A mediados del siglo IV, el gobernador de la provincia romana de Galia Narbonense fue sometido a un juicio penal. Decidido a asumir su propia defensa, negó los cargos y denunció la falta de pruebas de la acusación. Su adversario, Delphidius, se dirigió al emperador Juliano: “Oh, ilustre César, si es suficiente con negar, ¿qué ocurrirá con los culpables?”, a lo que el emperador respondió: “Y si fuese suficiente con acusar, ¿qué sobrevendría con los inocentes?”.
El episodio es referido por el historiador romano Amiano Marcelino en su obra Rerum Gestarum (L.XVII, C.1) y fue citado por el entonces juez de la Corte Suprema Enrique Petracchi en un fallo en disidencia contra la mayoría automática menemista. Concluye Petracchi: “Tan venerable y remoto legado no puede ser desconocido sino a riesgo de negar la propia dignidad humana, y la Constitución Nacional, pues, según reza esta, 'ningún habitante de la Nación puede ser penado sin juicio previo'” (Graciana Peñafort recordó este fallo en El Cohete a la Luna).
Optar por la impaciencia de Delphidius antes que por la prudencia de Juliano responde a una añeja tradición nacional. Como escribió hace más de veinte años el radical Hipólito Solari Yrigoyen, “el desconocimiento de la presunción de inocencia está tan fuertemente arraigado en amplios sectores de nuestra sociedad, que hasta el simple recuerdo de su existencia suele generar rechazo y su reivindicación puede colocar en un clima de sospecha a quien la haga”.
Más específicamente, en nuestro país la presunción de inocencia se desvanece si el denunciado es peronista, hoy circunstancialmente kirchnerista. Desde el segundo gobierno de CFK y, de forma más explícita, a partir del gobierno de Mauricio Macri, los ex funcionarios kirchneristas y los empresarios y sindicalistas sospechados de kirchnerismo (o simplemente, no alineados con el macrismo) fueron indagados, procesados y también conocieron el rigor de la cárcel preventiva. Es que la doctrina Lorenzetti-Irurzun –que lleva el nombre de los por entonces presidente de la Corte Suprema y presidente de la Cámara Federal, respectivamente– les atribuyó un supuesto poder residual que podía interferir en el normal desarrollo de las causas por las cuales eran investigados, y tenía en el encarcelamiento el antídoto. La prisión preventiva pasó así de ser una medida cautelar de carácter excepcional a ser la rutina procesal de cualquier acusado kirchnerista o sospechado de tal.
Por si quedara alguna duda de su esencia política, dicha doctrina cayó en desuso apenas los acusados fueron funcionarios del gobierno de Mauricio Macri. De esa forma, mientras estuvieron procesados, Gustavo Arribas, ex titular de la AFI; Silvia Majdalani, su número dos; Guillo Dietrich, ex ministro de Transporte; Javier Iguacel, ex titular de Vialidad nacional, luego ministro de Energía; Nicolás Dujovne, ex ministro de Hacienda; o el propio Macri, entre tantos otros, no solo no padecieron ni un solo día en prisión, sino que pudieron viajar por el mundo sin inconvenientes judiciales. Es más, Macri estuvo casi seis años procesado por la causa de las escuchas ilegales a su propio cuñado mientras era jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires, sin pasar ni un día en preventiva. Es cierto que su poder no era técnicamente “residual” como el que, según la doctrina Lorenzetti-Irurzun, sí disponían los ex funcionarios kirchneristas. En todo caso, un fallo oportuno lo sobreseyó en diciembre del 2015, apenas asumió como Presidente de la Nación. Una casualidad, sin duda.
Esa doble vara judicial no escandalizó a ninguna de las almas de cristal que durante los gobiernos de CFK solían denunciar calamidades judiciales tan inminentes como esquivas.
En el caso del diputado Julio De Vido, ex ministro de Planificación Federal de los tres gobiernos kirchneristas, la operatoria fue aún más expedita: apenas Cambiemos ganó las elecciones de medio término, en 2017, De Vido fue privado de sus fueros y encarcelado preventivamente por pedido del juez Luis Rodríguez, sin que mediara siquiera una indagatoria. Con el ex Vicepresidente Amado Boudou ocurrió lo mismo: fue preso sin que sus abogados pudieran saber de qué se lo acusaba. Su foto, esposado y descalzo frente a oficiales de Prefectura, recorrió todos los medios. Ocurre que no existe lawfare, es decir, persecución política a través de jueces y fiscales, sin la necesaria pata mediática.
El ex ministro de Relaciones Exteriores de CFK, Héctor Timerman, acusado junto a CFK y otros ex funcionarios kirchneristas nada menos que de traición a la Patria por haber impulsado el memorándum de entendimiento con Irán (acuerdo que se resolvió a través de una ley del Congreso), no pudo, a causa de la cárcel preventiva, seguir el tratamiento contra el cáncer en Estados Unidos, lo que aceleró su muerte.
Solari Yrigoyen nos advertía ya hace años sobre el riesgo de desconocer esas garantías elementales: “La acusación, ya sea que se haga ante la Justicia o simplemente en un medio de prensa, que se formule con responsabilidad o sin ella, con ponderación o con escándalo, se ha transformado para muchos en sinónimo de condena firme e inapelable”.
Para conseguir desintegrar una garantía tan elemental como la inocencia presunta, antes fue necesario llevar a cabo una tarea de deshumanización de los kirchneristas, realizado por nuestra Santísima Trinidad, conformada por los medios, la justicia federal y los servicios de inteligencia. Ese proceso de odio ha llegado tan lejos que hay políticos opositores que aún no han condenado el intento de magnicidio contra CFK en septiembre del año pasado, empezando por la precandidata presidencial de Juntos por el Cambio, Patricia Bullrich, la ex Ministra Pum Pum. El programa de dicho espacio político, así como el de Javier Milei, otro de los tantos reaccionarios que se autoperciben liberales, contiene más amenazas de campaña que promesas. Prometen encarcelar sindicalistas, que asimilan a mafiosos, piqueteros e incluso, kirchneristas.
Es fácil defender las garantías de quien pensamos inocente, lo complejo es hacerlo con quien suponemos culpable, en particular si fue condenado de antemano por la opinión pública. Como siempre podemos parecer culpables ante la mirada de los otros, recomendaría a los entusiastas de la cárcel sin condena contra supuestos criminales por antonomasia que recuerden lo que advirtió un emperador romano hace diecisiete siglos.
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