Antes de Roca

El sueño de Milei y quienes lo financian es llevarnos a la Argentina pre-moderna

 

El 8 de julio de 1884 fue promulgada la ley 1.420, de educación laica, gratuita y obligatoria, imaginada por Domingo F. Sarmiento e impulsada por Julio A. Roca y su ministro de Educación, Eduardo Wilde. La Iglesia entendió que la ley pondría límites a su enorme influencia en la educación y operó en contra con tanta furia como torpeza. El conflicto con el gobierno escaló hasta la expulsión del nuncio apostólico –el embajador de la Santa Sede en el país– a través de unas secas líneas del canciller Francisco J. Ortiz: “En vista de la actitud asumida por vuestra excelencia en sus relaciones con el Gobierno de la República, el señor Presidente me ordena enviar a vuestra excelencia sus pasaportes, fijándole el término de veinticuatro horas para dejar el territorio de la Nación”. Otros tiempos.

Como señaló Rosendo Fraga, el éxito de la ley fue notable: “Sabía leer y escribir menos de uno de cada cinco habitantes. Un cuarto de siglo más tarde, al conmemorarse el Centenario, ya dos de cada tres sabían leer y escribir y en los menores de diez años la escolarización llegaba al 90%”. Todos los chicos fueron beneficiarios de la educación gratuita (esa cualidad que tanto enfurece a nuestros reaccionarios y que no significa, obviamente, que nadie pague su costo), tanto los nietos de patricios y pueblos originarios como los hijos de sastres polacos, albañiles italianos o jornaleros gallegos, sin distinciones de credo, origen nacional o raza, pero obviando también distinciones sociales. Los impulsores de la ley no buscaron generar “ahorro” alguno eliminando del beneficio de la gratuidad a los hijos de quienes pudieran pagar el costo de la escolaridad. Sabían que la universalidad es la única forma de garantizar la implementación de un derecho.

El 29 de agosto de 1905, el Senado sancionó la ley de descanso dominical, primera norma laboral que se registra en la Argentina. La impulsó el socialista Alfredo Palacios, inspirado en el Proyecto de Ley Nacional del Trabajo presentado por el ministro del Interior de Roca, Joaquín V. González, un conservador lúcido aunque algo escéptico con respecto al sufragio universal. El proyecto –una respuesta a la creciente conflictividad social y a las pésimas condiciones laborales– fue rechazado por la UIA (la Unión Industrial Argentina, fundada en 1887) que ya en aquel entonces consideraba que el Estado no debía interferir en sus asuntos internos, entre los cuales incluía los derechos de los trabajadores.

En 1944, el gobierno militar implementó el Estatuto del Peón por iniciativa del entonces secretario de Trabajo y Previsión, Juan D. Perón, con el polémico objetivo de equiparar los derechos del trabajador rural con los del resto de los trabajadores. La Sociedad Rural Argentina (SRA) se opuso argumentando que el del campo es un ámbito particular que no puede ser comparado con el resto ya que allí se establece una “camaradería de trato, que algunos pueden confundir con el que da el amo al esclavo, cuando en realidad se parece más bien al de un padre con sus hijos”. Tal vez esa sea la razón de la alta tasa de trabajo no registrado en ese sector (que supera en casi un 50% el promedio nacional): no son relaciones laborales, sino familiares. Con respecto a la remuneración, la SRA recomendó que “en la fijación de los salarios es primordial determinar el estándar de vida del peón común. Son a veces tan limitadas sus necesidades materiales que un remanente trae destinos socialmente poco interesantes”. En otras palabras, que los peones ganaran más de lo necesario para sobrevivir no era aconsejable ya que se gastarían el remanente en vino o algo peor.

Varias décadas más tarde, cuando en 2009 el gobierno de CFK estableció la Asignación Universal por Hijo (AUH) –una asignación familiar para desocupados y empleados informales–, el notable senador radical Ernesto Sanz denunció que esa plata “se está yendo por la canaleta de la droga y el juego”.

Hace unos días, Patricia Bullrich, ex Ministra Pum Pum y actual candidata a Presidenta por Juntos por el Cambio, aseguró en su retórica abigarrada que de ganar las elecciones derogaría las leyes laborales que mencionó como “todas las leyes que han quedado como leyes de multas sobre la indemnización”. Si el Congreso no la acompañara, anunció la solución: “Hago un DNU y lo derogo en dos minutos”.

 

 

Javier Milei, liberal imaginario y candidato presidencial de La Libertad Avanza, explicó por su parte que terminaría con la obra pública y la reemplazaría por la iniciativa privada. Ante la consulta de un joven sobre quién realizaría una ruta para unir un pueblo de pocos habitantes a la ciudad más cercana si la obra no fuera rentable para el sector privado, Milei contestó: “Si no es rentable para el sector privado es porque no es deseable socialmente”.

 

En realidad, la noción de “rentabilidad” aplicada a las iniciativas impulsadas desde el Estado es al menos discutible, pero exigir rentabilidad puntual en cada proyecto de infraestructura del país es simplemente una estupidez. Lo que debe ser “rentable” para la ciudadanía es la resultante del conjunto de esas acciones, no cada acción en sí misma. Sería ridículo supeditar el desarrollo del país a la rentabilidad puntual y de corto plazo de los accionistas privados. De hecho, ninguno de los países que nuestros liberales imaginarios toman como ejemplo lo ha hecho.

Milei se hubiera opuesto a la ley 1.420, ya que las escuelas lanzadas por Roca carecieron de “rentabilidad”, al menos según el criterio de La Libertad Avanza, y porque también rechaza la obligatoriedad educativa, además de haber prometido eliminar el Ministerio de Educación. No existe para Milei una idea colectiva de sociedad, sólo un conjunto de ciudadanos con libertades absolutas, en la medida en que puedan financiarlas.

Siguiendo la lógica del agitado de la motosierra, las escuelas impulsadas por Sarmiento fueron un “costo” para el Estado, ya que su construcción y mantenimiento se hizo “con la nuestra”, para retomar una expresión en boga entre nuestros reaccionarios. Sin embargo, como señaló Rosendo Fraga, esas escuelas fueron una extraordinaria inversión que en apenas 25 años lograron que el 90% de los menores de diez años supiera leer y escribir, lo que impulsó una sólida curva social ascendente. Pagándole la escuela a “un montón de vagos” y “con la nuestra”, el país creció y se desarrolló.

Existe un hilo conductor entre las reacciones del nuncio apostólico en 1884, la UIA en 1904, la SRA en 1944, Sanz en 2009 y Bullrich & Milei en 2023: el rechazo a la ampliación de derechos de las mayorías populares y a su consecuente empoderamiento. A diferencia de los ciudadanos integrados, que podemos recibir rentas como accionistas de una empresa o asignaciones familiares como empleados registrados sin por ello perder la supuesta cultura del trabajo, un cierto paradigma reaccionario considera que los sectores más vulnerados de la sociedad, al contar con un derecho garantizado por el Estado o un ingreso asegurado, aún módico, serían impulsados al desenfreno alcoholizado y a la pereza.

Para la UIA, la SRA, Sanz, Bullrich y hoy Milei, quienes menos tienen deben recibir menos del Estado. Su destino debe depender así de la voluntad del sector privado y de que éste perciba alguna ganancia de corto plazo en las obras o iniciativas destinadas a impulsar el desarrollo en esos sectores menos beneficiados. Es por eso que dichas organizaciones patronales y los políticos que las representan se emocionan con la beneficencia a la vez que se indignan con los derechos: la beneficencia es discrecional, mientras que los derechos son imperativos.

El gobierno de Cambiemos, del que formó parte la ex Ministra Pum Pum, fue una verdadera primavera de ideas zombie y delirios reaccionarios que constituyó el basamento necesario al proyecto de país que nos ofrece hoy La Libertad Avanza.

Ya no se trata de volver a la Argentina previa al peronismo, como soñaba Macri: el sueño de Milei y quienes lo financian es llevarnos a la Argentina pre-moderna, anterior a Roca.

 

 

 

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