La rama argenta de los Bonaparte
Luis Bruschtein, a la búsqueda de los sueños perdidos
Un buen día el periodista Luis Bruschtein recibió de su primo, llamado Pablo Bonaparte, un tesoro de esos a los que, por su capital simbólico y testimonial, es imposible adjudicarle un valor: un original escrito en los años ‘30 por su bisabuelo, Luis Bonaparte, que glosa vida y hazañas de su padre, Guillermo. Bonaparte era el apellido de Laura, la mamá del autor. El Manuscrito Bonaparte es una saga familiar pero también es una novela histórica, que va y vuelve desde las guerras de la independencia del siglo XIX a la generación diezmada de la década del ‘70. En esos años, Santiago, el padre de Luis Bruschtein, dos hermanas, un hermano y sus parejas fueron detenidos y asesinados.
El autor llama al material “el mamotreto”, que según el diccionario Kapelusz es un libro grande o un legajo voluminoso y embarazoso. Lo que cayó en manos de Bruschtein, escrito de puño y letra y legado por Luis Bonaparte, es todo eso y seguramente mucho más. Pero él, en lugar de proceder como se debe con los mamotretos, o sea sacárselos de encima, no resistió su probada vocación de periodista, investigador y hombre político, y escribió una novela. Lo seguro es que hasta que cayera en manos de Luis nadie lo había leído completo y en profundidad y, por lo tanto, sopesado su valor. Ya bastante milagroso era que, zafando de destierros, ausencias y extravíos diversos, producto del paso del tiempo, ese original (“Reseña”, lo denomina Bruschtein) estuviera disponible para convertirse en fuente principalísima de la novela.
Son muchos los Bonaparte y no todos tendrán un lugar en esta crónica, aunque vale la pena mencionar que, como quien no quiere la cosa, el libro se infiltra en la vida de –nada menos– Napoleón Bonaparte y su hermano José, a quien por cuestiones que todavía son enigma llamaban Pepe Botella. En la genealogía bonapartiana, Bruschtein viene a ser el tataranieto de Guillermo, el primer Bonaparte que arribó a la Argentina como aventurero y desarraigado, y el bisnieto de Luis Bonaparte, el que pergeñó ese texto que es, a la vez, diario de viajes, crónica de aventuras y batallas –más perdidas que ganadas– y manuscrito de sueños, malos entendidos y utopías.
El libro tiene una historicidad seria, documentada, innegable y permanente, a partir del encuentro en una isla desolada del Pacífico entre Guillermo y un Domingo Faustino Sarmiento que lejos de ser el inmortal padre del aula al que todos honramos en modo himno, era un exiliado, desautorizado por su país, enviado al exterior para el cumplimiento de una misión flaca de sentido, un Sarmiento en las malas, pero, aun así, decidido siempre y de armas llevar y ejecutar. Una parte esencial del relato el autor la dedica a registrar la cercanía, conocimiento directo o de mentas, interacción, procedimientos de aquel Bonaparte con prominentes guerreros y dirigentes como Urquiza y Fidel López, Bartolomé Mitre y Derqui, Solano López y Chacho Peñaloza, Pedernera y Virasoro y cien más que ahora son capítulos de la argentinidad y, además, calles de la ciudad, o intelectuales trascendentes de la época como el escritor José Hernández o el poeta Carlos Guido y Spano. Sin embargo, por aquello del deber y los sueños, la militancia al fin, de quien más cerca estuvo –y en especial se sintió– fue del demonizado López Jordán, al punto que integró como oficial una de las montoneras que hacía tronar los arcabuces y no reparaba en degüellos. Su vida transcurrió entre “derrotas brutales y definitivas” y al final, con tono de rendición de cuentas, Guillermo, que además era ducho en descubrir napas de agua en suelos pampeanos, admite: “Las luchas fueron despiadadas, bravías las pasiones y yo, nada manso. Pero, con todo, no ha sobrevivido en mi ánimo ningún odio”. Apartándose un poco del tono de discreción que caracteriza a su trabajo, el Bruschtein Bonaparte reinterpreta esas palabras y opina: “No sé si creerle”.
Son muchos los Bonaparte, decíamos antes, pero no habrá omisión para Laura Bonaparte, mujer bellísima, apreciada flor de la ciudad de Paraná, psicóloga de profesión, valiente Madre de Plaza de Mayo Línea Fundadora, que en México compartió el exilio de su hijo Luis y familia y desde donde denunció las sistemáticas violaciones a los derechos humanos que ocurrían en la Argentina. “Oveja negra, iconoclasta –así la presenta Luis– que se había hecho peronista, pero nunca abandonó su corazón socialista”. También aparece el padre de Luis, crecido en las colonias judías de Entre Ríos. Ya era maestro cuando se recibió de bioquímico; luego, durante años tuvo una farmacia en Morón. Víctima de algunos fachos de la asonada de 1943 fue testigo de cuando un militar de alto rango de la época ordenó la cesantía de los maestros de origen judío porque no hacían “profesión de fe católica”. Tanguero, judío y seductor, su encuentro con Laurita, describe Luis, “abrió los cielos”.
Aquellos tiempos
Sin alejarse nunca de la rigurosidad de los hechos históricos, Luis va eligiendo y armando el más difícil rompecabezas que, con esfuerzos, alguna vez transformó a provincias desunidas en nación. No elude los enfrentamientos bravucones de esos tiempos de sangre y fuego, de exterminios injustos y cabezas que rodaban, tal vez porque ese era uno de los irreparables precios a pagar para seguir adelante. Hay una descripción que estremece. Un tal Lucas Jardín, subordinado del doctor Heriberto Helguera, se había especializado en amputaciones “y había perdido la cuenta de los brazos y las piernas que había separado de sus dueños”. Helguera, además de ser experto en mantener los filos de cuchillos y serruchos, había inventado un ungüento que antes preparaban los indios, una pasta a base de coca y ortiga. Era el antecedente de la anestesia local. Pero la acción no se completaba hasta que, generosas dosis de ginebra mediante, los heridos y amputados se emborrachaban hasta no saber cómo se llamaban. “Crecimos entre guerras. Así es este país. Algunos se recuperan, otros no”, le dice la mujer a Guillermo Bonaparte.
Más adelante hubo más guerras que golpearon hasta lo indecible a la familia Bruschtein Bonaparte. En distintos momentos del libro Luis habla del vía crucis de su familia. “No conozco ese momento de mis hermanos. El día, el parpadeo que los hizo cambiar de vida. No recuerdo cuándo ni cómo pasó el tiempo desde que éramos alegre y simplemente los pibes del barrio de Larrea, en Morón y después en Castelar: los que robábamos frutas de las quintas y jugábamos en la calle”. Lo hace y vuelve a hacerlo con referencias tranquilas que reivindican el amor fraterno y revelan un dolor que persiste a lo mejor para siempre. “La última vez que vi a mis hermanos fue cuando salí del país. Tenían un pedido de captura, y aunque los buscaban los milicos, fueron a despedirme en una cita. Irene, la más chica, se arriesgó más y fue a Ezeiza. Pero no a la sala de partidas con los demás. Me saludó desde la terraza del aeropuerto. La última imagen que tengo de ella es la despedida. En el asiento del avión, solo, mirándola por la ventanilla y el carreteo del aparato que nos alejaba para siempre. El exilio tiene el sesgo de la amargura como esa imagen”.
Todo lo que pasó después a su familia, al país, a él mismo a la distancia, lo asemeja a la huída de algún ejército en retirada en la época de su tatarabuelo, sabedor de que una retirada a tiempo puede constituirse en la mejor defensa. “Dicen que la patria es el país de la infancia. Y madurar es exiliarse de ese país del cual siempre habrá nostalgia y a veces rabia. Mi exilio empezó con esa última imagen de mis hermanos que sucumbirían a la dictadura. Y la sensación de desastre, abismal. Nunca más los volvería a ver”.
Sabe Luis, como bien pudo haber dicho el tatarabuelo, que la revolución no se produjo y frente a esa verdad dura no elude autocríticas y tampoco se refugia en justificaciones extemporáneas. “Exiliarse era como desertar. Aunque no lo razonara así. Cuando dolía, lo hacía de esa forma. Mis hermanos se quedaron hasta el final, cuando ya no pudieron salir y fueron desaparecidos. Tras la muerte de Perón, cuando la conducción clandestina decidió el pase a la clandestinidad, lo acaté, pero con muchas dudas. Abandonar la política y priorizar lo militar era meterse en la boca del lobo. A pesar de las dudas, no salí tranquilo del país. ‘No quiero irme dando un portazo’, expliqué cuando planteé mi salida. ‘Quiero tener la posibilidad de volver’. Me dijeron que sí, pero me fui con vergüenza, no es que lo tuviera tan claro. Mis hermanos eran mejores que yo. No sé quién se equivocaba más, pero llevaré clavada para siempre la espina de la duda. Y no es la duda por si me tendría que haber quedado, sino la de no haber hecho lo suficiente para convencerlos a ellos de salir”.
Luis conmueve en su narración como perseguido, militante y exiliado. Sabe, con una convicción similar a la de sus ancestros que tantas veces tuvieron que empezar de nuevo, que “lo que se perdió, lo que quedó trunco” es mucho. Y lo expresa en su condición de sobreviviente, con dolor, desde las tripas. “La derrota es tan inconcebible como lo que no tiene después. Hasta los que creen en algo después de la muerte saben que después de la derrota no hay nada. En mi caso, cuando tuve la conciencia de la derrota sobrevino el vacío, un muro negro infranqueable que llegaba al cielo y no dejaba ver del otro lado. La sospechaba, la intuía, podría haberla razonado, pero en el fondo quería estar equivocado y aferrarme a una hilacha de esperanza porque daba pavor esa boca negra que devora los sueños. Sin esos sueños, las personas dejan de ser, pierden lo que las nombra”.
Varios de esos momentos –algunos acabamos de citarlos textualmente– permiten imaginar que Luis apostó a reencontrarse con los sueños perdidos. El libro es el paso inicial para nuevos, futuros manuscritos propios.
Epílogo
La invalorable ayuda de Victoria Ginzberg, actual codirectora de Página/12, me permitió reconstruir algunos de los tristes acontecimientos de la familia del autor de El manuscrito Bonaparte. Laura Bonaparte y Santiago Bruschtein tuvieron cuatro hijos, mencionados por orden de edad: Luis, Aída, Víctor e Irene. Aída (apodada Noni) muere en el intento de toma del regimiento de Monte Chingolo, en diciembre de 1975. Su cuerpo desaparece. El compañero de Noni, Adrián Saidón, fue asesinado el 24 de marzo de 1976. Noni tuvo un hijo, Hugo, que se crió con Laura Bonaparte. Hugo tuvo inicialmente el apellido Ginzberg porque cuando asesinan a sus padres era muy chico y ellos no habían podido anotarlo. Fue adoptado por Laura y Santiago, que lo inscriben como su hijo. Ya adulto hizo los trámites para recuperar el apellido real, Saidón. Santiago fue secuestrado en 1976. Irene Bruschtein y su marido Mario Ginzberg fueron secuestrados en mayo de 1977. Tuvieron una hija, Victoria. Víctor tuvo una hija, Natalia, que creció con su mamá en México. Natalia se recibió de realizadora cinematográfica e hizo dos documentales: Encontrando a Víctor y Tiempo suspendido, sobre Laura Bonaparte. Laura se exilió en México. Luis Bruschtein también, con su compañera Ana Villa, y tuvieron tres hijos: Malena, Julián y Lucero.
Mario e Irene están desaparecidos. Santiago Bruschtein está desaparecido. Víctor Bruchstein está desaparecido. Y la que era su pareja en ese momento, que no es la madre de su hija, también. Adrián Saidón está desaparecido. Solo el cuerpo de Noni fue identificado muchos años después.
--------------------------------
Para suscribirte con $ 1000/mes al Cohete hace click aquí
Para suscribirte con $ 2500/mes al Cohete hace click aquí
Para suscribirte con $ 5000/mes al Cohete hace click aquí