El preludio

CFK, Lula, Milei y Bolsonaro

 

El 7 de abril del 2018, el por aquel entonces ex Presidente de Brasil, Inacio Lula da Silva, ingresó a la sede de la Policía Federal de Curitiba para cumplir la pena de doce años de prisión por corrupción y lavado de dinero, dictada por el juez Sérgio Moro. El “Messi de las investigaciones”, según la apasionada definición del periodista Hugo Alconada Mon, fue magnánimo y ordenó a los policías que no esposaran al condenado.

Tanto Moro como el tribunal de segunda instancia que confirmó la sentencia —e incluso elevó la pena— reconocieron no tener pruebas materiales que demostraran que Lula fuera dueño del departamento que habría recibido como parte del soborno de una constructora. Su fallo se basó en la íntima convicción del juez de Moro y en la acusación de uno de los dueños de dicha constructora, un testigo oportuno cuyo recuerdo súbito fue premiado con una reducción de pena y la recuperación de la libertad.

Lula era el candidato favorito para las elecciones presidenciales de ese año, con una intención de voto cercana al 40 por ciento, lejos de su principal opositor, el diputado y militar retirado Jair Bolsonaro. Sin Lula en la carrera, Bolsonaro se impuso con más del 55 por ciento de los votos sobre Fernando Haddad, el candidato de reemplazo del Partido de los Trabajadores (PT). En aquel entonces, se dio el extraño fenómeno de votantes de Lula que, frente a la ausencia del candidato que más los seducía, optaron por Bolsonaro, en lugar de Haddad. No era un voto ideológico, sino pragmático, cuya referencia era la figura de Lula y sus dos períodos presidenciales, y no el PT. Sin esa figura que les daba confianza, aquellos electores optaron por “lo nuevo”, es decir, por Bolsonaro.

Por si quedara alguna duda sobre la naturaleza política del fallo, Bolsonaro tuvo la cortesía de evacuarla al premiar al juez Moro con el ministerio de Justicia. Por aquel entonces, Moro se erigió como ejemplo de la lucha contra la corrupción. Era recibido en la Argentina y alabado por el presidente de la Corte Suprema, Ricardo Lorenzetti, y por Germán Garavano, el ministro de Justicia de Mauricio Macri, quienes llamaban a imitar su ejemplo. Patricia Bullrich, la ministra Pum Pum, llegó a explicar que, en realidad, era el Presidente Bolsonaro quien imitaba el ejemplo de Cambiemos y no al revés.

En marzo del 2021, el juez Edson Fachin, de la Corte Suprema de Brasil, anuló todas las sentencias de prisión dictadas en primera instancia contra Lula. El ex Presidente pudo presentarse a las elecciones del 2022, las que ganó en segunda vuelta y por un estrecho margen contra el Presidente Jair Bolsonaro.

El Brasil que conduce hoy Lula es muy diferente al que gobernó en sus dos primeros períodos (2003-2011). A partir de la gran recesión iniciada durante el gobierno de Dilma Rousseff, profundizada por el gobierno del golpista Michel Temer y luego el de Jair Bolsonaro, decenas de millones de brasileños cayeron bajo la línea de pobreza, lo contrario de lo ocurrido bajo el impulso de Lula hace veinte años. Como suele explicar el sociólogo Artemio López, “en este contexto de reprimarización económica y su secuela de desempleo, informalidad y carencias extremas crecientes, Lula perdió la centralidad electoral de los trabajadores industriales como soporte de su liderazgo”.

Hoy, Bolsonaro está fuera del poder e inhabilitado y Moro es un senador en pleno declive político, acusado de numerosos delitos, incluyendo abuso de poder económico.

El 1 de septiembre del 2022, Fernando Sabag Montiel intentó asesinar a CFK, quien estaba por entrar a su casa, rodeada de simpatizantes. La justicia federal, de la que nada esperábamos, nada hizo. Para quienes no apoyábamos teorías conspirativas, el encubrimiento ya casi explícito que lleva adelante la jueza María Eugenia Capuchetti genera muchas dudas. Es demasiado el esfuerzo para tapar lo que ocurrió si los responsables son apenas un par de “loquitos sueltos”, sin conexiones políticas ni relación alguna con empresarios cercanos a Juntos por el Cambio o ex funcionarios de ese espacio.

Lo que sí asombra es la manera en la que la sociedad ha metabolizado un hecho mayor, algo nunca visto en estos cuarenta años de democracia. No sólo por la oposición de Juntos por el Cambio y los medios serios, dos colectivos que cada día cuesta más diferenciar, sino también por algunos de quienes se sitúan en el mismo cuadrante político de la Vicepresidenta. Es como que el atentado no hubiese ocurrido y como si también hubiésemos olvidado el contexto en el cual se produjo: la causa Vialidad, otro capítulo de la persecución política a CFK, una investigación demolida por los abogados de la Vicepresidenta, que, como la causa contra Lula, se basa en supuestos e íntimas convicciones, sin pruebas materiales.

A partir del alegato del fiscal Diego Luciani, de un tono violento aún para el generoso estándar de nuestra justicia federal, que pidió doce años de condena contra CFK —la misma cantidad que recibió Lula—, los medios convocaron a manifestantes antikirchneristas al departamento de CFK, lo que impulsó la respuesta de la militancia kirchnerista. Apenas unos días antes del atentado, el gobierno de Horacio Rodríguez Larreta puso vallas alrededor del domicilio de la Vicepresidenta. La Policía de la Ciudad intentó incluso impedir que el diputado Máximo Kirchner pudiera acceder al departamento de su madre.

El atentado fue el último movimiento, el más violento, de un largo proceso que empezó en el 2008, con el rechazo de la Mesa de Enlace a la resolución 125, es decir, cuando el Grupo Clarín dejó de apoyar al gobierno. Arrancó entonces la persecución a través de periodistas, pero también de jueces, fiscales y agentes polirubro de inteligencia. Amado Boudou, Julio de Vido, Héctor Timerman y muchos otros ex funcionarios de los gobiernos kirchneristas cayeron en las redes del lawfare y de su componente instrumental: el discurso de odio.

Como ocurrió en Brasil, la persecución político-judicial dejó a una gran parte del electorado sin la candidatura más esperada. Sin Lula, algunos de quienes lo hubieran votado optaron por Bolsonaro y no por su candidato Fernando Haddad. Sin CFK, algunos de sus votantes eligieron a Javier Milei y no a Sergio Massa. En ambas elecciones pesó también la desilusión generada por el gobierno de Dilma Rousseff en Brasil y el de Alberto Fernández en nuestro país.

Artemio López afirma que “sostener que Jair Bolsonaro, y sobre todo el bolsonarismo social, es hijo de las redes o fenómenos coyunturales, es una reducción típica de la patria consultora”. Lo mismo se podría afirmar del fenómeno de Javier Milei. CFK es la única que encarna el recuerdo de la gestión exitosa de los gobiernos kirchneristas y ese recuerdo no logra ser transmitido a otro candidato. La gestión mediocre del gobierno del Frente de Todos consolidó aquel recuerdo virtuoso. Sin CFK, una parte del electorado eligió “lo nuevo”, como en Brasil.  

La persecución judicial y la deshumanización de la figura de CFK llevada a cabo por los medios fueron el preludio al intento de magnicidio.

La proscripción de Cristina fue el preludio a Milei.

 

 

 

 

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