El subsidio no es mala palabra

Para recuperar los conceptos que el neoliberalismo nos robó

El neoliberalismo se lleva nuestro dinero, buena parte de nuestros derechos y también unas cuantas de nuestras palabras. El discurso único arrincona al ciudadano medio llevándolo a sentir vergüenza de defender algunos conceptos, como si esto fuera contrario no solo al interés general, hasta al sentido común.

La libertad de comercio, no aplicar retenciones a las exportaciones, las importaciones sin barreras, financiar un déficit público con deuda externa, eliminar todo subsidio al consumo, varias más de estas consignas terminan pareciendo inviolables, a menos que se admita a la vez la ignorancia de preceptos económicos básicos.

Un subsidio, como diferencia entre el precio regular de un bien o servicio y aquel que una persona o grupo debe pagar, es normal en toda la sociedad y por supuesto todo gobierno lo aplica en varios ámbitos de su administración.

Cuando un boliche bailable anuncia “damas gratis”, está subsidiando la presencia femenina porque cree que eso mejora su actividad. Lo mismo hace cualquier industrial o comerciante que vende saldos bajo el costo de producción. Lo hace un gobierno en escala mucho mayor, para promover una actividad por razones que debieran ser de interés general.

Lo hace de dos formas: con pagos complementarios a cualquier productor al que le obligue a vender por debajo de su costo por alguna regulación, o liberando de algunos impuestos en determinados casos, en lo que se conoce como gasto tributario, un impuesto que no se cobra.

En el presupuesto 2018 el total de gastos tributarios suman 346.000 millones de pesos, por más de 20 casos que se consideran necesarios para una región o para asegurar la continuidad de una actividad. Un solo ejemplo: al régimen industrial de Tierra del Fuego se lo exime en más de 35.000 millones, porque se considera que con eso se asegura la ocupación de un territorio estratégico. Unos 7000 millones de impuestos a las ganancias no cobrados a los jueces, por vaya a saber qué razón. Otros 7000 millones de exención al GNC de vehículos. Y así siguiendo. Cada caso con su historia y su justificación clara o no tanto.

Las tarifas de energía o agua o transporte reducidas para ciertos consumidores individuales o colectivos tienen un fundamento central, suficientemente sólido: la relación con el ingreso de los usuarios y la imposibilidad de estos de recurrir a otro proveedor de estos servicios esenciales. El gobierno simplifica el tema y pone a los compatriotas frente al espejo para que se pregunten si tienen derecho a pagar menos de lo que cuesta proveer el servicio.

Para eso:

1 – No nos dice cuánto cuesta extraer el gas o petróleo y agregar una utilidad razonable, para llegar a un precio justo de algo que es nuestro, cuya extracción sólo estamos concesionando.

2 – Tampoco nos dice cuáles son los costos de generación y distribución con detalle.

3 – Luego nos dice que lo que cuesta vale, que paguemos, aunque nuestros ingresos sean insuficientes para todas las necesidades a cubrir. Y agrega que no tiene opciones.

Falta hacer cuentas y usar la imaginación.

La reducción de tarifas a los sectores más humildes haría que el consumo de otros bienes necesarios aumente. Estos bienes tienen carga impositiva y nadie ha hecho esa cuenta.

Si los pobres no pueden pagar y deberían ser subsidiados, los pudientes pueden pagar más en compensación, reduciendo el esfuerzo presupuestario. También pueden hacerlo todos los dueños de carteles publicitarios en todas las rutas y autopistas argentinas; o los hipermercados o grandes plantas industriales que no sean electro intensivas, a las que además el Estado induzca con tarifas altas a que generen partes de sus consumos con instalaciones de energía solar en sus techos; los edificios lujosos que se diseñaron para uso exclusivo de energía eléctrica; y así siguiendo.

Lógica de barrio: si el que no tiene no debe poner una tan alta proporción de sus ingresos, el que tiene puede y debe aportar, acercándose al menos a una proporción de sus ingresos similar a la que se pide a un pobre.

Un servicio público no es un negocio, aunque se recurra a proveedores privados. Satisface una necesidad comunitaria y obliga a repartir las cargas de manera equitativa pensada al límite.

Podríamos agregar decenas de ejemplos de tratamiento imaginativo de la cuestión en Europa o Estados Unidos. Lo lineal, como se pretende aquí, es de gobernantes vagos o abusivos.

El subsidio no es mala palabra. Se puede usar en público, sin ninguna vergüenza. También se puede y debe reclamar.

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