LA MANO IZQUIERDA DE VERBITSKY

El Episcopado católico sabía y no hizo nada

 

“La mano izquierda de Dios es paternal, pero puede ser pesada”, adelantaba el cardenal Raúl Primatesta en la nochebuena de 1975. De allí el título que Horacio Verbitsky dio a su último volumen de la Historia política de la Iglesia Católica, reeditado por Las Cuarenta con un aditamento de doscientas páginas acerca del Papa Jorge Bergoglio.

Aquella navidad, contemporánea a la toma del batallón Viejobueno por parte de la guerrilla, coincidió con el discurso del general Jorge Videla que muchos interpretaron como el inicio de la cuenta regresiva de noventa días hacia el golpe de Estado. Entonces se iniciaría el peor genocidio argentino de ese siglo, una “represión ilegal” o “por izquierda”.

Ante tal matanza, ¿qué hizo la Iglesia? Supo y no hizo nada.

Para sostener esto, Verbitsky se basa en las actas de las reuniones episcopales, donde los hombres de la institución que preserva gran parte de la memoria de la humanidad dejaron todo escrito. En sus archivos es posible contabilizar cómo quedaron en minoría los obispos que manifestaron su compromiso de amor al prójimo y defensa de los más humildes.

¿Por qué la mayoría no alzó su voz al igual que en otros países latinoamericanos?

Sin hacer exclusivo foco en las prebendas, Verbitsky enumera beneficios económicos como los sueldos de ministros para los prelados o los negocios inmobiliarios que, en casos particulares como el de Jorge Bergoglio, llegan a actualizarse en valores equivalentes a los seis millones de dólares.

 

 

El volumen más minucioso

La edición está organizada en capítulos, uno por cada año de la dictadura, a diferencia de los subtítulos por episodios que se engarzan en Doble Juego (2006), donde comparten temas como la masacre de los Palotinos y las sugestivas muertes de los obispos Enrique Angelelli y Carlos Ponce de León (en el único país del continente con dos casos), ya desarrolladas en sus notas dominicales.

Este ordenamiento guarda relación con las atrocidades y las consecuentes operaciones para camuflarlas. Baste comparar las 128 páginas dedicadas a 1976, con las 30 de 1982, o las 22 de 1983. En la primera parte del libro se aprecia el protector telón de fondo que desde Estados Unidos tendió Henry Kissinger sobre la dictadura, mientras que, a partir de 1977, la administración Carter encara la guerra fría con la estrategia de arrebatarle a la izquierda la bandera de los derechos humanos. Por eso encarga el tema a una militante de los derechos civiles fogueada en el sur segregacionista: Patricia Derian.

Como secretario de Estado, Kissinger avaló el genocidio: “Háganlo rápido y vuelvan lo antes posible a la normalidad”. En la reunión con el almirante César Guzzetti, a cargo de la Cancillería, asistió un hombre de la Logia P2 de Licio Gelli. Este jefe masónico era el nexo con Giulio Andreotti, “el hombre de mayor confianza del Vaticano en el sistema político italiano”. Gelli conseguía las audiencias ante el representante de Dios y ante el de Estados Unidos con más celeridad que los gobiernos.

En la Iglesia, ya por convicción, ya por conveniencia, se imponían las visiones preconciliares, que tuvieron al Vaticano alineado con las derechas internacionales, en contra del comunismo ateo.

Es que la Iglesia no veía a “la subversión” como reciente, sino como la última avanzada de tres etapas:

  1. La del Renacimiento y la Reforma protestante, que forzaron al orden cristiano a ceder paso a las monarquías absolutas.
  2. La Revolución Francesa, con la que desapareció el concepto de un poder político independiente de la sociedad.
  3. La sociedad comunista, donde del deísmo liberal se pasó al ateísmo.

En la definición de “roja” cabía cualquier voz crítica contra el capitalismo y la Iglesia. Hasta el cardenal Juan Aramburu declaraba que el New York Times era un diario del Partido Comunista. Ni una foto de la capital cubana podía ser reproducida en la Biblia Latinoamericana, al fin prohibida por la mayoría del Episcopado argentino, con aval del Vaticano, que indicó qué otras fotos debían suprimirse, según consta en los documentados debates que Verbitsky exhuma.

De allí la coincidencia de los obispos en un sofisma de moda –dirá Verbitsky–: “Las autoridades supremas hacían notables esfuerzos por el país, pero los niveles intermedios abusaban y colocaban a la Iglesia en un dilema ‘un silencio comprometedor con nuestras conciencias’ y un enfrentamiento que no deseaban. (...) Como Kissinger, la Comisión Ejecutiva de la Iglesia aseguraba que miraría en otra dirección durante un buen tiempo”.

Con tal marco teórico, se entiende que el almirante Eduardo Fracassi le dijera a Emilio Mignone: “En la Tercera Guerra Mundial, hasta el Papa nos pediría que no fusiláramos”.

Menos comprensible y tolerable es el silencio eclesiástico sobre los crímenes contra su rebaño: en el caso del obispo Enrique Angelelli se conoció un plan para matarlo (en el que se nombró a Eduardo Menem entre los complotados), pero décadas después, aún el Episcopado mantenía eufemismos sobre quien “encontró la muerte”. Algo análogo ocurrió con Ponce de León. Ante la masacre de los Palotinos, el cardenal Aramburu le dijo al embajador de Estados Unidos que “la Iglesia debe pagar su cuota” de sangre, según documentos de Estados Unidos que Verbitsky cita.

Hay formas de pagar o de hacer pagar. En el libro se exhiben los vínculos entre publicaciones integristas católicas y funcionarios del Estado (a veces, en la misma persona); los nombres de miembros de la Iglesia que participaron en sesiones de torturas o visitaron campos de concentración, como el capellán Gentile Guadagnoli (p. 51); Horacio Astigueta (p. 53); Ricardo Taddei (p. 57); el refugio brindado a un torturador (p. 52); la participación de hombres cultos que interrogaban sobre religión (p. 93) o la lisa denuncia, como la que dos curas sospechan que derivó en el secuestro del sacerdote Pablo Gazzarri a instancias de Héctor Aguer (p. 128).

En otros casos, como el secuestro de Patrick Rice, el Episcopado y el nuncio Pío Laghi gestionaron su expulsión del país para salvarlo, pero sin mencionar sus tormentos. Ambas instancias eclesiales se reunieron con la Junta Militar para entregar una carta, aunque sin el filo que le atribuirían en la siguiente década. Verbitsky halló el original.

Una negociación similar acometió Aramburu con conocimiento del Vaticano al canjear liberación por exilio de un sacerdote al que le hallaron unas obleas con consignas que equiparaban a las Fuerzas Armadas con las AAA (lo que Rodolfo Walsh había escrito en su Carta Abierta), según un informe de Inteligencia sin firma en el Archivo de Culto.

En voz baja, Laghi ordenaba que todos los obispos le llevaran en mano las denuncias sobre la represión, para enviarlas a Roma. “No era conocimiento lo que le faltaba a la Iglesia”. Sin embargo, su rol diplomático lo llevó a pintar ante el subsecretario de Estado norteamericano un panorama en el que “los militares no pudieron hacer otra cosa que tomar el poder, con el beneplácito de toda la nación”.

Para blanquear esas memorias, Laghi hizo editar en Roma un libro de descargo personal, que no difundió en la Argentina, en cuya redacción había ayudado el obispo Justo Laguna. Esa operación cosmética es un antecedente de la que desarrollará el Papa Francisco. Ante ambas, Verbitsky dejará caer su vitriolo sobre la historia real documentada en estas páginas.

La jerarquía eclesiástica era considerada como fuente de información y de autoridad en el “Reglamento para operaciones de seguridad” en 1976.

Tan central era el rol de la Iglesia, que Montoneros le pidió por escrito mediar para la paz. Laghi y la Comisión Ejecutiva no respondieron y entregaron al gobierno la carta que ofrecía poner fin a la lucha armada. “En vez de contribuir a encauzar el conflicto a una negociación política, los obispos y el nuncio reaccionaron como colaboradores de la dictadura. Había una construcción ideológica que les impedía concebir un rol más inteligente y audaz. Con el Diablo no hay negociación posible. Se perdió así la oportunidad para retroceder del desfiladero en el que esas concepciones habían encerrado a todos los protagonistas de la tragedia”.

La enunciación de Satanás como padre de la subversión pertenecía al sacerdote Carlos Miguel Buela, uno de los preferidos de Adolfo Tortolo, el vicario castrense (de la diócesis para militares).

En cambio, la santidad de la paternidad entra en profunda crisis cuando se hurga sobre el secuestro de bebés. En caso más paradigmático es el episodio, rescatado del olvido, del secuestro de un bebé judío hacia 1858 para ser criado por el Papa Pío IX quien se obstinó en no devolvérselo al papá. Con semejante antecedente, no es ilógico que varios religiosos justificaran que “los hijos de los subversivos” fueran criados por apropiadores menos encumbrados.

No obstante, la densidad documental que exhibe a la Iglesia como cómplice de la dictadura, el autor habrá de reconocerle su inigualable aporte a la paz entre la Argentina y Chile al desactivar la posibilidad de una guerra.

Al igual que en otros trabajos, Verbitsky mantiene su método de analizar los episodios nacionales en su contexto mundial. Por eso, a lo largo de su medio millar de páginas (sin contar las dos nuevas centenas sobre el Papa) mantiene la mirada en la sede romana. Tanto en el Vaticano como en Italia, la política y los negocios determinarían los alineamientos de los respectivos Episcopados.

Así, repasa el escándalo mayor de la Iglesia de posguerra, cuando quebró el Banco Ambrosiano, con su consiguiente media decena de asesinatos o muertes inexplicadas que incluyen al pontífice Juan Pablo I, tras manifestar su intención de echar luz sobre los negociados. En contraste, se destaca el silencio impuesto por su sucesor. Con el polaco Karol Wojtyła se inició una era en la que ya no habría italianos en la cúspide vaticana, con lo que se vieron beneficiados el alemán Josef Ratzinger y el argentino Bergoglio.

Este último encumbramiento activó maniobras cosméticas, en aplicación de estrategias utilizadas desde la experiencia de Pío XII, no en vano llamado el Papa de Hitler. Tales movidas pueden convencer a gente desinformada, pero no alcanzan a contrariar la documentación de la época, como el editorial de la revista Verbo, con que Verbitsky cierra el capítulo de 1976, año en que se advertía que los guerreros: “Ya se ven en el banquillo de los acusados, como los oficiales griegos, víctimas del oprobio general...”.

Faltaba casi una década para la Argentina de 1985 y su juicio a las Juntas.

Este libro de 2010, el más minucioso de Verbitsky, estuvo entre los dos mejores Ensayos Políticos acreedores al Premio Nacional de la Secretaría de Cultura de la Nación (2011); fue objeto de una solapada censura al ser quitado de circulación nada menos que por la empresa editora (Bergoglio fue ungido Papa en 2013) y cierra un recorrido investigativo que abarcó un siglo e insumió cuatro tomos. Se suma a volúmenes como El Silencio (2005) o I Complici: Conversazioni con Verbitsky su chiesa, dittatura ed economía (Nova Delphi Libri, Italia, 2015), una larga entrevista con Nadia Angelucci y Gianni Tarquini. Su aporte a la temática es superior al de los libros de David Yallop o Carl Bernstein-Marco Politi sobre las papados de Juan Pablo I y II.

No cuestiona a la feligresía católica, entre quienes se cuentan muchos desaparecidos. El autor advierte al inicio de cada uno de sus últimos cinco libros: “No contienen juicios de valor sobre el dogma ni el culto de la Iglesia Católica Apostólica Romana, sino un análisis de su comportamiento como ‘realidad sociológica de un pueblo concreto en un mundo concreto’, según los términos de la Conferencia Episcopal. Su ‘realidad teológica de misterio’ sólo corresponde a los creyentes, que merecen todo mi respeto”.

 

 

 

 

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