Reparar el horror

La desaparición de los vínculos como (otra) forma de desaparición en dictadura

 

Dos, cuatro y seis años. Eran las edades que tenían Mariano, María y Carlos Ramírez en marzo de 1977, cuando el Ejército y la Policía de la Provincia de Buenos Aires rodearon la precaria casa que habitaban junto a su madre Vicenta Orrego Meza en el barrio San José de Almirante Brown, ingresando bajo una feroz balacera. Ese fue el último día que vieron a su madre, quien los salvó, sacándolos por una ventana.

María recordó: “El 14 de marzo de 1977 nos despertamos de madrugada, estábamos rodeados, tiraban balas por toda la casa. Mamá puso un colchón en la ventana porque íbamos a salir por ahí. Antes de despedirnos, nos abrazó muy fuerte y muy largo: ‘Yo los quiero muchísimo y cuídense entre ustedes’, y ese día fue el último abrazo. Nosotros salimos por la ventana y las balas seguían entrando. Ella nos salvó”.

 

Los hermanos Ramírez de niños, antes de caer en las garras del terrorismo de Estado.

 

Pasaron siete años, más de 2.000 días de calvario hasta que en diciembre de 1983 se reencontraron con su padre, Julio Ramírez, en Ezeiza, para partir a Suecia. Allí comenzó otra historia de revinculación, no solo con su padre sino entre ellos que, en sus propias palabras, aún cuesta. Recordar y comprender el horror padecido fue la base de sustento del pedido de Justicia por su madre, por ellos y por los otros niños que pasaron por el hogar “Casa de Belén”.

Hace un tiempo, a raíz del caso de los Ramírez escribí una nota –publicada en El Cohete a la Luna bajo el título El dolor oculto– en la que afirmaba que durante la dictadura el olvido era un mecanismo de defensa para poder seguir luchando, porque se podía seguir en la medida en que se dejaba de lado el dolor, de otro modo no hubiera podido actuar en un momento muy difícil, en el que éramos muy pocos los que intentábamos contribuir a combatir como abogades a la dictadura, buscando los escasos caminos que había o que intentábamos abrir. Y de esto me había dado cuenta porque una colega me había llamado para recordarme un caso muy doloroso en el que yo había actuado como abogada hacía 40 años –y en el que ella ahora actuaba como fiscal– y que parecía acercarse a tener Justicia: se trataba del caso Ramírez, que el Tribunal Oral Federal de La Plata estaba juzgando y en el que esa fiscal había visto las presentaciones que yo había hecho con Emilio Mignone en la causa y quería contarme que mi trabajo después de tantos años daba sus frutos.

Entonces fui a La Plata el día del veredicto, quería ver si la Memoria llevaba a recibir Justicia. Y el fallo me generó alegría y esperanza, porque la sentencia no solo condenó a les acusades sino que concretó el derecho a la verdad de los Ramírez, entonces niñes y hoy adultos, y su padre, determinando lo sucedido en el hogar “Casa de Belén” y que los tuvo por víctimas.

La sala de audiencias estaba preparada para la lectura del veredicto. En la primera fila estaban los cuatro Ramírez tomados de la mano y habían colocado frente al tribunal una pequeña mesita con dos fotos: una de la madre Vicenta Orrego Meza y otra de un conjunto de niños, que eran los internados en el hogar de Belén, incluidos Carlos, María y Mariano. Al lado de las fotos había un león de peluche muy pequeño: se trataba de un juguete que le dio a Mariano una psicóloga cuando acababa de llegar a Suecia y que lo acompañó durante el proceso de recuperación de su identidad. Completaba ese pequeño altarcito una tela celeste y blanca.

Cuando terminó la audiencia en la que siete represores fueron condenados a prisión perpetua, María dijo: “Este es el día en que se reconoció lo que nos ha pasado. Es un pedazo de historia que pertenece al pueblo argentino”.

 

María Ramírez tras la sentencia. Foto: Eva Cabrera, Télam.

 

Las condenas fueron importantes pero lo principal para los hermanos Ramírez fueron otras medidas tomadas por el tribunal, tendientes a completar una parte de la reparación y que estimamos responde a un concepto más completo de Justicia. Ellas fueron: la declaración oficial de que fueron víctimas de la dictadura, no sólo porque su madre fue asesinada y desaparecida sino porque ellos fueron secuestrados con intervención de la Justicia y llevados a un hogar, aunque su familia los buscaba y los reclamaba; un hogar donde les cambiaron el apellido y sufrieron todo tipo de abusos: físicos, psicológicos y sexuales. Tenían entre dos y seis años cuando llegaron a ese lugar y salieron un mes antes de que terminara la dictadura, en noviembre de 1983 y por resolución de la Corte Suprema.

Su padre Julio Ramírez era para ellos prácticamente un desconocido, ya que cuando mataron a la madre y los encerraron en el hogar Belén el padre era un preso político de antes del golpe de 1976. Fue expulsado del país y debió exiliarse en Suecia, país que lo acogió como refugiado, y recién pudo ponerse en contacto con sus hijos a fines de 1983, a pesar de sus constantes reclamos. En diciembre de aquel año vino a buscar a sus hijos. Los esperaba en Ezeiza para ir todos a Suecia. Allí se juntaron por primera vez y comenzó la reconstrucción del vínculo y la recuperación de sus identidades.

El tribunal hizo lugar al pedido formulado por la Fiscalía durante su alegato para que se dictara una declaración de verdad, luego de reconocer “el derecho a la verdad que asiste a las víctimas de estos delitos”. Había fundamentado esa solicitud en la imposibilidad de avanzar en el juzgamiento a raíz de la muerte durante el proceso de personas imputadas por las violencias ejercidas contra los hermanos Ramírez.

El Tribunal Oral Federal 1 de La Plata, integrado por los jueces Antonio Michelini, Andrés Basso y Nelson Jarazo, afirmó que la familia Ramírez fue víctima de crímenes de lesa humanidad. Formuló además como “declaración de verdad” que “durante el alojamiento en el hogar Casa de Belén, entre el 14 de abril de 1977 y diciembre de 1983, Carlos, María y Mariano Ramírez fueron sometidos a condiciones de vida inhumanas, padecieron de manera sistemática y progresiva maltratos físicos, morales y psicológicos y abusos sexuales”.

La afirmación en sede judicial de su historia es, para los Ramírez, una reparación frente a todo el horror vivido. Mariano expresó que “se había tratado de borrar la historia y aquí la marcamos. No se trata de cantar victoria, pero lo que pasó hoy es muy importante, es algo que significa mucho y que debe ser transmitido a otras generaciones”.

Los tres hermanos junto a su padre vinieron desde Suecia para estar en la sentencia. Se sentaron en primera fila, lloraron y se abrazaron.

Por otro lado, el tribunal dispuso poner en conocimiento del gobierno la solicitud de la Unidad Fiscal para que se afecte como espacio de memoria el inmueble donde aún funciona el hogar “Casa de Belén”, ubicado en la calle Pueyrredón 1651 de Banfield. Se ordenó que la casa se convierta en un sitio de memoria, que se desafecte el lugar y se cree allí un espacio desde donde asegurar que nunca más otros niños o niñas padecerán lo que atravesaron los hermanitos Ramírez.

 

Hogar Casa de Belén, que albergó a niños apropiados durante la dictadura. Foto MPF.

 

Mariano recordaba: “Robaba un pan antes de dormir, tenía mucha hambre. Me adapté a los abusos, al cambio de nombre, a comer con los perros. Me robaron el derecho de jugar, nos castigaban con cintos y palos. Yo quedé traumatizado, no pude hablar, llegaron a cortarme la lengua. Hasta el día de hoy tengo problemas”. “Dominga –la encargada del lugar– me pegaba, decía malas palabras de mis padres: que papá era terrorista, que mamá me había abandonado y era una prostituta”. María recordó el silencio que dominaba esa casa: “Estaba prohibido hablar, solo ellos podían y si lo hacías te pegaban”.

Así, el Tribunal platense impuso siete penas a prisión perpetua para un ex ministro bonaerense y seis ex policías por homicidios agravados y la pena a cinco años de prisión a una ex funcionaria judicial por el ocultamiento y la alteración de la identidad de los hermanos Ramírez, quienes estuvieron confinados en ese hogar de Banfield por orden del Tribunal de Menores de Lomas de Zamora tras el homicidio de su madre y durante el presidio político de su padre. Se declaró que “los hechos objeto de este proceso resultan constitutivos de crímenes de lesa humanidad”.

También se ordenó la traducción a la lengua guaraní de las actas donde constan los alegatos finales de las partes, el veredicto y los fundamentos de la sentencia. El Tribunal tuvo en cuenta para ello la solicitud de la Fiscalía, a fin de que los hechos probados en el debate puedan ser conocidos por las comunidades guaraní y paraguaya, debido al origen de la familia Ramírez-Orrego.

Por otro lado, se dispuso la remisión de copia de la sentencia a los diarios Clarín, La Nación, Crónica, La Prensa y La Unión (de Lomas de Zamora) “respecto de las noticias publicadas sobre los hechos sucedidos los días 15 y 16 de marzo de 1977, contra las viviendas de las víctimas de autos que fueron asesinadas en el marco de dichos operativos”. Esos medios presentaron los operativos como un enfrentamiento con subversivos, información falsa sobre las víctimas proporcionada por las fuerzas represivas.

Esta orden del Tribunal tiene relación con el pedido de la Fiscalía y de la querella de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación para que aquellos medios, que estigmatizaron a las víctimas como “terroristas” y/o “subversivos” en base a la información proporcionada por las fuerzas represivas, enmienden lo informado oportunamente con la verdad judicial establecida en el proceso, como parte de la reparación que merecen las víctimas.

Las últimas palabras de María son un fuerte pedido a una Justicia lenta y tardía: “Los recuerdos que tengo de mi niñez son de amor, que mis padres nos querían mucho y eso fue un diamante que no pudieron sacar. Hace días mi hijo me preguntó: ¿Por qué la abuela Vicenta está en el cielo? Yo lloro, hoy mi deber es buscar Justicia para darle una respuesta a mi hijo. Quiero levantar la bandera bien alto en nombre de mi madre Vicenta y los 30.000”.

 

 

 

 

* Lucila Larrandart es profesora consulta de la Facultad de Derecho de la UBA. Recibió el premio Azucena Villaflor en 2021 por su trayectoria en defensa de los Derechos Humanos.

 

 

 

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