendo que, acto seguido, destruirá parlantes y cristales. Aquellos que estamos atentos al vúmetro —aquellos conscientes de no estar ya sonámbulos— tenemos no sólo el derecho, sino ante todo la obligación de aprovechar este instante para taparnos las orejas y evitar que nuestros tímpanos revienten, como reventará lo demás. ¿Quién quedará, si no, para tender la mano a aquellos que no reaccionarán a tiempo y terminarán sordos?

La realidad sacudirá a aquellos que aún no lograron despabilar, a pesar de abundaban las señales de pesadilla. La responsabilidad que ahora cabe a quienes tuvimos la fortuna de despertar a tiempo es la de crear otra realidad, un escenario alternativo. A la violencia que producirá la dictadura del mercado, del sálvese quien pueda, habrá que oponerle organización, comunidad solidaria. Al imperio del Excel y los números hay que oponer el abrazo contenedor, al shock brutal hay que oponerle amor. A la exclusión que marginará a millones hay que oponerle inclusión, por modesta que sea.

Lo que intenta hacer el nuevo gobierno habla por sí solo. (Cuando previene en contra de los falsos profetas, Jesús advierte: "Los identificarán por sus frutos". [Mateo 7: 16]) Así como el Estado de Israel capitalizó la violencia de Hamas para lanzar una campaña de destrucción contra la entera sociedad de Gaza y no dejar nada funcional en pie —arrasa con hospitales, escuelas, universidades, industrias, sembradíos, mezquitas—, Milei se montó sobre el anti-peronismo para ganar las elecciones y rediseñar la sociedad argentina de pies a cabeza. El objetivo es eliminar la clase media y la clase trabajadora para dejar el país dividido entre una mínima casta dominante, con un sector profesional a su exclusivo servicio, y una mayoría que vivirá entre la resignación y la emergencia, como ocurre en tantas otras partes de América Latina.

Por eso no es tiempo de hablar, sino de hacer. Lo que persuadirá a quienes durante algún tiempo no oirán sino un zumbido espantoso, a consecuencia del estallido de sus vidas cotidianas, no serán las explicaciones, sino lo que vean: el ejemplo, los actos virtuosos. La diferencia que existe entre quienes te empujaron del tren en marcha y quienes te recogieron del suelo. Porque puede que haya dormido, nuestro pueblo, pero boludo no es. Tanto su historia como su genoma codifican una vocación de independencia y a la vez de solidaridad que es lo que lo distingue, lo que lo enorgullece. Algo demasiado acendrado como para que desaparezca de un sopetón, y mucho menos durante lo que dura una simple pesadilla.

Eso sí: cuando despierte, no volvamos a fallarle.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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