Una herida profunda

De la angustia de sentirse un traidor a asumirse como víctima

 

Hay una tradición narrativa del sobreviviente. A los clásicos de Primo Levi, Imre Kertész y Jorge Semprún, en la Argentina han abundado las biografías, crónicas, ficciones y tesis de los que sobrevivieron al horror de la dictadura, de Pilar Calveiro a Juan Gelman, de Miguel Bonasso a Sara Rosenberg. De hecho, se siguen editando libros sobre experiencias de cautiverio, como el reciente Diario de una agonía (Mil Botellas) escrito por Juan-Jacobo Bajarlía, que narra los días de secuestro, exilio y regreso al país de su amigo, el escritor mendocino Antonio Di Benedetto.

Piensa la investigadora del CONICET Ana Longoni que tanto el desaparecido entendido como mártir inocente como el desaparecido asimilado al lugar del héroe no pueden –en tanto desaparecido– correrse del sitial en que han sido colocados, ni pueden testimoniar. El sobreviviente, en cambio, aparece en este esquema como un héroe caído. “Se vuelve en esta lógica binaria la contracara del héroe, un traidor, y esa posición suele borronear su condición de víctima”, enfatiza Longoni.

La vida de Marco Bechis es, definitivamente, la de un hombre que atravesó dicha dicotomía, con su travesía de mundos, países, dolores y renacimientos. Con una trayectoria jalonada por la fotografía, el videoarte y las instalaciones, Marco se dio a conocer mundialmente con la laureada Garage Olimpo (1999), si bien ha sido director de muchos otros títulos entre los que se cuentan Alambrado (1991), basada en un cuento de Borges, o Hijos/Figli (2001). Hace tiempo que vive con su familia en Milán. Nacido en 1955 en Santiago de Chile –con madre chilena de origen suizo-francés y padre italiano– y criado entre San Pablo, Buenos Aires e Italia, en 1977 y con veinte años, al salir del profesorado de magisterio donde cursaba de noche en Buenos Aires, fue secuestrado por un grupo de hombres vestidos de civil. Y todo cambió para siempre.

 

"Garage Olimpo".

 

Así comienza la historia de su trágica aventura existencial, que Marco Bechis escribe con buen pulso en La soledad del subversivo (Adriana Hidalgo). Allí reconstruye los días y las noches de su infancia y adolescencia vividas entre Italia y la Argentina de la dictadura militar hasta que él, hijo de un empresario extranjero y de familia acomodada, se acerca al movimiento Montoneros y poco tiempo después acaba en una cárcel clandestina. Bechis permaneció desaparecido por un breve tiempo. Sus padres lograron obtener su liberación y llevarlo de regreso a Italia, donde estudió en la escuela de cine Albedo. Tras largas estancias en Nueva York, Los Ángeles y París, en 1982 creó en Milán Desaparecidos, dove sono?, una videoinstalación sobre un centro clandestino de detención en la Argentina. Se convirtió en cineasta, empezó a entrevistar a sobrevivientes y familiares de los desaparecidos, pero Bechis se sentía un fantasma, un errante, una no víctima.

“La memoria, si no sirve en el presente para construir el futuro, no le sirve a nadie”, escribe quien ha sido observador y testigo, asumiendo durante años el peso de la culpa del sobreviviente mientras a los demás, amigos, compañeros y conocidos, “se los llevó el infierno”. La soledad del subversivo se encuentra ordenado en tres partes que refieren a los hitos de la experiencia: el secuestro (titulado “19 de abril de 1977”), el paso por las cárceles de Villa Devoto y La Plata, y el viaje final a Italia al recuperar la libertad. Con una coda: el retorno a la Argentina para declarar como testigo en la causa ABO (“11 de marzo de 2010”, y “Treinta y tres años después”), que juzgó delitos de lesa humanidad en los centros clandestinos Club Atlético, Banco y Olimpo, y el día en que el Tribunal difundió el veredicto en ese proceso. Allí culmina Bechis su relato: en la sala de audiencias donde finalmente se enfrenta con sus carceleros en el estrado, como el siniestro Turco Julián.

En su caída en 1977, cuando cursaba el profesorado de noche y arrancaba con sus primeras clases como maestro de primaria, todo se empieza a disolver como en una pesadilla. En primera persona, relata el momento en que los verdugos lo secuestran, en plena calle –“recibo una bofetada en la cara, muy fuerte, me deja aturdido. No sé si estoy sangrando, no puedo ver nada. Me duele el hueso debajo del pómulo”–, y lo conecta con un episodio apenas sucedido, cuando un mes antes estaba esquiando en la cima de una montaña en Italia y cayó por un precipicio.

Escribe Bechis: “Caía, como estoy cayendo ahora, pero allá se oía solamente el silbido del viento, aquí el equipo de radio encendido. Allá en la montaña me había golpeado con algo durísimo, tal vez una roca puntiaguda me había apartado de la pared de piedra. Ahora también estoy cayendo, pero no hay ninguna piedra que sobresalga, estoy cayendo rasante junto al muro y no sé cuánto me falta todavía para llegar al fondo. Allá seguía cayendo en un vórtice infinito y finalmente terminé hundido en un montículo de nieve. Con esfuerzo había logrado salir de ahí, ya sin los esquíes, vaya a saber adónde habían ido a parar, me tocaba el rostro, los brazos, las piernas, y decía en voz alta: '¡Estoy vivo! ¡No me hice nada, nada!', gritaba de alegría, total allá nadie podía escucharme. También aquí, si grito, nadie puede escucharme”.

La existencia, bajo cifras: número de identidad A01, números de los candados en los tobillos 190 y 191, celda 16. Sepultado ese joven que se había sentido capturado por Las venas abiertas de América Latina de Eduardo Galeano, que soñaba con la Revolución, que creía en el Hombre Nuevo con una imagen fija en la mente: se veía al frente de un pueblo de desheredados que entraba en la Casa Rosada para tomar el poder.

Bechis recupera aquel pasado donde, de muy joven, hizo el viaje del Che Guevara, con sus coqueteos con el grupo italiano de izquierda Lotta Continua. Una vida acelerada en Buenos Aires, su departamento convertido en base operativa, entre lecturas de teoría política y tomas de facultades, una revolución personal que se volvía política –“había que descubrir las raíces políticas, sociales y económicas de nuestros problemas privados, un camino que nunca se plantearon los movimientos guerrilleros en América Latina”–, con sus recaudos sobre la lucha armada pero bajo una excitación social que no le permitía transparentar sus críticas internas, renunciando a las presiones de su padre para volver a una vida cómoda y tranquila en Italia.

“La mía no era solamente desconfianza hacia la lucha armada; esa desconfianza escondía, además, el miedo a morir en un enfrentamiento armado, o de terminar desnudo y atado a una mesa de hierro. Y sin embargo, brindé cuando los montoneros hicieron volar la embarcación del comisario Villar, jefe de la Policía Federal, cuando murieron él y su esposa, como ‘costo político’”, dice en otro fragmento, confesando que su verdadera militancia deseaba ser la enseñanza en las escuelas indígenas del norte argentino.

Sus críticas a la estructura militar de Montoneros llegarían consumada la dictadura, exiliado en Italia, cuando recuperó la libertad después de ser sometido a rigurosos interrogatorios de verdugos “buenos” y “malos” bajo golpes y aplicación de picana, desnudo y a oscuras mayormente con una venda, ajado en un sótano, encadenado y espectral en el paso de una cárcel ilegal a una legal. “Nunca usé armas. No soy militante. Mi padre es un ejecutivo de la Fiat en Turín. Soy italiano”, escribe Bechis, enfrentando las sospechas de los círculos guerrilleros por su condición de sobreviviente. Una vez en libertad, sin embargo, el aire continuaba siendo asfixiante. “En la casa de mis padres seguía sintiéndome un león enjaulado. Me atormentaba mi pasado reciente, me daba vergüenza haber sobrevivido, y cuanto más aumentaba la cantidad de personas desaparecidas, tanto más aumentaba mi vergüenza. Inmerso en esa olla a presión, no lograba tomar ninguna decisión con respecto a mi futuro”.

Acallando sus emociones, algo perdido, dice: “Ya no soy uno de ellos, ya no soy un compañero, vivo en una isla flotante sin identidad. Nadie puede transmitir lo que sufrió, esa es una experiencia subjetiva, intransferible. Quien escucha solo puede imaginar esa violencia, reconstruyéndola con sus propias imágenes dolorosas, y ese trabajo de excavación en uno mismo es lo que queda de los suplicios sufridos por otras personas”.

En el medio cuenta las negociaciones de sus padres para que lo soltaran, su condición de “pez chico”, la intervención de un cónsul italiano y la aparición de un industrial que hizo de intermediario con el general Suárez Mason. Las figuras borgeanas del héroe y el traidor, entonces, cobran peso gravitatorio.

“Mi vida ha sido un sube y baja, héroe y traidor al mismo tiempo, ya desde chico –narra Bechis, en otro pasaje crudo–. Cuando murió mi hermano, me sentí enseguida un usurpador, tenía ocho años y no entendía qué significaba morir, por eso empecé a pensar que yo tenía que vivir su vida y no la mía. Después sobreviví a miles de desaparecidos. Cuando hago algo que me gusta, cuando me siento cansado mientras camino por la montaña o transpiro mientras arreglo un mueble, siempre me digo a mí mismo que mi hermano Roberto esa vida no la vivió, ni tampoco, al igual que él, los miles de desaparecidos. Paseo en el medio del bosque y respiro el perfume de las plantas y cuando el calor punzante de los rayos del sol se filtra desde lo alto provocándome una sensación de bienestar, en ese mismo momento mi cerebro me lleva a apartarme del éxtasis, haciéndome caer de nuevo en la angustia de estar vivo”.

Se pregunta cómo fue posible que los militares argentinos, educados a la europea en un país que parecía “civilizadísimo”, hubieran sido capaces de asesinar a miles de jóvenes. Una de las posibles respuestas es que el ejército argentino perpetró la última masacre de indígenas en 1910 y nunca fue llamado a rendir cuentas por eso. “Es más, estatuas de esos generales ocupan lugares centrales en muchas plazas”, se responde.

“Pero después de tantos años vividos como un usurpador, como un traidor por haber sobrevivido a los demás”, finalmente Bechis se asume como una víctima. Juntar los destrozos de uno mismo, sorteando la impunidad de sus verdugos por décadas, eso es lo que le sucedió mientras escribía La soledad del subversivo, donde pudo como narrador aceptar su catástrofe. Ese abanico personal, de lo social a lo íntimo, de lo singular a lo colectivo, constituye, tal vez, el nudo más atractivo del libro, donde incluye hasta una reconciliación con Juan Gelman –con quien se había encontrado en Italia y sintió su “superioridad de mando” en la carga de una misión–.

“Ahora sé que fui víctima, no solamente por lo que viví en aquel momento sino también por sus efectos indirectos, porque aquel hecho traumático ocurrió realmente y condicionó todo el resto de mi vida”, escribe entonces Marco Bechis, sin temor del juicio montonero ni el miedo a ser un sobreviviente del terror.

También dedica unas líneas a los victimarios, en la imposibilidad de un entendimiento de su condición. “La reconciliación no es posible, porque primero tenemos que sentirlos hablar, fuerte y claro, tenemos que escucharlos confesar dónde sepultaron los cuerpos de los desaparecidos, qué responsabilidad tuvo cada uno de ellos, dónde están esos niños, ahora ya adultos, secuestrados a sus madres en los centros de detención cuando eran recién nacidos. Hasta que no se arrepientan y digan todo lo que saben no podrá haber ninguna reconciliación”.

Y aun así, sentir que una sentencia judicial no llega a tapar todos los huecos ni que un testimonio en primera persona subsana todas las ambigüedades. “He llegado hasta aquí, aparentemente indemne, a salvo, pero no me resulta suficiente –larga el cineasta, inconforme–. Algo inalcanzable, misterioso y oscuro aún me empuja hacia algún otro punto, en un vacío que tiene que ser colmado saltando en él”.

Para rematar: “Mi piel cambia siempre, soy un héroe y al mismo tiempo un traidor, llevo en el alma una herida profunda por todo lo que no sucedió y podría haberme sucedido y por todo lo que, en cambio, les sucedió a miles de otras personas. Si yo estoy aquí todavía hablando quiere decir que todos los demás están muertos”.

El relato, en definitiva, como la llama viva, quizás la más poderosa de toda existencia. Cierra Bechis: “Allí donde, para escribirlo, he traicionado incluso mi lengua”.

 

 

 

 

--------------------------------

Para suscribirte con $ 1000/mes al Cohete hace click aquí

Para suscribirte con $ 2500/mes al Cohete hace click aquí

Para suscribirte con $ 5000/mes al Cohete hace click aquí