EL TEOREMA DEL MAMARRACHO
Si la Argentina está regida por alguna lógica, claramente no lo es por la cartesiana
Soy un hombre de letras que se quedó sin palabras.
No, me corrijo. Soy un hombre de letras abrumado por la cantidad de palabras y de ideas que bombardean su cerebro. Palabras e ideas sobran, lo que no sé es con cuáles quedarme, qué decir. Hay un universo de sentidos que se detonó, que estalló en mil pedazos. En su onda expansiva abundan los fragmentos, cosas que pasan por mi cabeza y que traen en su estela otras que parecen inconexas y que a su vez disparan nuevas asociaciones. Lo difícil es que todo se articule, que alumbre un sentido alternativo: algo funcional, que reemplace el edificio de significados que se desmoronó. De momento me dejo llevar por el chisporroteo.
Soy un profeta del apocalipsis, interpretado por Robin Williams.
Lo primero que viene a mi mente el domingo al caer el sol es algo que contó Verbitsky hace semanas. Después del programa de El Cohete A La Luna en la radio de las Madres, compartíamos parte del camino de regreso a casa. Y alguna preocupación de las que arrastrábamos invocó la anécdota. Corría el '89, estaba en curso la interna entre Cafiero y Menem para determinar quién sería el candidato peronista a la presidencia post Alfonsín, y Horacio se encontró a tomar un café con Oscar Camilión, que por entonces trabajaba en las Naciones Unidas y estaba por acá de paso.
Camilión quiso saber quién era este Menem y Horacio le contó una historia que le había referido Pacho Perlinger, compañero de Carlos Saúl durante la cárcel en Magdalena que les tocó cuando la dictadura. Según Perlinger, los sábados, antes de que cayese de visita su esposa Zulema Yoma, Menem descolgaba de la pared de su celda una bendición papal que tenía y se iba con ella hasta la celda de otro preso. Entonces le pedía a este señor que se la guardase hasta que Zulema partiese. La anécdota era doméstica, contaba las cosas que Menem era capaz de hacer para no poner de malas a su compañera. Pero cuando la oyó, Camilión se agarró la cabeza y dijo: "¡Menem Presidente!" Verbitsky preguntó por qué decía eso. Y Camilión respondió: "Porque este país es incapaz de privarse de un mamarracho así".
En aquel momento me reí, pero la historia se me quedó pegada como una señal. Porque si el Teorema del Mamarracho seguía estando vigente en la Argentina, eso sólo podía significar una cosa: que el resultado de las elecciones del corriente año —todavía no había tenido lugar ni la primera vuelta— era irreversible.
Ya es noche de domingo y los números nos inundan, describiendo una catástrofe. Massa reconoce la derrota. El Presidente electo de los argentinos es un señor a quien un twitt de ultramar describe como "un villano de los que intentaba matar a Alain Delon en los policiales trash de los '70".
Ahogado por un rush de adrenalina, trato de hacer sentido a toda velocidad, de encontrar una explicación que no ofenda ni a Aristóteles ni a Descartes ni a Kant. El primer salvavidas a que me aferro es el más evidente: It's the economy, stupid. Me digo que el Ministro de Economía de un país con un 150 % de inflación anual no puede llegar nunca a Presidente mediante el voto. Suena razonable, ¿o no? Pero es un argumento de patas cortas, porque si las mayorías votaron para mejorar su economía no tiene sentido que elijan a un tipo que prometió ajustar más de lo que pedía el FMI, por motu proprio. Y que en ese marco, además, juró acabar con los subsidios, lo cual generará un shock inflacionario bestial porque hará que todo aumente, desde el transporte hasta el último de los productos que quemó combustible para llegar a tu mesa. Se podría alegar que es una de las cosas que la gente pasó por alto durante la campaña, pero el potencial aumento de los transportes se comunicó en todas partes: subtes, bondis, la tele, las redes. La única forma de no enterarte era que no quisieses enterarte, que te tapases ojos y oídos a propósito.
Ponele que mucha gente no lo vio, o no creyó que fuese a llevarlo adelante. Pero apenas Macri salió a bancar al candidato de La Libertad Avanza, toda duda debería haberse disipado. Para las familias de clase laburante, Macri es sinónimo del momento en que empezaron a vivir en caída libre. Más allá de la deuda que tomó y que seguirán pagando nuestros bisnietos, equivale al momento en que no quedó otra que pagar morfi en cuotas y endeudarse hasta la verija para llegar a fin de mes o comprar dólares el día 5 apostando a venderlos dentro de dos semanas y que la diferencia de cotización te sostenga un rato más. No, no podés pretender que votaste al candidato libertario en la esperanza de que llene tus bolsillos. Ningún tipo desprovisto de experiencia ejecutiva a quien Macri apadrine hará nada que beneficie a los pobres, por definición. Macri es anti-pobres, lo demostró una y mil veces. Para él los pobres son los que, si no pueden pagar su sobrevida, deben resignarse a morir. Entonces hay que tachar la economía de la lista y reescribirla al costado, donde uno toma nota de las razones probables mas no suficientes, y entonces la frase queda reducida a: It's stupid.
¿Es estúpida la gente? ¿Funciona esa respuesta, me satisface? Claro que no. Pero no olvido que la diferencia que existe entre la estupidez y el comportamiento ilógico puede ser muy fina, o de mera perspectiva. Y que la lógica en sí misma es un patrón relativo. Que alguien no sea cartesiano no significa que carezca de lógica, tan sólo significa que razona según un sistema alternativo de pensamiento. Eso me gusta más, porque reconfigura mi GPS mental y me guía en la busca de una lógica, o lógicas, nuevas.
Porque cartesiana no es, la cosa. Ni a palos.
Pienso en otro sector de los votantes del Mamarracho, en la clase media que se reconoce anti-peronista. Mucha de esa gente no votó en favor del candidato sino en contra del peronismo. Y hasta ahí yo lo entiendo, porque podemos ser insoportables. Lo ideologizamos todo, tenemos más pila que el conejito de Energizer, estamos convencidos de ser los más buenos y los más iluminados y los más generosos y los más lindos y de contar con todo lo mejor: artistas, deportistas, humoristas, dirigentes. Pero aquel que siempre se siente parte del equipo campeón puede pasar en un tris de ser aquel a quien todos quieren como amigo a ser un denso imbancable. Lo comprendo perfectamente, sería un necio si no lo hiciese: para un sector de la población somos detestables, les crispamos los nervios. Nos ven aparecer, con nuestra suficiencia intelectual y nuestro rosario de buenas intenciones, y ya no pueden razonar. Lo único que piensan es kill, kill, kill.
También están las razones políticas en sentido estricto. Existe gente inteligente que considera que la democracia se deprecia en manos del populismo, que piensa que peronismo es demagogia, que cree que la regulación quita dinamismo a la economía y que preferiría más liberalismo y un acceso a bienes suntuarios de los que alguna vez dispuso, entre otros argumentos de peso. (A mí tampoco me molestaría volver a comer helado Häagen-Dazs y fumar Gitanes, como en los '90. ¡Nadie está en contra del disfrute per se!) Ahí debería tener lugar la discusión sobre el modelo de país, claro. Porque, a no ser que se trate de gente a la que no le molesta que Argentina se deshaga de su clase media para quedarse con una mínima clase alta y un 90% de pobres, habría que debatir cómo hace uno, siendo un país que queda en el culo del mundo rico y con una industria precaria e insuficiente, para que el pueblo viva en mínimas condiciones de dignidad.
Pero pongamos que, de todos modos, damos la discusión del precio que se está dispuesto a pagar para que el país se parezca a un modelo bien pensado. Y que ahí nosotros defendemos la necesidad de un Estado fuerte con tal de no dejar a los pobres a la intemperie, aunque eso signifique privarnos de ciertos gustos. Mientras que otros defenderían su derecho al goce sin condicionamientos, un sistema con menos intervención, donde cada uno disfrute de lo que tiene o logra y haga con su plata lo que se le cante el upite.
El problema es que la discusión no se agota en modelos económicos. Cuando votantes formalmente educados que, teniendo todo el derecho de no comulgar con el peronismo, optan por candidatos que defienden lo actuado por los genocidas en los '70, ya no estamos hablando de diferencias en materia de política anti-inflacionaria. Estamos hablando de gente que considera la represión como un precio que está dispuesta a pagar con tal de defender el tipo de vida al que aspira. Y ese es el punto donde al menos yo daría la discusión por terminada. Porque en ese caso se apartaría de las reglas de juego de la democracia para empezar a considerar como válidos elementos autoritarios, más propios de una tiranía.
Una cosa es que no estés de acuerdo con el peronismo, que formalmente es un partido político más, y por eso decidas votar a otro o votar en blanco o anular tu voto. Y otra muy distinta es que votes por una fuerza política que justifica la violencia en su contra y la represión de los pobres.
Como dice alguien a quien quiero y respeto: si odiás al peronismo más que a Videla, el problema no es mío, hermano: es tuyo.
El peor y lo mejor
La consistencia del voto tampoco obedece a la lógica tradicional. Porque si se analizan los resultados a nivel local y provincial, salta a la vista que la gente votó con sensatez. Refrendó a quien le constaba que era buen administrador o desplazó a quien no había solucionado sus problemas cotidianos, optando por lo que le pareció la mejor alternativa. Podríamos decir que de algún modo fue a lo seguro. No deliró, decidió de modo racional. Pero en el nivel nacional —esas alturas enrarecidas donde se toman decisiones macro que parecen tener poco que ver con el alumbrado de mi calle y la reparación de la escuela de tu hijo— se votó de otro modo.
Triunfó en casi todo el país un candidato que prácticamente no había hecho campaña tradicional en provincia alguna. Podría decirse, incluso, que quien ganó no fue un político, sino un personaje de la televisión y de las redes, más próximo a la ficción que a la realidad. (Es llamativa, incluso, la forma en que la diferencia rotunda en materia de votos que obtuvo Axel en primera vuelta se redujo al mínimo cuando había que elegir entre Massa y el Mamarracho.) Todo indica que el voto local, provincial, se rigió por parámetros objetivos, por el análisis de hechos que el votante tenía a la vista. En cambio, parte del voto nacional parece haberse guiado por factores subjetivísimos, que dejaron a un costado la plataforma electoral, las declaraciones y el desempeño en público del candidato. Da la sensación de que hubo quien votó como se apuesta por un caballo cuando uno va por primera vez a un hipódromo: no por probabilidad y estadística, sino porque te agrada más el nombre de ese potro o los colores del jockey.
¿Quiero decir con esto que se trató de un voto irracional? ¿Funciona esa respuesta, me satisface? Claro que no. Pero subraya que, como ya anticipé, se trató de un voto que respondió a lógicas inhabituales.
El Teorema del Mamarracho me recordó la elección que consagró a Menem por primera vez. En esa ocasión yo lo voté, aunque fue la única vez que lo elegí. (Cuando demostró quién era en el ejercicio del poder, ya no volví a regalarle mi confianza.) ¿Significa eso que yo consideraba en 1989 que el Cal-los era el mejor candidato? Claro que no, no tenía cómo juzgar, salvo que extrapolase su experiencia como gobernador de La Rioja a nivel nacional. Pero la alternativa, el candidato radical Eduardo Angeloz, me parecía invotable. Formalmente se veía más serio que el exótico Menem, era un político tradicional. Pero al mismo tiempo Angeloz representaba continuidad, la prolongación de la hiper-inflación y la impunidad que caracterizaron el último tramo del gobierno de Alfonsín. Y además su campaña no disimulaba el desprecio que sentía por el cuasi-simio patilludo que representaba al peronismo. Era francamente racista — gorila, del más clasista de los modos— y por eso la encontré insultante. En consecuencia a la hora de votar, a pesar de que no me consideraba peronista ni a ganchos, opté por el candidato freak que, además de no mostrarse como una porquería de persona, prometía la Yevolución Productiva.
Lo que me pregunto es qué hubiese hecho yo este 19 de tener los 27 de entonces. ¿Hubiese votado al Mamarracho de hoy como voté al Mamarracho de entonces? ¿Pensaría en Massa como la continuidad del impresentable Alberto, me hubiese sentido insultado por el menosprecio ostensible del que se hacía objeto al candidato alternativo? No tengo forma de saberlo, pero este recuerdo me ayuda a entender, a aceptar que cualquiera —empezando por uno mismo— puede votar por razones que escapan del acotado marco del pensamiento político convencional. La mayor parte de la gente no desarrolla la infinidad de cálculos y consideraciones que uno hace. Están los que votan por odio y resentimiento, pero también están los que votan por instinto, por reflejo visceral, por simpatía o empatía, por identificación o por deseo.
Con los que odian no hay mucho que hacer, al menos a corto plazo. (Son tan incorregibles hoy como lo eran los peronistas cuando Borges los definió de ese modo.) ¿Pero qué pasa con los demás, los que no votaron al Mamarracho por razones negativas sino positivas, como lo hice yo por el Cal-los en el '89? ¿Qué proyectaron sobre el candidato para preferirlo al tránsito poceado pero conocido que representaba Massa?
Hay que aceptar que el voto por Massa en el 2023 —nuestro voto, mi voto— era conservador. Una apuesta a seguir avanzando por una ruta en pésimo estado. Sin más garantías que la de conectar más adelante con una estación de servicio que, dependiendo del suministro del combustible y el precio actual de la nafta, te permita seguir tirando. Con la módica esperanza de llegar alguna vez a un punto donde garpe detenerse y disfrutar de la vida, al menos por un rato. Massa representaba la continuidad del gobierno de una coalición que arrancó todos los dientes a su partido mayoritario, que convirtió al peronismo en socio de una administración que convivía con la realidad de la pobreza creciente sin perder el sueño. A pesar de que durante la campaña lo hizo todo bien, para Massa la tarea de despegarse del gobierno, de demostrar que de verdad era otra cosa, era aún más improbable que bajar la inflación, más allá de la popularidad del jingle que juraba: "¡Yo no soy Alberto Fernández!"
Del golpe simbólico que representaron las fotos del cumple de Fabiola en plena cuarentena no nos recuperamos. Fueron la prueba de la traición al pueblo de un gobernante, en plena crisis — más casta que el abuso del privilegio que te concedió el voto popular no vas a encontrar. Por eso Alberto no pudo ni presentarse a la reelección y Axel ganó cómodo: porque el combo buena gestión + buen ejemplo sigue siendo imbatible, aún en medio de la malaria. Pero la otra imagen que se sumará a la síntesis del gobierno de Alberto será la que se genere cuando ceda los atributos presidenciales. Porque ese pase de banda y ese apretón de manos rubricarán que la tarea de dinamitar al campo popular por dentro la cumplió con éxito.
Y en ese contexto el Mamarracho no podía sino ser disruptivo, excitante, promisorio. Votarlo fue para muchos una forma de obtener crédito social, de sacar pecho, de demostrar que podías ser edgy, cool, osado hasta el límite con la temeridad. Mientras que lo otro suponía un voto resignado, sin otra ambición que la de persistir en lo malo conocido. Cualquiera que haya sido joven de verdad debería comprenderlo. En esa etapa de la vida, lo que nos resulta intolerable —lo que no se banca más, como decía Charly— es mucho más persuasivo y definido que lo deberíamos desear. Uno no termina de entender del todo bien qué es lo que quiere, pero tiene clarísimo qué es lo que ya no quiere.
A eso hay que sumar elementos del cambio cultural. Existen rasgos del Mamarracho que resultan escalofriantes a quienes crecimos en el seno de una cultura que glorificaba a los héroes de una pieza, abnegados. (Hablo de una era en la cual un tipo poderosísimo como Superman vivía de su sueldo como periodista del Daily Planet. Hoy para vivir como periodista con un único sueldo tenés que ser Superman, en efecto.) Pero estos pibes de hoy crecieron en un mundo donde los antihéroes o villanos son más interesantes que los héroes. Al lado de Darth Vader, Luke Skywalker es un embole. Antihéroes y villanos hacen lo que quieren —matar a destajo, darse todos los gustos— sin pedir perdón. Y eso representa hoy un modelo, una imagen aspiracional. El héroe recibe el título de tal de manos de la comunidad a la que sirve. El antihéroe y el villano laburan para ellos mismos, sólo se relacionan con una comunidad en la medida en que convenga a sus intereses individuales.
En los juegos de antaño los héroes mataban a sus adversarios, sí, pero lo hacían con la excusa de llevar adelante una buena causa. En los juegos de hoy, los antihéroes matan porque así sumás más puntos. Y si los arrinconás, ponen cara de malos y van al frente igual aunque arrecien las balas. Antes que a un Presidente, el Mamarracho apostaba a consagrarse como action figure, un muñequito de colección. El tipo se vendía como alguien remiso a comprometer su visión, a negociarla con nadie. Pretendía ser la versión argenta de Tony Montana, el Scarface de Brian DePalma: Say hello to my little motosierra!
Se lo podrá criticar por mil razones, pero no hay forma de negar que leyó el presente con sagacidad. El tipo entendió lo que moviliza a muchos jóvenes y sincronizó con su rebeldía natural. A muchos les cuesta entenderlo todavía, como le costaba a nuestros mayores entender cuál era la gracia de mover la pelvis al ritmo de una música cruda y elemental. (Aunque habría que precisar que el Mamarracho se salteó al Elvis original y saltó de una a su etapa en Las Vegas.) No es culpa suya que el peronismo se haya convertido en parte del statu quo, del mainstream. No es culpa suya que el peronismo haya dejado de convocar a la energía juvenil para involucrarla en un cambio sustancial de la sociedad. Esto no significa que el Mamarracho haya sido el mejor candidato, para nada. Es casi indefectible que nos conducirá a un desastre mayúsculo. Lo que no deberíamos ignorar es que puede que los jóvenes hayan votado al peor de los candidatos, pero aún así lo hicieron por la mejor de las razones.
Hagamos música
Ya es jueves a última hora y la realidad adquiere un vértigo que hace que mi mente parezca funcionar en cámara lenta. Se atribuye al equipo del Mamarracho —desde fuentes amorosamente promiscuas, como el olfa televisivo Jonatan Viale—, la confirmación de que la Ministra de Seguridad del nuevo gobierno sería la misma mujer a quien semanas atrás acusó de poner bombas en jardines de infantes: ¡Pato Bullshit! Y su Dolarizador En Jefe, Emilio Ocampo, se baja del gabinete en desacuerdo con la aproximación de figurones del riñón pasado o actual de Mugricio Macri: Toto Caputo, Sturzenegger... ¡La misma gente que ayer nomás dejó la economía convertida en Gaza! Mi Robin Williams interno no puede creerlo, la dinámica de la conformación del gabinete del Mamarracho le tira más chistes por segundo de los que puede procesar y escupir.
Si en efecto Macri le bolsiqueó el gobierno, se trataría de la más grande estafa electoral que se haya consumado en este siglo. (Algo que sólo Mugricio puede intentar, consciente del margen de impunidad de que dispone. Porque es un tipo que nunca tuvo que pagar por nada en su vida, en ningún sentido: ni con dinero ni con la aceptación de su responsabilidad, porque cuando no es culpa de Franco, es culpa de Antonia. Y a cuenta de la única vez que se frustró en su etapa adulta —cuando le negamos la reelección—, ahora le pasa la factura al pueblo argentino.) Pero claro, todavía hay que ver cómo repercutiría la cosa. Porque existen votantes que no protestarán. De hecho, el porcentaje que votó a Pato Bullshit como Presidenta estará chocho, porque se siente más tranquilo con la Pato que hace de Rambo que con la idea de verla en el balcón de la Rosada. Pero la parte más vocinglera del público, la muchachada que se manda siempre al pie del escenario a hacer pogo, puede que no esté contenta con el cambio de programa. Si sacaste entrada para ver a Los Ramones, no te va a copar enterarte de que el concierto estará a cargo de María Marta Serra Lima.
Esto es una remake de El padrino, pero filmada por John Waters.
Y si hubiese que dar crédito al spin que quieren imprimir a la cosa desde el campo del Mamarracho, diciendo que en realidad es él quien bolsiqueó a Macri llevándose a su gente sin pedirle permiso, la conclusión sería igual de absurda, o incluso más. ¿Llegar como lo nuevo para, aún antes de asumir, poner el país en manos de la casta económica que ya nos endeudó de aquí a la eternidad? ¿De la gente que voló por los aires hace seis años porque ya nadie quería prestarle ni un dólar más, y que ahora sugiere que pedirá nuevos préstamos para acabar con las LELIQs? ¿Nos estamos enterando de que El León era Skar y que ya se entongó con las hienas y los buitres aún antes de asumir el trono de la selva? Nunca he visto a nadie consumir su capital simbólico a semejante velocidad, y para colmo antes de sentarse en el sillón de Rivadavia.
Esto es una remake de El rey león, pero filmada por Almodóvar.
Necesito dejar de ver lo que vibra, rebota y se mueve a ritmo supersónico durante unos minutos. Fijar la vista en el fondo de la cosa, en el escenario, en lo que permanece.
Somos una nación que parece haber nacido prematuramente, apurada por un grupo de patriotas visionarios. En consecuencia, salimos al mundo antes de haber terminado de desarrollar nuestro sistema inmunológico. Por eso fuimos vanguardia en muchas cosas, antes de haber alcanzado la madurez necesaria: precoces, sin dejar nunca de ser imberbes. A 213 años de nuestro parto, todavía no conseguimos ponernos de acuerdo en un modelo de país al que todos le pongamos la firma y del que nadie se aparte, aun cuando cada partido pretenda darle su impronta, como corresponde. Por eso el mundo nos considera un bicho raro. Porque el espectáculo de un país que se autodestruye, emerge de las cenizas y vuelve a autodestruirse cada 20 años le resulta insólito, incomprensible, demencial.
Nos sorprende el triunfo del Mamarracho porque olvidamos que fuimos el país que toleró en silencio —es decir: que consintió— la más impiadosa de las dictaduras. Para decirlo de otro modo: le tenemos tan poco aprecio a las normas que nos damos, que apenas nos frustran un poquito finjimos demencia cuando alguien se caga en ellas, miramos a otro lado como si nada hubiese ocurrido — y a veces hasta somos nosotros quienes impulsamos o protagonizamos la transgresión. El horror de los '70 nos movió a hacer un fenomenal esfuerzo mental, a consecuencia del cual sufrimos un derrame o algo así, porque ahora nuestro Síndrome de Memoria A Corto Plazo achicó sus márgenes y le hacemos el campo orégano a los turros que nos convirtieron en víctimas no hace 40 años, ni 20, sino hace 5 ó 6, durante el gobierno de Macri. Y no sólo los traemos de vuelta sino además recargados, a pesar de que ya no disimulan su intención de no dejar nada en pie.
Estamos tan arrasados mentalmente, que nos hallamos a punto de habilitar algo que hasta hace unos pocos meses hubiésemos considerado imposible e indeseable a la vez. Porque las dictaduras nos eran impuestas, al menos disponíamos de esa excusa: "Eh, qué querés. Estos milicos..." Pero esto no nos fue impuesto. Esto lo elegimos nosotros. Fuimos hasta el lugar de la votación, agarramos la boletita, la metimos dentro del sobre, dejamos saliva en la pegatina del borde, despachamos el sobre dentro de la urna, pusimos la firma y embolsamos el comprobante. Una serie de actos concatenados que no pueden ser atribuidos más que a la voluntad individual, al ejercicio consciente de la determinación.
Cada uno de nosotros hizo lo que decidió hacer, a partir de ese 19 de noviembre al que llegamos como consecuencia de infinidad de actos y omisiones — por ejemplo, el hecho de que casi hayan matado y después proscripto a la líder del partido más grande de la Argentina sin obtener más reacción de nuestra parte que la que tenemos mientras miramos una serie en Netflix. Hoy nos espanta que el Estado de Israel dé la espalda a su experiencia histórica para convertirse en victimario de sus vecinos, mientras se nos escapa que, a pesar de nuestra propia experiencia, estamos habilitando a los victimarios de siempre no para que masacre a un país limítrofe, sino (insisto: ¡una vez más!) a nosotros mismos.
Todos confluimos en la creación de este presente, cada uno a su manera. Y ahora elegimos Presidente a este Mamarracho, así como hace tiempo elegimos a otro Mamarracho y tiempo atrás dejamos hacer a los Mamarrachos de uniforme, porque todos nosotros somos también un poco mamarrachos. Inmaduros, inconsistentes, irresponsables. El pueblo no se equivoca ni deja de equivocarse: es lo que es, y debe asumirlo si quiere madurar alguna vez.
Yo no sé qué harán los que están contentos con esta situación. Allá ellos y su conciencia y su responsabilidad histórica. En lo que a mí respecta, me siento parte de un sector que debe poner las barbas en remojo. No pienso entrar en el juego de destripar a los nuestros ni seguir corriendo detrás de la pelotita que esta gente usa para distraernos. Basta de dejarse llevar por el movimiento, la forma y los colores de lo que agitan en nuestras narices, no nacimos ayer. Es tiempo de no quitar la vista de lo esencial, del fondo de las cosas. De fijar prioridades, porque no se pueden dar todas las luchas al mismo tiempo: la fragmentación es la mejor amiga de la inercia.
Hora de bajar el copete, de callar o hablar lo mínimo y concentrarse en el hacer, día a día. De volver a ser una comunidad que valora como héroes a quienes no sólo piensan en sí mismos. De que el individualismo deje de ser cool. De que los jóvenes experimenten el subidón que se siente cuando cambiás la vida de otra persona para mejor. Y de renovar la confianza en los dirigentes que no duermen porque están pensando durante las 24 horas cómo mierda cuidarnos, y no en los que se desvelan porque oyen voces. Buena gestión de los recursos existentes (porque magia no se puede hacer, con lo que no te habilitan) y buen ejemplo.
Si en efecto queremos volver a bailar con el pueblo, deberíamos sonar más o menos así.
Por lo pronto, voy a escuchar a Pulp al Movistar Arena y Jarvis Cocker cierra el show —como si supiera— con una canción que dice:
Hermanos, hermanas, ¿no lo ven?
El futuro nos pertenece, a vos y a mí
No habrá peleas en la calle
Creen que nos han derrotado
Pero la venganza será tan dulce
Estamos haciendo una, y la estamos haciendo ahora
Estamos apareciendo desde los flancos
Vos levantá tus manos, esto es una redada
Queremos nuestras casas, queremos nuestras vidas
Queremos las cosas que nos estás negando
No vamos a usar armas, no vamos a usar bombas
Vamos a usar lo que tenemos de sobra
Y eso es nuestro cerebro, yeah.
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