La Argentina es más grande
La batalla es cultural
“No soy yo, son los mercados”
La frenada del galope del dólar ilegal, llamado blue, sorprendió a los que vaticinaban una semana a toda orquesta en materia de licuación salarial y destrucción del mercado interno.
No buscaba otra cosa la arenga del candidato más irresponsable en la apertura de la segunda ronda de debates presidenciales: instaba a la corrida masiva contra el peso y trataba de refrescar la memoria horrorizada de las clases medias en relación con hiperinflaciones y corralitos. En los días sucesivos siguió empujando hacia la catástrofe, usando comparaciones escatológicas relacionadas con la moneda nacional, tratando de que ocurra ahora el hundimiento colectivo que haga viable su eventual gobierno.
El discurso completamente despegado de la realidad siguió bordeando cumbres —o abismos— del pensamiento económico con la frase de que “el peso es la moneda de los políticos”. Son frases altamente efectistas, muy condimentadas al gusto de las masas despolitizadas, que encubren orientaciones políticas muy precisas.
Con ese criterio enunciado reiteradamente, el dólar sería la moneda de Biden, el rublo la moneda de Putin, el yuan la moneda de Xi Jinpin y el euro la moneda de Ursula von der Leyen.
Pero no: aquí y en todas partes, la moneda es la expresión del Estado nacional, de sus fortalezas y debilidades, y no sólo en el terreno económico. En torno a la moneda nacional, que es una institución social necesaria, se desarrollan en nuestro país batallas distributivas de gigantescas magnitudes, que en otras tierras encuentran otros canales de resolución o de irresolución.
Nuestra particularidad es que hemos naturalizado la existencia de un Estado débil e impotente para hacer cumplir la ley, especialmente a los sectores privilegiados, lo que lo ha convertido en una institución desfinanciada que recurre o al crédito internacional o a la emisión exagerada para sufragar sus gastos elementales. De ahí la debilidad reiterada de nuestra moneda: no resolvemos el problema de la debilidad del Estado nacional.
En este nuevo intento de desestabilización económica y social pensado y calculado para lograr una definición electoral contundente, era necesario, para escalar el escenario de crisis, lograr inquietar en alto grado a la población, crear un pánico colectivo, una selva ininteligible de fantasías y rumores catastróficos, como forma de empujarla a sacar el dinero de los bancos para ir corriendo en estampida con esos fondos a comprar dólares a cualquier precio.
Hubo un amague en ese sentido, lo que provocó la reacción de las propias entidades bancarias, que llamaron a la “responsabilidad democrática”: en un comunicado señalaron que “los candidatos deben evitar hacer declaraciones infundadas que generen incertidumbre en la gente y volatilidad sobre las variables financieras. Recomendar no renovar los depósitos no hace otra cosa que generar preocupación en un sector de la población. La carrera a la presidencia debe basarse en las competencias de ideas y capacidad de implementación de las mismas”.
Parece que el concepto de “responsabilidad democrática” para los banqueros tiene límites bien acotados. Empieza y termina en sus depósitos, porque hasta ahora pudimos observar numerosas prácticas político-económicas desestabilizadoras sin que se alteren sus nervios ni sus negocios.
La reacción fuerte del gobierno, acometiendo contra las “cuevas” en las que se negocia el dólar ilegal y desplegando acciones y negociaciones en distintos flancos, incluida la ampliación a 11.500 del swap de libre disponibilidad con la República Popular China, hablan de un cambio de actitud con relación a la pasividad y auto-conformismo que marcó el estilo de la gestión económica de Alberto Fernández.
El logro de la reversión de la embestida cambiaria muestra que lo que se exhibía como “correlación de fuerzas” —concepto que convalidaba una actitud oficial resignada frente a las tropelías económicas de aventureros y especuladores— era una elección basada en la falta de voluntad de lograr gobernabilidad y de sobrevivir políticamente.
Es claro que en una situación tan frágil como la actual, si todo el alto empresariado estuviera del mismo lado —de la timba sin frenos—, ya estaríamos en un cuadro mucho más desastroso para el conjunto del país, y la institucionalidad estaría completamente en jaque.
Precisamente lo que está ocurriendo es que tanto en la derecha convencional, como en sectores del poder económico, se empezó a comprender que hay ciertos límites —económicos, pero también políticos— para la búsqueda de rentabilidad cortoplacista. La obsesión y alienación “anti-populista” los puso a ellos mismos al borde de una situación de caos e ingobernabilidad que no saben a dónde podría llevar.
Desintegrados
Una de las causas del voto des-comprometido y pirómano que se observa en sectores del electorado es la sensación que tienen ciertas franjas etarias y ciertos estratos poblacionales en situación precaria que no pertenecen a la sociedad, lo que lleva al punto de fantasear —erróneamente— que si todo explota, no les va a pasar nada porque “se joden los otros, pero yo no”. Complementado con la frase “porque no se puede estar peor”. La verdad es que en las catástrofes económicas se joden todos, pero los débiles más. Y el mundo está plagado de ejemplos sobre cómo se puede arribar a estadios más degradados de la vida social.
Es importante entender que esta percepción refleja una realidad y una fantasía.
Hay una realidad material, producto del esquema distributivo planteado por el neoliberalismo, que excluye y quita esperanzas a importantes sectores de la sociedad, y que el actual gobierno no supo o no quiso modificar.
Estar en los márgenes de una sociedad que plantea al consumo como una de sus máximas aspiraciones, siendo segregado debido a los magros ingresos y recibiendo escaso apoyo de las instituciones públicas, da pie a la frustración y a la impugnación de un orden social insensible a severas dificultades que amargan la vida cotidiana.
Pero hay también una fantasía que circula, que se está naturalizando y que es necesario que sea desmontada por el bien del país. No va a ser fácil y requerirá un esfuerzo colectivo.
Es la idea individualista de “no pertenencia a nada”, que ha sido cultivada desde sus comienzos por el neoliberalismo político. El argumento sostiene que cada unx de nosotrxs es un átomo suelto que no guarda relación con ningún otro átomo que circula en sus inmediaciones. Las cosas que me ocurren sólo me ocurren a mí. Las ideas que tengo son propias y se me ocurrieron a mí. Nadie vive lo que yo vivo. Nadie se ocupa de mí ni yo de nadie. Etcétera, etcétera.
No es así, ni en el terreno social, ni en el cultural, ni en el económico. Nos guste o no, somos parte de un entramado social. Somos ese entramado, somos parte de un todo mucho más grande, en el cual nacimos y por el cual estamos fuertemente condicionados y atravesados. En el mundo de la producción y la distribución de riqueza todos somos una pieza de la división gigantesca del trabajo mundial, y nuestra locación en ese gigantesco proceso global define en buena medida nuestro acceso a los bienes materiales e inmateriales. En un mundo organizado como una pirámide con una cúspide altísima, es una utopía un mundo repleto de millonarios.
La difusión y el fomento ideológico de la idea de la desintegración individual apunta a destruir la noción de pertenencia a determinada comunidad, y también a que no existen derechos colectivos a priori, sino los que uno se pueda procurar mediante su esfuerzo o mediante su resignación.
Un investigador de la UBA, especializado en el estudio del pensamiento autoritario, comentaba recientemente un tema sorprendente que surgió en estudios con focus groups realizados con jóvenes de derecha. En esos estratos aparece una asociación estrecha entre los conceptos de reclamos-protestas con las figuras de zurdos-comunistas.
Ese continuo es insólito, ya que en toda la historia de la humanidad siempre hubo y hay reclamos de diversa índole, acuerdos a los que se debe llegar, reacomodamientos y pactos entre actores para garantizar la vida civilizada. Al realizar la operación ideológica de identificar el mero reclamo de derechos o la expresión de disconformidad, con la idea de ser un “activista” o con la imagen de “agitador” o directamente de “zurdo”, se apunta a construir un individuo que, para no ser apostrofado con el mote infamante de izquierdista, opta por renunciar a todo derecho, para no “hacerle el juego a los zurdos”.
En otros términos, pareciera que la reconversión ideológica hacia la derecha, propiciada en sectores sociales subalternos, empieza por una pedagogía de la resignación, la renuncia y la aceptación de cualquier sometimiento o abuso. Lo sorprendente es que viene acompañada por una supuesta reafirmación del individualismo, aunque en realidad apunte al máximo sometimiento —para el individuo despolitizado— a la mano “invisible” del capital.
En ese sentido, la derecha vendría a completar un trabajo de reorganización de la sociedad que debe llegar hasta las últimas fibras de la subjetividad: me pongo en donde me digan, hago lo que me ordenen y recibo lo que quieran darme.
La aplicación de estas tendencias culturales del capitalismo global en estos parajes del capitalismo periférico lleva de cabeza a la abolición de la vieja noción de ciudadanía basada en derechos y a la liquidación efectiva de la vida democrática, que reposa en individuos con capacidades reflexivas, que incluyen por supuesto, la capacidad de rebelarse contra los órdenes injustos en los diversos planos de la realidad.
La responsabilidad histórica en la promoción de la irracionalidad política
Hubo una trayectoria que llevó a nuestro país de una sociedad civilizada, en la cual se podían intercambiar argumentos basados en realidades, a una sociedad extremadamente alienada, en la que no se distingue entre realidades, tergiversaciones y ficciones completas. En la que triunfa la descalificación y donde dejó de ser un requisito contar con información sobre los hechos.
Recordemos que en las elecciones de 2007, hace 16 años, participaron Cristina Fernández de Kirchner (Frente para la Victoria), que ganó con el 45 % de los votos, Elisa Carrió (Coalición Cívica), que sacó el 23 % de los votos, Roberto Lavagna (UNA, coalición que incluía a los radicales), que obtuvo el 17 % de los votos, y Alberto Rodríguez Saa (sectores del PJ), que recibió el 7 % de los votos.
Cuando se repasan los planteos que hacían los diversos candidatos, se pueden encontrar ideas interesantes en todos ellos. No hay extremismo, no hay delirio, hay críticas discutibles pero lejanas de la exageración o la negación de la realidad. Ninguno de los candidatos daba la sensación de que su triunfo implicaba un “salto al vacío”, ni de que el país podía caer en manos de personas irresponsables, delirantes o estafadoras. El staff que acompañaba a cada unx de los candidatxs estaba compuesto por gentes razonables, desde la centro izquierda a la centro derecha, que comprendían lo peligroso del aventurerismo económico, incluso si provenían del mundo empresario.
Ver esa foto y compararla con el escenario actual nos hace reflexionar sobre el retroceso político cultural al que hemos sido sometidos.
Ese país de 2007 sigue siendo posible, pero no se puede entender la actual situación de alienación colectiva, desinformación masiva y prejuicios convertidos en obsesiones electorales, sin la consolidación de un núcleo derechista y anti-popular dispuesto a establecer un combate de largo plazo para llevar a la sociedad argentina al lugar degradado en el que está ahora, que es claramente funcional a sus intereses.
El conflicto por la Resolución 125 fue el punto de partida del lanzamiento de una campaña sistemática de demonización del kirchnerismo, de deformación de la realidad e incluso ocultamiento privado de la información, y de creación de un relato completamente desmesurado sobre la realidad nacional.
Los principales medios de comunicación trabajaron en la implantación de un conjunto de obsesiones y argumentos vacíos que prendieron sobre viejos trasfondos anti-peronistas, y mantras típicos de la despolitización como los análisis chorro-centristas, que no alcanzan a ver en lo social y lo político más que una película de policías y ladrones. La creación de una “opinión pública” orientada por energúmenos, arrastró a buena parte de los políticos oportunistas a tratar de pescar en esa ciénaga, potenciando el fenómeno de degradación intelectual de las mayorías.
Se incentivó, a propósito, la imposibilidad del razonamiento, del debate, y de la confrontación de datos y argumentos. Se apuntó a fidelizar a un público fanatizado, cuyas pruebas sobre la realidad eran las pantallas de televisión y los títulos que se leían en los diarios, perfectamente coordinados para presentar una realidad a medida de la “guerra” que se sostenía contra las fracciones políticas que defendían intereses populares.
La dramática baja en la calidad del debate público inundó a amplios sectores medios, que constituyen en buena medida la fábrica de las tendencias culturales en la sociedad. Obturada la posibilidad de la apelación a los golpes militares, el poder económico local, acérrimo enemigo del “crecimiento con inclusión” propuesto por Cristina, fue capaz de construir un escenario social de confrontación exacerbada para contener, derrotar y en lo posible destruir al kirchnerismo.
Para ello, no trepidó en sacrificar el nivel cultural, intelectual e ideológico de la sociedad argentina, engulléndose en el camino las tendencias democráticas radicales, liberales progresistas y social demócratas que existían; subsumiéndolas a todas en el magma anti-popular y gorila que derivó en la elección del pésimo Presidente Mauricio Macri, de una mediocridad a la altura del proyecto económico y social que lo llevó al Estado.
No cabe duda de que el sector social que promovió la llegada al poder de Videla, logró la reconversión de Menem, entronizó a De la Rúa y luego promovió a Macri, no tiene demasiado para decirle a nuestro país en materia ideológica, política y cultural. Para ese sector, un escenario de empobrecimiento del pensamiento colectivo es lo mejor que le puede pasar, porque reduce la resistencia social a sus paupérrimos proyectos de negocios particulares.
Actualmente, el salvajismo de algunas propuestas de uno de los candidatos hace parecer a los otros como “dentro de la civilización”. Hasta neoliberales de pura cepa se han mostrado preocupados por el desborde de irracionalidad. Y connotados comunicadores proto fascistas se han visto asustados por el autoritarismo extremista que ellos mismos cultivaron y elogiaron durante años.
Lo correcto sería decir que la involución social que provocó y fomentó con ingentes recursos la derecha argentina, con sus formas no democráticas ni racionales de luchar contra el kirchnerismo —incluidos los lúmpenes de Revolución Federal— y las políticas económicas desintegradoras del tejido social que aplicaron en todos sus gobiernos, han sido la base fundamental para la irrupción de los delirios más desembozados de la extrema derecha. ¿O acaso retroexcavadoras perforando la Patagonia en busca de PBI robados y enterrados no es una manifestación de psicosis colectiva, vestida de seriedad institucional?
Todo tiene solución
Afortunadamente, lo social no es inmutable, es modificable.
Así como hubo técnicas y políticas para degradar la sociedad y llevarla a niveles más primitivos de funcionamiento, también hay formas de dignificar las sociedades, de promover lo mejor que hay en ellas y de sacarlas de los pantanos de la alienación y la ignorancia.
Quienes no creemos en el mantra de la derecha “seria”, que se la pasa repitiendo que “la Argentina es una mierda” a través de su tribuna de doctrina, pensamos que nuestro país tiene un valioso potencial humano a desarrollar, a condición de nutrirlo, cuidarlo y acompañarlo en un sendero que ya han podido recorrer otras sociedades que conquistaron niveles interesantes de buen vivir.
Pero esa tarea histórica de relanzamiento nacional no la puede hacer —ni la quiere hacer— el mercado. Es el Estado, son las políticas públicas de largo plazo las que pueden desplegar las nuevas realidades. Pero no es un Estado girando en el vacío, poblado de tecnócratas iluminados, sino un Estado empujado y orientado por las fuerzas sociales, especialmente por aquellas para las cuales la Argentina no es un mero “espacio de negocios”, sino una casa común a ser cuidada y mejorada entre todxs.
Hay fuerzas y capacidades para lograr eso en la Argentina, a condición de que sepan reagruparse en contra de las políticas del estancamiento y del oscurantismo político-cultural.
Para eso debe constituirse un potente núcleo de poder social capaz de desplazar a las fuerzas que apostaron y protagonizaron la degradación permanente de nuestro país y relanzar el progreso material, pero fundamentalmente cultural, de nuestra sociedad.
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