Lo funesto avanza
La banalización no es una opinión sino la continuidad de los crímenes bajo otras formas
I
Si las opiniones fueran más valorables y valoradas, y menos palabras lanzadas al viento, tal vez no habría que presumir cautela al atribuir a la banalización de genocidios y holocaustos el estatuto de la opinión y no el del crimen [1]. Es solo una opinión cuando no es un rasgo que acompañe a otros enunciados como los negacionistas. Es una opinión solamente cuando es nada más que banalidad, sin otras condiciones contextuales. Banalizar es dar a algo carácter de banal. La banalización es la acción y efecto de banalizar. Banal es lo trivial, común, insustancial. Así se usa el vocablo, con olvido de su etimología que nos remite al sentido medieval que tenía el término banalité. La raíz ban refería a la condición señorial a la que se subordinaba aquello de uso común: molinos, prensas de vino, hornos. Lo compartido por quienes integraban la comunidad, en un mundo social estático, segregado por estamentos que no se pusieron políticamente en discusión hasta la caída del Antiguo Régimen [2]. El término adquirió un sentido peyorativo en tiempos modernos, cuando la generalización de la igualdad y la caída de las referencias abrió la posibilidad de nuevos conflictos. El contexto devino de la elaboración de una igualdad transida de contradicciones y transiciones no resueltas. Exterminios y genocidios acaecen en el extremo de lo concebible como formas de resolver las aporías de la igualdad de la manera que sabemos. Las clasificaciones segregadoras arbitrarias, los métodos administrativos y eufemísticos aplicados a multitudes desaparecidas son en sí mismas banales en tanto la nuda vida impuesta remite a tal condición aniquiladora. Aniquilar es banal en su proceder, lo contrario en sus consecuencias. Lo que tiene el testimonio y lo memorial de reparador enfrenta un nuevo problema: cómo restituirles a las víctimas la condición que les fue arrancada, de modo de distinguir tales discursos de cualesquiera otros en el mismo movimiento por el cual enseñar y divulgar lo que sea va dirigido a multitudes. Lo multitudinario vuelve a instalar la escena de lo común en el sentido moderno transfigurado que había quedado atrás en tiempos medievales. No importa aquí señalar más que el hecho de que hay un problema, y que ese problema supone un formidable trabajo colectivo de elaboración. Nada que se pueda reducir de manera simplista sin cometer grandes injusticias y errores devastadores.
Los antónimos del término usual, banal, nos llevan, digamos por brevedad, a aquello que es extraordinario o importante. Se desprende de inmediato lo magnífico, la magnitud, el número. Banalizar es subestimar, entonces. También se subestima lo cualitativo. Si se compara lo extraordinario o importante con aquello que no lo es, si se equiparan, se subestima. Y subestimar es una forma de negar, no idéntica a negar porque negar es una operación binaria, adversativa, que desecha todo un asunto. Negacionismos. La tipificación del crimen de negacionismo en la forma jurídica de un delito, tal como se practica en países que en sus territorios padecieron crímenes masivos de tal índole genocida, exterminadora, alcanza delimitaciones específicas y precisas sin las cuales cualquier distinción podría ser arbitraria. La banalización es un círculo externo, una condición adjetiva, cualitativa, que acompaña al negacionismo: por sí sola es insuficiente para tipificar una delimitación criminal, porque sería muy difícil establecer una frontera. No es que el negacionismo sea meramente evidente, pero su carácter adversativo, aunque se disimule o encubra, tiene posibilidades de ser comprobado. Es lógicamente refutable porque se postula como (falsa) interpelación. No sucedería en principio lo mismo si solo se tratara de una adjetivación porque en tal caso nos hallaríamos en un continuo gradiente discutible. Todo esto estaría muy bien si, desde el supino desconocimiento o mala fe que circulan, se limitara la cuestión a semejantes prácticas cognitivas objetivistas. Hasta se podría codificar la banalización como se hace con el negacionismo si solo se tratara de la descripción de objetos inequívocos (en tiempos del gobierno por la distinción sagrado/profano, así se procedía).
El problema es que no hay nada menos inequívoco que el objeto de que se trata, dado que su configuración originaria es denegatoria, de modo que la única prueba susceptible de presentar una constatación es retrospectiva. Aquello que se dice que desapareció y que por lo tanto no está, ni fue, ni estuvo, ni existió, si no logró la perpetración su propósito desaparecedor, dejó entonces trazas, huellas, indicios, testimonios, hasta sobrevivientes. Es así como los acontecimientos del horror son innegables, y no son susceptibles por principio de subestimarse dada su magnitud y calidad.
Genocidios y exterminios no concluyen su infausta faena, de imposible consumación, sino que solo se interrumpen y es por ello que sabemos que tuvieron lugar. Si se detienen, entonces de algún modo se difieren. Dirán: “no terminó el perpetrador su faena”. Si se consumaran, nada sabríamos y no habría lugar para el negacionismo ni para la banalización. Negacionismo y banalización son prosecuciones de aquello que se interrumpió y no se consumó. Hay una razón sustantiva de la interrupción: tales actos del horror no son realizables porque en general definen su objeto de maneras falazmente delimitables. Ningún colectivo social se configura efectivamente según los designios exterminadores. A todos se les imponen las comillas en tanto sus designaciones son citas literales de lo definido por la perpetración, siempre proyectos insostenibles en las delimitaciones de sus objetos de odio y eliminación. No es cuestión metafísica o imaginaria. Alguien ficcionalmente podría eliminar a todas las personas con alguna característica inequívoca, pero solo se nos podrían ocurrir rasgos fantásticos. En los eventos históricos se formulan interpretaciones que recortan a los colectivos sociales sobre la base de estigmatizaciones o prejuicios. En general los fenómenos perpetradores se basan en historias político culturales constitutivas de tejidos sociales que se trata de purificar o transformar, son extirpaciones de partes de esos tejidos que se delimitan llevando hasta las últimas consecuencias distinciones que habitualmente no significan tan extremas decisiones, que en la vida social son difusas, porosas, si no del todo arbitrarias. Esa es una razón decisiva de por qué los acontecimientos del horror tal como los conocemos se suelen interrumpir, ya sea porque cambian las condiciones que hicieron posible su realización o porque, y a la vez, desde el principio la perpetración se ve condicionada a establecer distinciones siempre problemáticas que deterioran al propio proyecto en su letal eficacia.
A lo que importa y es más ignorado o más objeto de mala fe. Si el negacionismo es una tentativa de convertir la memoria en una seudo historia, en una falsificación destinada a aparentar un debate objetivo cuando solo es un señuelo de la perpetración para proseguir estratégicamente su faena, la banalización acude a otro problema de muy diferente índole, que es la cuestión de las representaciones [3]. ¿Cómo representar algo que no sucedió? Desde el principio, dar testimonio y memoria del horror es decir que sucedió algo que se pretende no sucedido desde su perpetración misma, en cuanto no sucedía mientras estaba sucediendo, y de lo cual se borran huellas y manifestaciones, así como documentos. Para entender este punto es fundamental lo que sigue: las atrocidades bélicas que existen desde hace milenios han sido representadas, ya sea mediante alguna variación del género épico, cantos de gloria o de derrota, de drama y victoria o desgracia, efemérides felices o relatos dolientes, ya sea por parte de unos u otros contendientes. La historia bélica y sus representaciones cuentan con sus contrapartes. Quienes han combatido con suerte varia, con historias de injusticia y sometimiento o conquista y señorío, mantienen tradiciones narrativas codificadas y establecidas a lo largo de milenios. Lo acontecido se representa, se relata, es objeto codificado de la historia y de la memoria colectiva.
En el caso de lo que nos ocupa, como no hay contienda, sino solo sacrificio de víctimas puestas en estado de inermidad que se destinan a desaparecer, quienes así desaparecieron sin retorno fueron privadas del habla aun antes de morir, y los perpetradores no tienen posibilidad alguna de articular sus hórridas acciones en la historia de la épica ni en ningún tipo de relato. Es por eso que no pueden confesar ni dar cuenta de lo que hicieron. No es porque sea fácticamente imposible sino porque no hay una lengua existente en la que se lo pueda expresar. La perpetración es inherentemente inconfesable y solo puede ser objeto del testimonio y de la memoria [4]. Y porque entonces no es representable, sus manifestaciones memoriales pertenecen al orden del testimonio y no a la condición del monumento. No hay monumentos de las memorias del horror en términos generales. O mejor dicho: la mayoría de las expresiones memoriales de genocidios y exterminios problematizan las representaciones y participan de debates de amplísima extensión y complejidad sobre cómo y qué representar. Esto es lo que ¿no entiende? un intendente que pretende borrar memoriales aplicados como baldosas sobre las que caminar cuando quiere aplicar las normas sobre monumentos en un acto de negacionismo de las memorias argentinas. Memorias que son movimientistas, contestatarias y vienen desde afuera y de abajo, aun cuando en determinadas condiciones la estatalidad responda a las demandas memoriales, pero siempre entonces implicándose en la densidad que estos problemas exigen contemplar. Hay que decir que la amplitud que adquirieron los debates sobre las representaciones del Holocausto, sus formas de expresión testimonial y memorial, inconmensurables tanto en materiales bibliográficos como en realizaciones conmemorativas y museísticas, así como literarias y artísticas, pudieron desarrollarse con la riqueza, diversidad y conflictividad que les caracterizó en tiempos diferentes a los actuales. Eran tiempos en que se esperaba haber superado el horror, en los que el compromiso y la responsabilidad se concentraban sobre el nunca más. La formulación del nunca más es, en la posterioridad de los acontecimientos del horror, la única manera determinable de antagonizar la banalización. Si banal es la confusión de aquello con la vida normal, de modo que se pueda repetir por volverse parte de ella, tal como sucede con guerras y estragos, mafias y terremotos, así como otros sucesos indeseables pero que suceden, lo no banal es la delimitación memorial y representacional en un estado continuo de excepción, en el sentido de que aquello, de todo lo que constituye la historia social, no se puede repetir. Por lo tanto se opone lo común de la historia social, banal en tiempos modernos en que lo profano quedó atrás junto a lo sagrado en tanto constituyentes de la vida social y política, lo común y por lo tanto recurrente, con lo que no puede ser común y no debe repetirse. La repetición y lo común forman parte de un único y mismo sentido: lo común es aquello que se habrá de esperar o considerarse posible aun si no deseable, aun si se lucha contra su advenimiento, pero aun así es esperable, concebible, a diferencia de aquello que no es concebible que se repita, por lo tanto en la actualidad se impone delimitarlo de lo común.
En este punto reside lo decisivo que enfrentan quienes postulan la repetición, ya sea como negacionismo de lo acontecido o como nuevos designios exterminadores, así sea en forma primariamente taxonómica, ultrajante, difamatoria. Si lo contrario de lo banal es la delimitación excluyente de lo que no se debe repetir, para que no se repita, para que no suceda, y si ello se debe encarar en forma preventiva, dado que su advenimiento supone procesos de larga data, y dado que en el transcurso de esos procesos van sucediendo eventos inaceptables en sí mismos, lo cual puede ser discutible, lo que no puede ser discutible es la aceptación de regímenes de enunciación que reiteran los caminos que llevaron alguna vez al horror. Esos caminos no pueden ser transitables, no pueden ser parte de lo común: no pueden ser banales [5].
De modo que la interdicción de aquello que constituye un camino hacia el inconcebible horror no es la punición de un delito. Los delitos forman parte de lo común, de la historia social, y son esperables aunque indeseables. Aquí se trata de encarar lo que no aceptamos que sea esperable, y por lo tanto aquello que debe ser delimitado como infamatorio. En consecuencia quien postule transitar ese camino tendrá como tarea de su propio designio volverse banal, común, recurrente, y no infamatorio. Esta es la clave de cómo neo fascismos y designios exterminadores se amparan en la democracia, el estado de derecho y la libertad de expresión. Para prosperar en sus inconfesables propósitos deben imitar a las víctimas de semejantes aniquilaciones, designios infamatorios y excluyentes, y presentar su escatología de violencia y extinción como si fuera damnificación por discriminación. Y al mismo tiempo desechan las prácticas establecidas para combatirlos a ellos mismos. Imitan la damnificación pero no pueden recurrir a las mismas prácticas porque se pondrían en evidencia al ampararse en las acciones que sirven para neutralizarlos a ellos mismos. Entonces, en el mismo discurso, reclaman la disolución de las instituciones de prevención del horror, y acuden a litigar de manera penal o civil como víctimas de un daño inexistente e inconcebible. Tal temperamento somete al estado de derecho a situaciones dilemáticas de doble vínculo. Si se aceptan tales demandas se desnaturalizan las herramientas de prevención y se satisfacen propósitos criminales. Si no se las acepta se vulnerará, alegarán, el propio estado de derecho que se pretende defender.
Ahora bien, encarar este dilema solo como un conflicto entre prevención y libertad de expresión es reduccionista e indigente, ética y conceptualmente, aun siendo lo más frecuente. Lo que se omite o encubre es la repugnancia hacia el propio asunto, hacia el horror. El mundo socio-político después de 1945 está constituido sobre tal repugnancia: la suscitada por los acontecimientos del horror exterminador, sucesos que fueron detenidos por el fin de la guerra y empujados a un borde cloacal, limítrofe, infamatorio. Es un error frecuente e ingenuo suponer que el problema se enfoque de manera solo pedagógica o museística, como si se tratara de un asunto cognitivo y racional. No lo es. Ojalá lo fuera. Es en cambio una fuerza del mal, una deriva tanática inscripta en nuestras formas de vida contemporáneas, generadoras de tal hórrida reacción anti emancipatoria. La condición potencial para tal emergencia es constitutiva del malestar en la cultura. Sobre esto también se ha escrito y producido de modo incontable tanto argumentativa como literaria y artísticamente. De modo que la prevención tiene como objetivo primario contrarrestar tal potencia con una fuerza infamatoria antagonista, asistida por la pedagogía y las prácticas museísticas y memoriales. Todo ello concurre. No basta con alguno de esos enfoques por sí solo. Allí reside la ingenuidad irresponsable de quienes pretenden librarlo todo a “debates” y lecciones de humanidad. No, el nazismo, el fascismo y todo lo que concurra al exterminio debe estar sometido a un régimen continuo de excepción, sobre todo respecto de una ética alerta primariamente frente a tales crímenes simbólicos, y también respecto, de manera muy cautelosa y delimitada, a la asunción de responsabilidades jurídicamente plasmadas por parte del estado de derecho.
II
Mientras que el célebre concepto proudhoniano de que la propiedad es un robo tiene un sentido irónico, nunca se supuso que la propiedad fuera un crimen literalmente punible en un orden jurídico, ni siquiera en las revoluciones sociales, en que las intervenciones sobre la propiedad privada de los medios de producción, tanto en los casos históricos como en la teoría, no imputan como delito preexistente a la propiedad, ni como delincuentes a quienes la poseen, sino que transforman radicalmente el estatuto jurídico de la propiedad. O sea, se desapropia en tanto acto, no se castiga un delito individual. El crimen de la apropiación y de la propiedad consecutiva es un crimen social e histórico. En las sociedades capitalistas, la propiedad tampoco está exenta de interpelaciones categoriales, pero no por ello se les atribuye un estigma delincuencial tampoco a quienes se discute la propiedad. Se recurre a instrumentos jurídicos sobre necesidad social común o pública de una propiedad, y se procede de modo indemnizatorio. Nada de todo esto es sencillo ni exento de toda clase de controversias y conflictos, pero otra cosa muy diferente es a lo que asistimos: supuestos criterios de teoría económica definen a toda una parte –mayoritaria– de la sociedad, y de manera retrospectiva se le confiere un carácter delincuencial que autoriza a utilizar un léxico difamatorio cuya legitimación se procura. Es por ello que adquiere tanta relevancia evitar ser víctima de cualquier distinción que pudiera ser infamatoria, es decir, causante de infamia.
Llamar nazi a alguien nunca es difamación sino infamación, y cuando ello ocurre, es con arreglo al orden jurídico, ético y político instaurado a partir de 1945. No conviene ese orden a quienes vienen a destituirlo. Para quienes defienden los estados de derecho en el orden internacional tal como están vigentes, es nazi, puede serlo, se lo puede caracterizar así, quien habla y actúa con arreglo a determinadas características propias de aquel régimen. No todas ellas, no solo porque no es un asunto identitario, sino porque se trató de un proceso histórico de varios años, durante el cual se produjeron diversas transformaciones. Invocar a Hitler respecto de un comportamiento actual no es en absoluto una “comparación” sino una caracterización que describe actos y decires afines al camino seguido durante casi dos décadas hasta que devino en los horrores consabidos. No se atribuye identificación con los horrores, sino con algún momento precedente que llevó en esa dirección. Es una cuestión interpretativa y argumentativa, no un estigma, ni un prejuicio, porque no refiere a una persona por lo que es sino por lo que hace y dice. Intervenir en política en el orden jurídico, ético y político vigente implica asumir la responsabilidad de deslindar cualquier acto o palabra con semejante rumbo. Se es responsable por defecto. Se invierte la carga de la prueba. Levantadas sospechas, indicios o sugerencias, quien está así imputado es quien debe desmentirlas o aportar pruebas. Convertir la imputación en su contrario, acusar de modo violento o litigioso a la imputación como si fuera un estigma difamatorio: eso hacen los nazis. Es de manual. El expediente nazi de Milei ocuparía tomos enteros a la fecha. Su constante, intimidatoria y ultrajante definición del conjunto socio-político como delincuencial es correlativo en forma básica e incontrastable de la precondición dóxica [6] de segregaciones y exterminios. Quienes le han dado cabida para manifestarse como centro de un formidable aparato de propaganda, han propiciado aun si de manera no intencional, la instalación de tal precondición dóxica, designación que refiere a la naturalización mediante la circulación pública de enunciados, de la criminalización, estigmatización y segregación de una parte de la sociedad. El requisito para hacer viables tales acciones en la esfera pública consiste en impedir que a tales intervenciones de propaganda fascista se las criminalice al señalarlas como advenimientos fascistas o nazis, como corresponde en un estado de derecho. Al contrario, se instaló considerarlas normales y aceptables, y al hecho de nombrarlas como nazis se logró imponer la idea disparatada y falsa de que sería banalizar el Holocausto. Eso es lo que sucedió mediante la creación de una patraña que nadie parece haberse molestado en indagar ni en refutar públicamente.
La patraña se desarrolló mediante varios recursos. Primero se falsificó la noción de banalización del Holocausto reduciéndola a un hecho puntual, sin contexto ni referencias en los marcos requeridos para así considerarla, como es el caso de los negacionismos. Como así no bastaría, se buscó inventar un fundamento para lo cual directamente se instaló un falsedad reiterada hasta el cansancio en rotación mediática, en loop sin ser nunca repreguntada ni interpelada. Para ello se recurrió a un tema no muy conocido públicamente. Una institución no gubernamental, dedicada a proponer recomendaciones para la memoria del Holocausto que previnieran de recurrencias transgresoras del nunca más, formuló algunas para definir el antisemitismo y prevenir la banalización del Holocausto. La IHRA obtuvo para su definición del antisemitismo, actualizada en función de nuevas circunstancias globales y regionales conflictivas, la adhesión de cierto número de países, que la adoptaron con fines de diseño de políticas públicas preventivas, educativas y de responsabilidad jurídica. Tales adhesiones, que comprenden a algunas decenas de países, incluida la Argentina, no tienen carácter jurídicamente vinculante. Es solo una adhesión propositiva, de intenciones y voluntades. Por otra parte hay que decir que la definición de la IHRA dio lugar a polémicas de gran complejidad en relación a diversas intervenciones que buscaron precisarla, enmendarla o aun suprimirla, de fuentes diversas, tanto referidas a autoridades académicas internacionales especializadas en estudios del holocausto, como a entidades políticas hacia las cuales tal definición contribuiría a cuestionarles sus enfoques respecto de temas pertinentes. La adhesión es genérica y sobre todo referida a la definición de antisemitismo, no a la banalización del Holocausto, que por ser un tema extremadamente opinable, que concierne a la filosofía, las ciencias sociales, las representaciones artísticas y literarias, la memorialización y la museística es tan imposible como indeseable el supuesto de que pudiera formularse un protocolo a tal efecto. La definición de antisemitismo, aun con todo lo compleja y conflictiva que es, supuestamente admite una mayor delimitación o definición, que es por lo que la IHRA hizo la propuesta a la que adhirieron tantos países. Milei inventó de manera absolutamente fantástica que decirle a alguien nazi es compararlo con Hitler, asesino serial de millones, y banalizar el Holocausto, por lo cual demandó y continuaría demandando en los tribunales a quien así lo tratara. Comenzó con dos demandas contra un puñado de periodistas, cuyo comportamiento público al respecto fue, con algunas variaciones, de una discreción insostenible ante tamaña acción destinada a legitimar sus proferimientos que esas mismas personas comenzaron a llamar nazis. Un aspecto decisivo de las dos demandas levantadas es que no son por banalización del Holocausto, que no es ni puede ser un delito, ni existe como tal, ni hay ni puede haber ningún tratado internacional al respecto, sino por calumnias, figura sin la cual no podría ningún abogado intentar una demanda. En la demanda figura como frase de color la banalización del Holocausto, sin fundamentarla ni establecer conexión argumentativa con el resto del texto, a los fines de darle alguna lejana plausibilidad a las declaraciones públicas de Milei, repetidas hasta el hartazgo sobre una demanda inventada e inexistente, dado que no menciona en estas entrevistas exhaustivas y constantes que es por calumnias. Logró así pausar hasta cierto punto que lo llamaran de ese modo, cosa que con el tiempo fue extendiéndose cada vez más, y tuvo que recurrir solo a los recursos clásicos de los nazis cuando así los llaman, que es contraatacar con argumentos ad hominem e injurias y difamaciones en tonos intimidatorios y violentos. Con todo, logró, además de pausar el que así lo llamen, sembrar la confusa sensación de que no está bien usar esa palabra para calificarlo, como si fuera un término estigmatizante o discriminatorio. No lo es ni lo puede ser porque se trata en todos estos casos de caracterizaciones políticas basadas en replicar a lo que él dice y hace, gestual y simbólicamente, no a algo que él sería, como es el caso de las segregaciones racistas o sexistas, no relacionadas con lo que alguien hace o dice, sino con lo que supuestamente es. En este caso es al revés. Se pretende convertir lo que se hace y dice, argumentable, susceptible de demanda, reparación y rectificación, en el mismo tratamiento que si fuera por lo que se es. De manual es, por parte de nazis, mimetizarse con sus víctimas. En este caso, criminalizar y difamar a todo el sistema político y a todas las opiniones democráticas y victimizarse con los mismos argumentos. Por fin, la resultante de tales demandas judiciales facticias es por indemnización por daño moral, justamente lo que nunca alguien haría para protestar por racismos o sexismos: de ahí que desde esas problemáticas se impulsen políticas públicas gubernamentales y no gubernamentales que formulen recomendaciones (sobre acciones comunitarias, pedagógicas, memoriales), como es el caso del INADI o de la propia IHRA, instituciones que las ultraderechas exigen continuamente suprimir. En tal caso, la IHRA que Milei invoca para su patraña, es una institución idéntica al INADI o a los organismos de derechos humanos, o a la propia, que tampoco encuentra entre sus facultades residuales cómo encarar un asunto como el aquí planteado.
Tomar una inexistente banalización del Holocausto para silenciar a quienes lo llamen nazi o fascista, forma parte además de una operación más extensa, consistente en jew-washing, o una profundización de “tengo un amigo judío”. Tal expresión es de una popularidad extendida en un país como el nuestro, receptor de sobrevivientes del Holocausto, espectador masivo de manifestaciones cómicas como las del personaje Micky Vainilla de Peter Capusotto. Sin embargo, al paso de los tiempos y sus regresiones a situaciones hasta hace poco inimaginables, dado que ha sido deslegitimado tener un amigo judío como desmentida de antisemitismo, se ha recurrido a veces hasta a frases como “tengo una hija judía”, o “tengo un marido judío”. Milei incorpora una novedad: “me voy a convertir en judío”, “me dedicaré al estudio de la Torá”. Incorpora términos y metáforas hebreas a su repertorio, todo ello de maneras cruzadas por una ignorancia y, esa sí, una banalización rampante. Para coronar la acción propagandística de manual afirma que llamarlo nazi a él es no solo banalizar el Holocausto sino por ello mismo ofender a las memorias de la Shoá. (Las memorias de la Shoá, si tienen algo de sagrado, es la obligación de llamar nazi a alguien así, que usa los significantes judíos para desmentir sus alianzas y concurrencias con negacionistas de la dictadura y de derechos humanos, y nazis declarados tanto en nuestro país como en otros. No son nuevas estas formulaciones propagandísticas. Están en el manual.)
No tienen estas líneas propósitos de denuncia, como no es el caso de cuando es demasiado tarde porque lo funesto que avanza, como ellos mismos dicen, ha avanzado demasiado. Lo aquí descrito refiere a una de las maneras en que avanzó y sigue avanzando, aun cuando a la vez, lenta como mancha de aceite, se extiende la evidencia de que hay ahí una figura hitleriana, así mentada por periodistas, figuras del espectáculo y de la política, el Presidente de la Nación y hasta por el Papa. El propósito de las presentes líneas, entonces, no es aportar al género de la denuncia al uso, como tal, sino al relevamiento de los caminos transitados por tantas y tantos que comparten responsabilidades difusas y colectivas, de esas que cuando es demasiado tarde, suscitan la pregunta de cómo fue esto posible.
* El autor es profesor universitario, crítico cultural y ensayista. Es profesor titular regular en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad Nacional de Quilmes e investigador del Instituto de Investigaciones Gino Germani, dependiente de la Facultad de Ciencias Sociales.
** Artículo publicado en La Tecl@ Eñe.
[1] Véase “El negacionismo no es una opinión sino un crimen”. Reproducido en Negacionismo. Repertorios: perspectivas y debates en clave de Derechos Humanos. Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación, 2022.
[2] Bloch, Marc. Land and work in mediaeval Europe. Routledge, NYC, 2015. TLFi: Trésor de la langue Française informatisé, http://www.atilf.fr/tlfi, ATILF – CNRS & Université de Lorraine.
[3] Cfr. Friedlander, Saúl. En torno a los límites de la representación. El nazismo y la solución final. UNQ, 2007, Bernal.
[4] Estas no son afirmaciones dogmáticas aunque estén expuestas de modo asertivo. Son hipótesis sobre el silencio de los perpetradores, no explicable solo por los pactos criminales. Es constatable que no ha sido posible el surgimiento de una épica del horror, y es constatable la historia de la violencia bélica como épica. El exterminio no es una guerra, es un secreto de los perpetradores, en cuya realización se privan, a veces conscientemente, como en los discursos de Himmler en Posen, de un relato de sus aportes a la salvación de la humanidad.
[5] Aquí puede resultar oportuno recordar que trivial tiene un origen afín a banal, referido a caminos transitados por cualquiera que sea, encrucijadas. Para definir lo peyorativo recurrimos a aquello que a las multitudes concierne.
[6] Angenot, Marc. El discurso social. Los límites históricos de lo pensable y lo decible. Buenos Aires, 2010, Siglo XXI.
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