Las intervenciones del Presidente para anunciar el inicio de negociaciones con el FMI y defender los escandalosos aumentos ya concretados y por venir en los servicios públicos esenciales, fueron lo suficientemente patéticas como para activar el siempre presto e inteligente humor argentino; pero también para convertirse en señales inequívocas del estado de desconcierto y debilidad del gobierno, confirmados por la derrota que le ha propinado el Congreso al aprobar el vetado proyecto de ley que frenaba y ponía un límite a las tarifas, y la confesada pretensión presidencial de que las Fuerzas Armadas se ocupen de la represión de la protesta social, que rompería uno de los pocos consensos amplios y genuinamente democráticos alcanzados desde 1983.
La insuperable ineptitud del Presidente y su supuesto equipo, la inclaudicable orientación de todas las decisiones en beneficio propio y de su clase en perjuicio del resto de la sociedad, enmarcada en una inocultable corrupción individual y sistémica, más el despertar de la histórica capacidad de reacción de nuestro pueblo, configuran una situación de crisis general que podría tornarse irreversible para el macrismo.
La crisis es política no sólo porque el gobierno está perdiendo apoyo en lo que fue su base electoral, sino porque ha generado contradicciones en el seno de la segunda Alianza que lo llevó a conducir el Estado, y el alejamiento de la pseudo-oposición oportunista que abandona el barco. Es económica no sólo por el descalabro de todas las variables macroeconómicas provocado por el gobierno, sino porque ha generado contradicciones en el bloque de poder que lo sostiene. Es moral no sólo porque justifica cada medida antipopular con una mentira, sino por el grave perjuicio que causan a la Nación y porque el descaro ha llegado al extremo de hacer —en medio del drama— de cada decisión un negociado que produce ganancias desmesuradas a quienes toman esas decisiones, sus familiares y amigos; crisis moral que no se explica por lo que algún idealista ingenuo definiría como falta de patriotismo, sino porque cada clase tiene la moral que necesita: para la oligarquía la apropiación de los bienes sociales, la venalidad y la alianza con el imperialismo han constituido y constituyen todo su código ético. Y es social porque la resistencia popular ya es incontenible.
En estas condiciones no es aventurado suponer que el oficialismo tiene altas probabilidades de perder las elecciones de 2019. En tal caso, existe la posibilidad de una especie de autoderrota o, en otras palabras, una derrota infligida en base al mero cálculo electoral, escenario que estaría lejos de asegurar la superación de semejante crisis. Es lo que muestra la historia reciente: De la Rúa ganó con más del 50% de los votos y, por creer que el modelo no era el problema, que bastaba con ser más prolijo que Menem y respetar la moral formal de las buenas costumbres, en poco más de dos años tuvo que dejar el Gobierno en el ya mítico helicóptero; situación que podría reeditarse si quien gane las elecciones supusiera que los problemas se solucionarán con un equipo más idóneo y menos corrupto.
Por eso el problema es más complejo que ganar una elección. El primer gran desafío, similar al que afrontó con solvencia Néstor Kirchner, es evitar que la grave crisis caiga en las espaldas de los sectores más vulnerables y las capas medias. Esta sola meta exige una sólida base de sustentación política y social para dar a la acción del Estado un sentido opuesto al que se le imprimió desde diciembre de 2015; pero aunque éste es un factor necesario, no es suficiente: se requerirá también una muy firme conducción política para resistir las fuertes presiones que seguramente practicarán los sectores económicamente dominantes para torcer el rumbo.
Ahora bien, si además aspiramos a consolidar transformaciones de fondo —no de Fondo—, como el cambio del régimen de acumulación, y romper la circularidad ciclos retardatarios/movimiento nacional popular; es decir, que no se repita la experiencia según la cual los sectores del privilegio conservan un poder tal que les permite revertir rápidamente conquistas cuya realización demanda ingentes y sostenidos esfuerzos populares, es imprescindible agregar a los dos requisitos apuntados en el párrafo anterior una doctrina clara, militantes formados y comprometidos que la difundan y cuadros capaces de materializarla desde el Gobierno.
Un aspecto central de la doctrina del movimiento nacional —y vector de su lucha política— debe ser la transformación del Estado liberal, con eje en una reforma integral de la Constitución Nacional. Si bien ese Estado ha sido una de las herramientas que han permitido a los sectores subalternos alcanzar conquistas trascendentes, también ha sido la clave que ha facilitado a los sectores dominantes recuperar sus privilegios. Para alcanzar la realización definitiva de los derechos populares, hay que comprender que la herramienta para ampliarlos y consolidarlos no puede ser la que instituyeron quienes los restringen y desconocen. Cuestiones como la enajenación de recursos estratégicos, la regresividad tributaria o la subordinación de legisladores a través del chantaje a gobernadores, entre muchas de similar importancia, son hijas de esta contradicción.
En cada coyuntura histórica, el movimiento nacional ha surgido desde abajo, como movimiento de masas, con independencia del Estado liberal creado desde arriba, formalizado por los legisladores de 1853 y afianzado por la oligarquía de 1880. Así, de la contradicción entre liberalismo y democracia se deduce la contradicción entre Estado liberal y movimiento nacional. Una antítesis que también puede formularse en estos términos: las distintas expresiones históricas del movimiento nacional, en la medida en que han sido determinadas por un movimiento de masas —que le ha dado el contenido—, han chocado con un Estado liberal; forma cuyo origen, programa, estructura y finalidad no le corresponden. Hasta ahora, la ficción democrática del liberalismo ha servido para frustrar el desarrollo de la transformación democrática del pueblo.
Al escribir Bases, Alberdi no sospechó que el Estado liberal sería un obstáculo al progreso democrático. Identificaba al liberalismo con la democracia y a las libertades liberales con las libertades en general, en coincidencia con el criterio de la burguesía revolucionaria. Creía que las libertades de comercio, palabra, pensamiento, reunión y trabajo, concebidas desde la perspectiva del individuo y no de la sociedad, abrían los causes a la implantación de la auténtica democracia. Sus modelos eran las democracias anglosajonas con sus promesas de progreso infinito e infinito avance hacia la libertad absoluta.
Acertó en tanto esa profesión de fe liberal, estampada en las leyes que la garantizaban, atrajo a inmigrantes e inversionistas en busca de riquezas bajo la protección asegurada de sus derechos individuales a hacerse libremente ricos; inmigrantes e inversionistas que no hubieran venido al país sin esa condición previa.
La situación cambió cuando la política liberal comenzó a dar sus frutos. Su libertad no hizo ricos a todos los inmigrantes, ni siquiera entregó bienestar a la mayoría de ellos. El esquema clásico de la sociedad capitalista se reprodujo en la masa extranjera asimilada al país: terratenientes, burgueses, pequeño-burgueses y proletarios. Los que quedaron en los escalones inferiores no se cruzaron de brazos: lucharon por elevarse y por conquistar su libertad de un modo distinto, opuesto al previsto por Alberdi. Lucharon no en forma individual por el predominio del más voraz en el reino de la libre concurrencia, sino en común, solidarios, organizados y por objetivos sociales. Formaron una masa indiferenciada con los hijos de varias generaciones del país.
Los sindicatos y las huelgas violaban al comienzo la legalidad liberal. El Estado liberal los prohibió y reprimió en nombre de una de las libertades más pregonadas por la burguesía revolucionaria, la libertad que suprimió las opresivas corporaciones de oficio del régimen feudal: la libertad individual de trabajo. También prohibió y reprimió la libertad de pensamiento, la libertad de palabra y la libertad de reunión cuando emanaban de la misma conciencia colectiva de los intereses de clase; decretó la inexistencia de clases, pues solamente reconocía una sociedad de individuos iguales ante la ley con prescindencia de sus desigualdades sociales: el obrero-individuo, el burgués-individuo, el campesino-individuo, el terrateniente-individuo; e ilegalizó las libertades colectivas para defender las libertades que le son propias: las libertades individuales abstractas.
Pero las clases sociales existen aunque no lo quieran los idealistas liberales ni los oligarcas, y si los sindicatos obreros se desarrollaron contra la ley y a pesar de la represión, los clubes, bolsas, sociedades rurales, sociedades anónimas, corporaciones financieras y empresas imperialistas, como ahora las offshore, florecieron bajo la protección de la ley para exigir la represión de sus opuestos: para el liberalismo había y hay hijos y entenados, y a los entenados los trataba y los trata como a delincuentes. Historia que con nítidas analogías describe y califica la nueva política de la Argentina de Macri.
Asimismo, sería un exceso pretender que Alberdi debió sospechar, al escribir Bases, que en la Argentina no se repetiría el proceso evolutivo de las democracias burguesas anglosajonas. Se entiende que creyera que con inmigrantes, capitales y cultura tendríamos La democracia en América de Alexis de Tocqueville convertida en realidad continental. Su idea de un progreso lineal ascendente le impidió prever la tendencia de un desarrollo desigual del capitalismo en el mundo. Deslumbrado por las impresionantes conquistas científicas y técnicas de la burguesía, se le escapó no sólo la presencia revolucionaria del proletariado en lucha por un orden social más justo, sino también la posibilidad de que, en el futuro, el capitalismo de las naciones más adelantadas llegara a ser lo contrario de lo que él esperaba y se imaginaba, es decir, que de una máquina mágica generadora de riquezas se metamorfoseara en agente externo de expoliación y atraso de las economías latinoamericanas.
Ciento cincuenta y un años después, lo que Alberdi no sospechó estaba a la vista. Néstor primero y Cristina después tuvieron que gobernar con los instrumentos heredados del Estado liberal una sociedad en la que, otra vez desde 2003, las formas típicas de la lucha de clases del capitalismo se expresaron en un autodesarrollo nacional, económico, político y cultural asediado política, económica e ideológicamente por la acción exógena imperial en alianza con grupos locales. Esto quiere decir que tuvieron que gobernar con aquellos instrumentos una sociedad que había cambiado sustancialmente desde que se le dio ese Estado. Proceso que desembocó en la actual restauración oligárquica.
Entonces he ahí una cadena a romper para anular de raíz a los agentes externos e internos que impiden el avance de la democracia del pueblo y el desenvolvimiento independiente de las múltiples energías de la Nación.
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