Nacionalismo versus nativismo

Proporcionalmente, crece la tendencia autoritaria y sube el desolado nativismo

 

 

En Wall Street, billetera mata galán y litio y shale matan malaria económica argentina.

El autoritarismo y los estropicios en la vida de la democracia, al menos en buena parte de Occidente, están sentando sus reales como tendencia. Si hay una novedad, está ahí. Se suceden los indicios para desechar que se trata de flor de un día. El dilema que siempre enfrenta la acumulación a escala mundial: el de profundizar la vida democrática o atiplar la oscuridad del autoritarismo, en un gran número de países, parece con firmeza que se está resolviendo por la segunda opción. El sesgo hacia el orden del garrote ocurre bajo las circunstancias particulares de un conjunto de cambios en las tecnologías, que suponen el inicio de una larga onda de expansión.

Los países en que se imponga la represión como sistema (verbigracia, encarcelar la pobreza) tienen todos los boletos comprados para arraigar la desconexión de la vida moderna. El mapamundi, con la desigualdad de los ingresos entre países y entre regiones, si se lee sin perder de vista que únicamente un séptimo de la humanidad vive en la isla desarrollada del planeta, dice a las claras cuál es la gran tarea política de la integración nacional argentina. La fiesta de bonos y acciones de las especies argentinas que cotizan el Wall Street —que en medio de una situación macroeconómica más que delicada, suben y suben— dice no menos a las claras lo lejos que estamos de que se lleve adelante. Por lo visto, billetera mata galán y litio malos presagios.

 

 

Desde Jujuy hasta Berlín, pasando por el Río Bravo o las costas griegas, ahí donde se verifica la tendencia autoritaria —en todo o en parte—, baja fuerte la dosis de nacionalismo en sangre y sube la del desolado nativismo. No siempre el comportamiento nativista resulta dominante. Hay procesos políticos en los cuales lo que más cunde es la hibridez del nihilismo y —entonces— las fuerzas reaccionarias se imponen únicamente por el horror al vacío de la política, sin necesidad de recurrir —salvo incidentalmente— a ningún espantapájaros nuevo. Les alcanza con el de siempre: los "negros de mierda".

 

Por definición

En aras de definiciones, el nativismo es hacer de lo autóctono, del lugar de nacimiento, un argumento para alimentar la xenofobia y el racismo y, enmarañado con ideas muy de ultraderecha, culpar a los inmigrantes de todos los males del país. El buey solo bien se lame (una gran patraña en este contexto) se lo suele confundir con nacionalismo. Y realmente es una greña que tiene en la historia el deslinde que reclama en la actualidad. No es por sutilezas. Para ser, hay que saber qué se quiere ser.

A partir del siglo XIX —acompañando su transcurso de menor a mayor—, el mundo se convirtió en una fábrica de naciones. Hasta esa época —y desde hacía no más que tres siglos—, la geografía mundial contabilizaba apenas un puñado chico de Estados nacionales. Cómo será que —formalmente— el Estado argentino es más viejo que el alemán o el italiano. La manufactura de naciones no paró ahí. El número de naciones aumentó en gran forma en los últimos 80 años —como uno de los corolarios de los imperios que quedaron maltrechos luego de la Primera Guerra—. impulsado por la descolonización que siguió al fin de la Segunda Guerra y, después, por la caída del Muro.

Ahora, con cada zapatero estando en sus zapatos, se observa con claridad que las razones de la expansión global del nativismo —al mismo tiempo que retrocede más que proporcionalmente el nacionalismo— se enancan en el proceso de formación de los precios, quedando así delineados los senderos disímiles por donde discurren, por un lado, la conciencia política cabal y, por el otro, sus pathos. Está dicho que siempre es la existencia la que determina la consciencia. 

Y los precios se forman a partir de que la sociedad determina cuál es la canasta de bienes mínima que necesitan los trabajadores para reproducir sus vidas y las de sus familias. Eso significa que el salario es un precio político anterior a todos los demás precios, que hace que inmediatamente a posteriori de ser establecido, surja una tasa de ganancia (como residuo) para repartir el excedente entre los empresarios. Ese precio político se fija dentro de las fronteras nacionales, y nacionalismo entonces significa una defensa cerrada de los intereses de los trabajadores, de todos los trabajadores, lo que incluye a los inmigrantes que lejos de ser un obstáculo son un bienvenido aliento a la producción, en tanto amplían —en principio— físicamente a la demanda. El alza del desempleo no depende de la cantidad de gente, como cree el obtuso y reaccionario nativismo en su afán por ahondar la desigualdad, sino de que es bajo el nivel de la demanda agregada.

 

 

La ganancia

La ganancia, a diferencia del salario, se forma en el mercado mundial. La movilidad física internacional de la mano de obra, incluso cuando de ocasionalmente se hace muy importante —como ahora y antes de fines del siglo XIX—, no es suficiente para lograr la igualación de los salarios entre el lugar de donde se van y el lugar a donde llegan. En rigor, ni mella esa desigualdad salarial. Generalmente, una movilidad marginal del capital en el plano internacional resulta un hecho más que suficiente —la experiencia lo demuestra— para generar una bien clara tendencia hacia la igualación de la tasa de su remuneración. Los economistas que niegan esta tendencia generalmente basan su posición en inferencias lógicas, mientras que todos los que han llevado a cabo investigaciones empíricas reconocen en forma unánime el hecho de que no hay diferencias significativas en las tasas de ganancia entre los países desarrollados y subdesarrollados.

En general, los que niegan la igualación en el plano mundial dicen que las empresas gigantes entre los gigantes del índice bursátil S&P 500 restringen la movilidad del capital. ¿Por qué estas empresas impedirían la libre circulación de capital? El único motivo que se puede imaginar es el de proteger sus enormes beneficios de la competencia foránea. Esto implicaría que el promedio de las ganancias de las empresas de este tipo excede la tasa promedio de las demás. Ahora, una gran diferencia en las tasas de ganancia es simplemente mítica. No sólo no hay pruebas estadísticas de tal afirmación, nadie ha hecho la menor tentativa para comprobarlo.

Como lo expresó en un ensayo que ya tiene su tiempo el economista italiano Eugenio Somaini: “Mientras que los salarios divergen a lo largo de las líneas nacionales, los beneficios divergen, principalmente, a lo largo de diferentes líneas (por industria o sector), independientemente de la proporción en la que estas industrias o sectores se distribuyen entre los diferentes países y no hay alguna correlación precisa entre las razones de las variaciones de los niveles relativos de los salarios y de las variaciones de los niveles relativos de las tasas de ganancia […] No hay evidencia sobre la existencia de una brecha de las tasas de ganancia tan profunda como la de las tasas de salarios y sobre todo de una brecha en los beneficios que se correlacione de forma sistemática con la brecha en las tasas de salarios. Esto nos permite descartar la idea de que o bien las circunstancias que deprimen los salarios en un país tienden a deprimir las ganancias también, o bien que los bajos salarios de algunos países implican —constante y sistemáticamente— las ganancias más altas en estos mismos países”.

 

 

La tentación de la oferta

Por lo dicho hasta aquí, se podría intuir que el camino que se transita para revertir la desvalorización de la fuerza de trabajo de Occidente en conjunto (tanto centro como periferia y semi-periferia) operada vía China tuvo en el nativismo una primera reacción. Y no solo es Trump. El Partido Alternativa para Alemania (AfD de acuerdo a la sigla germana), declarado anti-inmigrante y euroescéptico, tiene un 19 % de intención de votos en las encuestas, frente al 20 % de los socialdemócratas (SPD) del canciller Olaf Scholz. El Partido Unión Demócrata Cristiana (el de Angela Merkel) aún es el más popular, con un 27 %. Que los filonazis superen a los socialdemócratas es de esperarse que sea una situación transitoria hasta que, para usar las categorías descritas más arriba, la racionalidad del nacionalismo supere a la desgracia del nativismo.

Es hasta lógico que sea así. Desde la caída del Muro, tantos años desdeñando la demanda, ensoñándose con el falso Grial de que el crecimiento es por el lado de la oferta, que es de aguardar que hasta que aparezca la conciencia de que el ajo está en la demanda agregada, habrá comerse estos garrones. Los norteamericanos parecen haberlo aprendido. Su llamada política exterior para la clase media da la impresión de hacerse cargo de que sin demanda —a puro subsidio a la oferta, como están gastando en volúmenes nunca vistos— no hay innovación tecnológica que se materialice y dado los tiempos que corren, no hay mucho espacio para distraerse.

 

 

La clase dirigente argentina —salvo excepciones— sigue muy tomada por las inconducentes ilusiones ofertistas. En el colmo, uno de los precandidatos presidenciales hizo el ridículo comparando internacionalmente el número de empresas cada cien mil habitantes, infiriendo tácitamente que a mayor número de empresas más desarrollo. Semejante desdén a la demanda efectiva más que distracción es una confesión involuntaria del talante reaccionario que los anima.

De todo esto se deduce que —por consiguiente— es la gran masa de la población y los salarios mismos lo que está en juego. Ahora bien, los factores que impiden que el mundo se iguale por arriba son el agotamiento de los recursos presentes y los límites ecológicos. El caso es que las condiciones físicas del problema desarrollo-subdesarrollo muestran claramente que su solución tiene como marco y parámetro a la humanidad en su conjunto. Si los países desarrollados, actualmente, pueden deshacerse de sus desechos vertiéndolos al mar o mandándolos a la atmósfera, es porque son los únicos que lo hacen. De forma similar que sus habitantes todavía puedan viajar por el aire y llenar los cielos del mundo se debe únicamente a que el resto del planeta no tiene los medios para volar y deja las rutas aéreas del mundo sólo a ellos. Y así sucesivamente. La irrupción de China en los últimos tres lustros —vía capital multinacional— desequilibró lo suficiente el clima para que todo el mundo tenga bien presente las verdaderas coordenadas del asunto. 

Y hay más tela nacionalista resignificada para cortar. Todo sucede como si hoy en día, mientras algunas naciones fueron capaces de fusionarse en una especie de nación-clase, otras, en cambio, devinieron en meras naciones divididas en clases. Inglaterra e Italia del primer tipo, nosotros del segundo. Esto significa que en el primer tipo de países las disputas verdaderamente políticas se vuelven más y más imposibles: sólo puede haber una disputa estrictamente económica, como las que ha habido desde siempre dentro de cualquier clase.

Por lo tanto, cualquier contradicción de clase que aún pervive en los países desarrollados pasa a ser secundaria. Esto también significa, en cierto sentido, que los países de la periferia no son el eslabón más débil de la cadena, sino el único espacio de transformación. Sus fuerzas locales conservadoras se alían no con ciertas clases de otros países, sino con algunas naciones pertenecientes a la misma clase. La contradicción principal —la fuerza motriz del cambio— de ahora en más se encuentra en las relaciones económicas internacionales.

Mientras se aguarda que la humanidad le encuentre una solución a los problemas que son comunes, un país como la Argentina puede desarrollarse en el cuadro de esa contradicción principal. A fuerza de consciencia nacional, puede hacerlo porque su geografía provee la mayor cantidad de alimento y energía necesarios cuando suben los ingresos.

 

 

 

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