Identidades

Ante el asombro por el triunfo oficialista, se olvida que los opositores no saben qué hacer con la crisis

 

Entre los pliegues del obituario de un economista australiano —absolutamente ignoto para el promedio de la ciudadanía—, fallecido hace unos días a edad provecta, y la perplejidad que causó el resultado de la primera vuelta de las elecciones por el comportamiento de ese mismo colectivo a la hora de sufragar, hay a primera vista una relación tan distante como la del tocino con la velocidad. Esa distancia se acorta hasta transformarse en un lazo que une rasgos identitarios, cuando se escombra el terreno donde una parte de la trama política derechosa —y sus intelectuales orgánicos— asientan sus cabezas para seguir creyendo que están muy parados sobre sus pies.

Sin un cambio pronunciado en el sentido común imperante, en el que tuvo mucho que ver en su articulación ese canguro desconocido por el gran público —al que sus recomendaciones puestas en práctica jodieron tanto—, difícilmente el subdesarrollo entre en el pasado de nuestras vidas, pese a lo grande que fue el amor que le prodigamos. De momento, ese estado de situación de la conciencia política tiene que vérselas con destellos coyunturales en el ámbito de las materias primas alimentarias y energéticas que, para el mediano y largo plazo, auguran escenarios cuya calificación meramente de intrincados denota un optimismo blindado entre quienes lo profesan.

Un reciente informe de la UNCTAD advierte que el precio de los alimentos tiende a permanecer alto, sin tendencia a regresar a los valores pre-pandemia. Dos de las más grandes corporaciones petroleras desembolsaron en conjunto 120.000 millones de dólares para comprarse cada una, una empresa más chica. Este aumento de la concentración pone en duda que se vaya a profundizar el ritmo al que se remplazan los combustibles fósiles. El cambio climático, en verdad, goza de buena salud y las amenazas que propina a las cosechas refuerzan la situación de la cual tomó nota la UNCTAD.

Estas preocupaciones se inscriben o deberían inscribirse también —y primordialmente— entre las que albergan aquellos que se preguntan qué viene después del shock estabilizador. Al fin de cuentas, lo que le da sentido a ese golpe de furca es justamente hacia dónde se va, o sea: la idea de país que se tiene o la utopía, si se quiere. Si seguimos en la misma, ni bien tenga hambre, la burra vuelva —¡otra vez!— al trigo.

 

San Max

El lunes 23 de octubre a los 96 años murió el economista Max Corden. Nació en 1927 como Werner Max Cohn, en Breslau que en esa época era parte de Alemania y ahora —y desde el fin de la guerra— pertenece a Polonia y a esa misma ciudad se la llama Wrocław. Con los nazis en el poder, la familia Cohn, por su condición de judía, fue perseguida y decidieron emigrar a Australia poco antes de que se iniciara la Segunda Guerra. Allí se cambiaron el apellido Cohn por Corden. Max estudió en Australia e Inglaterra, donde más tarde fue profesor en Oxford. Fue funcionario importante del FMI y también enseñó en la Johns Hopkins en Washington DC.

El miércoles 25 de octubre el doctor Steven Kennedy, secretario del Tesoro de Australia, se reunió con el comité legislativo de asuntos económicos para discutir las medidas presupuestarias a implementar. Kennedy redondeó su discurso ante el comité diciendo: “Antes de concluir, quisiera hacer una mención especial al profesor Max Corden —quien lamentablemente falleció esta semana— y reconocer su importante contribución al comercio y la economía del bienestar, tanto en Australia como en todo el mundo (…). Durante más de seis décadas, el profesor Corden fue un gigante intelectual en la teoría del comercio internacional y la política económica australiana. (…) fue un líder intelectual clave detrás del impulso para modernizar la economía australiana mediante la reducción de la protección arancelaria en los años 1970 y 1980”.

 

Protección efectiva y enfermedad holandesa

Este economista neoclásico fue el gran publicista del ajuste ortodoxo. No creó, pero recreó los conceptos de protección efectiva y enfermedad holandesa. Esas dos herramientas las puso en juego, por ejemplo, para recomendar qué hacer para estabilizar una economía periférica, endeudada, con alta inflación. Básicamente, empobrecer a la nación que cae en la mala hora.

La protección nominal no es lo mismo que la protección efectiva. La protección nominal alude a los aranceles que se ponen a los bienes finales importados (por ejemplo: chupetines) o bien para recaudar, o bien para hacer más caros los chupetines importados —al punto de resultar prohibitivos— y sustituirlos por producción nacional. En este segundo ejemplo, el arancel aduanero resulta indispensable porque el costo nacional es largamente superior al importado.

La protección efectiva, por el contrario, busca medir hasta qué punto las restricciones a la importación de un producto (junto con las de los insumos que lo componen) permiten que el valor agregado en la producción exceda al nivel que le correspondería a la situación de libre comercio. Definido toscamente, el valor agregado resulta de la suma de las ganancias, los salarios y los impuestos indirectos. De la cabeza neoclásica de Corden, entonces, salió una categoría (la protección efectiva) que permite identificar que si hay déficits persistentes es la cuenta comercial (importaciones mayores a importaciones) es justamente porque la protección efectiva determina precios más altos que —a su vez— determinan salarios y ganancias más altas de las debidas, lo cual termina (en esa visión) de generar un zafarrancho donde todos pierden salvo los privilegiados que las embolsan. Si hay que equilibrar la balanza comercial, entonces hay que bajar el gasto, o sea: bajar la protección efectiva, o sea, nada de industria pesada, o como ahora se la llama de insumos difundidos.

Esto fue (el paper original apareció en 1966) y es como darles dulce de leche a los gorilas argentinos, sentimentalmente librecambistas. Lástima para esas almas tan gentiles que este mito de la protección efectiva es eso: un mito. Desde que el capital es móvil a escala internacional (su rendimiento tiende a igualarse entre países) no hay posibilidad de ganar por encima de la media mundial (en la periferia algo mayor, por una prima de riesgo, digamos). En cuanto a los salarios, estos son establecidos por la lucha política. En otras palabras, no son los precios de los bienes que hace un asalariado el que determina su remuneración. Por eso es que la reacción insiste con la flexibilización laboral. Si fuera por la protección efectiva, abren la economía y al bajar los precios bajan los salarios. El desempleo que cunde tras la apertura erosiona el poder de negociación. Pero una vez que se repone ese poder, vuelve a buscar el valor salarial más alto anterior y lo consigue. Como la sustitución de importaciones fue para atrás, explota la balanza comercial. Momentáneamente, la manada de gorilas recurre al negocio del endeudamiento externo, que dura lo que dura la tolerancia al riesgo de Wall Street. Y desde Martínez de Hoz todo vuelve a empezar. Van 50 años. Evidentemente, la muchachada de las mayorías nacionales se está tomando su tiempo para resolver de una vez este asunto.

En cuanto a la enfermedad holandesa, se refiere a los supuestos problemas que le trajo a la economía de los Países Bajos el retraso cambiario que generó el descubrimiento en los ‘60 de yacimientos gasíferos y el consiguiente aumento de las exportaciones de gas. Otro tanto lo que le sucedió a Gran Bretaña en la década de 1970 y años posteriores, cuando el descubrimiento de petróleo en el Mar del Norte coincidió con un fuerte aumento de los precios mundiales del petróleo. Según Corden, los retrasos cambiarios, cuando se dan por estos shocks favorables de materias primas, generan desindustrialización porque le quitan competitividad a la oferta exportable manufacturera al hacerla cara. Otra gran sanata. Las exportaciones son inelásticas hasta el tuétano. Bajan muy poco cuando su precio aumenta mucho. Corden se limita a negar esto, sin dar ninguna prueba empírica, lo que hubiera arruinado completamente el diagnóstico de la enfermedad. Recomienda enfrentar la enfermedad holandesa bajando los salarios. Por cierto, los Países Bajos aumentaron mucho su bienestar en los ‘60. No se percibe que hayan enfermado. Revisando los números se constata exactamente lo contrario. En lo que respecta a Inglaterra, en los ‘70 fue para atrás por la defección laborista que vació la representación política de los trabajadores, tal como lo cuenta con pelos y señales Perry Anderson en la New Left Review.

Y en cuanto a la actual coyuntura argentina, Corden, que era un monetarista ortodoxo, plantea que “la pregunta que surge es si es posible liberalizar el comercio si los factores fundamentales que causan la inflación (generalmente un alto déficit presupuestario financiado con emisión de dinero) no son eliminados. La respuesta es que es técnicamente posible, provisto que el tipo de cambio nominal se deprecia lo suficiente, más allá de lo necesario, para compensar la inflación. Si existe alta inflación continua, además de un déficit en la cuenta corriente que se debe reducir, el agregar la liberalización al programa de política requerirá depreciaciones nominales continuas para compensar la inflación, junto con una depreciación nominal adicional para lograr la devaluación real necesaria. La devaluación real debe ser suficientemente grande como para mejorar la cuenta corriente (trasladar gasto desde los bienes producidos afuera hacia los producidos internamente y cambiar el patrón de producción desde no transables hacia transables) y compensar por el desempleo y los efectos de la cuenta corriente por la liberalización del comercio. Adicionalmente, se debe reducir el gasto real también”. Un buen resumen de lo que hizo y quiere seguir haciendo la derecha.

 

El asombro

Por fuera de los subjetivismos, asombrarse porque el candidato oficialista ganó la primera vuelta de las presidenciales, siendo ministro de Economía al frente del descalabro macroeconómico reinante, consciente o inconscientemente, es afirmar que la salida es por donde la prescribe la teología de San Max en la que abreva a canon cerrado la derecha. La receta del desastre asegurado a la que adhirió poco más de la mitad del electorado.

Ante ese panorama, lo verdaderamente asombroso es que el delfín oficialista haya recibido nada más que un tercio de los votos. Los ciudadanos argentinos que consagraron al oficialismo hicieron la cuenta y vieron que lo otro era bastante peor que el “más de lo mismo”. El fuerte desempleo y el derrumbe salarial que se traen entre manos las expresiones de derecha buscan consolidar la Argentina a dos velocidades.

El sentido común imperante, tan bien expresado en su organicidad alienada por la economía política de Max Corden, es el verdadero enemigo arquitectónico que pone en duda el alcance de la victoria agónica. Esas recomendaciones del australiano por adopción, contrarias al interés nacional, al ser la argamasa del sentido común —lo sepan o no los que lo hacen suyo—, deviene en el parámetro mediante el cual se juzga políticamente qué es serio, qué es factible y qué no, para llevar adelante al país en materia económica.

No es relevante que San Max continúe siendo un ilustre desconocido. El problema es que su teología sigue saliendo ilesa de su papel como ingrediente de la macana en que se convirtió este país desde la dictadura genocida. Pareciera que a los gorilas les basta con culpar al peronismo de todos los males de este mundo. El problema, el gran problema, es que no se palpa que las mayorías nacionales estén inmunizadas —en la medida necesaria— para no ser contagiadas por ese contraproducente sentido común. Puede haber coyunturas favorables, pero sin el arma teórica de la transformación, no hay cambio posible.

 

 

 

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