CONJURO PARA FEDERICO PERALTA RAMOS
Crónicas, cuentos e historias que aparentan lo que en el fondo no son
El Bruc es un poblado que fue aldea y nunca será ciudad. Unos 2.000 habitantes hacen honor al patronímico que, en catalán, remite al brezo; ese arbusto “perenne de flores magenta” que, se afirma, resiste sequías e incendios. Aunque atravesado por una autopista y un par de rutas nacionales, mantiene reluciente su identidad montañesa —por la vecindad con el imponente Montserrat—, pueblerina —como baluarte de la resistencia a la invasión napoleónica en los inicios del siglo XIX— y urbana a la par de Barcelona, situada a menos de cincuenta kilómetros, capital de la provincia. Por sus callecitas ensortijadas y senderos pedregosos que llevan a las recicladas masías de los alrededores circulan escaladores, hippies demodés, cazadores escopeteros, buscadores de ovnis y hasta profesionales y ejecutivos corporativos de alienación culpógena en pos de alguna ecología interior.
Causas folklóricas, espirituales, atmosféricas, historiográfica alguna de ellas, todas juntas o combinadas, vaya a saber, depositaron en esa comarca durante un lapso nunca especificado al poliartista Esteban Feune de Colombi (Buenos Aires, 1980) y Guadalupe, su pareja; ingeniera ella, con trabajo contratado en las inmediaciones. Él, no. En la división de labores, opta por incubar “la casa con placer”. Más aún: “Empollar la casa, aquerenciarse, implica hacer las compras, cocinar, lavar los platos y la ropa, tender la cama, vaciar la estufa de cenizas, juntar leña, separar las basuras, charlar con las arañas, regar las plantas, limpiar los recovecos con sofisticadas técnicas” como soplar. Mientras se cuestiona “después de la revolución, ¿quién levantará la basura del suelo el lunes por la mañana?”, colige que lo suyo rebasa la categoría “trabajo doméstico”; prefiere “vidar”. Un neologismo elocuente, invento propio – no exige copyright.
La apropiación de actividad y verbo aporta sutil pista a fin de determinar la morfología literaria de Limbos terrestres, mi vida en el Bruc, flamantísimo texto condenado a la adjetivación “inclasificable” por la ídem –simétrica y opuesta— pereza intelectual al momento de enumerar la multiplicidad de entrelazamientos discursivos que lo atraviesan. Publicado en el tan desusado como simpático tamaño bolsillero (10 x 17 centímetros), le bastan poco más de un centenar de páginas para dejar en evidencia el desarrollo de un estilo propio –rara avis— y al unísono reconocer su ”univerdad”. Permiso del universo concebido por Federico Manuel Peralta Ramos (Mar del Plata, 1939-Buenos Aires, 1992), a quien Feune de Colombi reconoce como guía absoluto e involuntario mentor en lo que refiere a producción artística: “Quiero entender, al escribir, algo que seguramente sea inentendible, ¿inexpresable? Lo sabe el cuerpo al caminar sobre el follaje, lo saben las patas al detener su andar en una cañada (…) No es nuevo para mí, pero tampoco remoto; está, por decirlo de alguna manera, en el limbo”.
Signo de advocación, prosternarse ante el Maestro mediante una obra propia que nunca lo plagia ni replica ni sintomatiza, hace material la construcción de un estilo; producto escaso en la elaboración masificada y su alienación meritocrática. Rebasa la notable semblanza de múltiples núcleos dedicada en 2019 a su epónimo inspirador al lograr con Limbos terrestres el desarrollo de escenas y situaciones sobre cuya existencia hay total o mayoritario acuerdo, sin necesidad de conceptualización o declaración doctrinal sobre el asunto, como el sustantivo lo indica. Conquistada tamaña libertad, muy suelto de cuerpo —de pluma, bah—, el autor puede arrancar con un breve relato cinegético, sangriento, y saltar sin escalas a la leyenda del timbaler, el tamborillero hecho estatua, héroe local que detuvo el avance de los invasores franceses en 1808, y luego protagonizar una bizarra dramatización popular de la batalla.
Algo de diario personal se cruza con guía turística sofisticada, manual de montañista e investigador historiográfico cuando trepa al monasterio benedictino de Montserrat para ver con sus propios ojos el ejemplar incunable del poemario póstumo de César Vallejo (Perú, 1892-París, 1938) España, aparta de mi ese cáliz, impreso por soldados republicanos en ese templo convertido en hospital, antes de ser ocupado por el fascismo franquista. “Entre plantaciones de olivos y almendro en flor —¿valora esta nación la divinidad de sus árboles de nieve?— el camino es llano (…) Desde allí subo, siempre por trochas demarcadas que anduvieron reyes, santos, militares y peregrinos”. Allí descubre otros dos libros producidos por la imprenta del Ejército del Este, un Neruda, un Prados. Entonces cambia color y tono: “Antes de zamparme una merluza con alubias recalentada en el microondas de la cafetería, una pizca de turismo católico. Entro en la basílica y me quedo cinco minutos por reloj frente a la Moreneta. Miro fijo a la patrona azabache de Catalunya —que lo fue de España hasta 1739; tallada en madera de álamo, originalmente era blanca— como si fuera un tótem. Ella, claro, ni se mosquea”. Entre raptos poéticos, antifascistas o ecológicos, Feune da una vuelta carnero sobre el formalismo descriptivo y subjetiviza sin ecumenismos: “¿Cómo se graba un país extranjero en el alma de uno? ¿Será que no existen los países extranjeros, que el presente es el único país?”
Ires y venires al fluir de la escritura llevan al lector por parajes solo en apariencia antojadizos. La crónica casi periodística de una excursión en busca de ovnis; más aún, de encuentros cercanos y, de ser factible, abducciones, escapa a la burla, rota en varios giros y adquiere la misma gravedad de la evocación del caudillo dictador en solemne acto oficial. En la misma tónica pueden sucederse o empalmarse viajes interiores con sustancias psicoactivas, busca de espárragos silvestres en los yuyales o rituales chamánicos guiados por una sacerdotisa azteca. Imperio de lo heteróclito, Feune lo plasma en una primera persona constante, rara en cuanto se desliza dentro de la prosa en una declinación de distanciamiento brechtiano, sin alusión autorreferente. El sujeto de la narración lo construye dentro de esa sutil hiancia desatada entre la escritura y la trama. Punto en que se distingue —probablemente y por fortuna, sin proponérselo— del regodeo narcisista en boga, por más que temáticas y contenidos del libro se presten para ello. Conjunción capaz de contener referentes enunciativos distantes, no importa su veracidad ni aún su verosimilitud, ya que es el transcurrir de la pluma entrelazado al devenir de cada historia donde el clivaje se formula.
Con todo, el autor en momento alguno le hace ascos a localismos o marcas de época. Chispoteos no siempre identificables, la mayoría sin mayor trascendencia, brindan tono y amplitud cromática para reconocimiento del lector. Signos, más que señales, contraseñas geográficas, etáreas: a la masía donde se alojan la llama rancho, como en la pampa; pese a que convive y deja entrever que no se trata de algo pasajero, a la compañera le dice novia; da por conocidas algunas voces catalanas, que por otra parte se deducen por contexto, sin agotar. Como vicio arrastrado por incursión u ósmosis del templo erótico de la calle Puán —como casi la totalidad de los escritores sub 45—, se ve compelido a demostrar que es un chico culto: remite a autores clásicos o ignotos, formula citas más o menos célebres, refiere sentencias eruditas, ratifica la condición de leído y viajado; como si hubiera alguien que lo acusara de burro. Es oportuno marcar las anteriores impertinencias ya que se trata de un estilo hecho y derecho, por ende en constante mutación, en vez de la vulgar retahíla de imposturas que pululan en el mercado. (A los adalides de la redacción yoica, toda observación escurre sobre los lípidos, acilglicéridos y ésteres que les recubren.)
Valores originales hacen de Limbos terrestres una obra accesible en su complejidad, al desmarcarse del canon mediante las mismas herramientas con que el canon perpetúa sus preceptos. Por ráfagas, sin ir más lejos, puede convencer de que se está en una convicción de pedestre autoayuda, cuando la letra se halla en rigor en una excursión experimental por los laberintos del lenguaje.
Tal vez la anterior sea la amplitud del subtítulo –Mi vida en El Bruc— si se soslaya la obviedad de la crónica diaria y el referente se traslada al arbusto resistente al embate exterior (sed, fuego) y, sin bastarse a si mismo, encuentra la vida donde otros simplemente yacen. Literatura posada sobre entes innegables y sin embargo imposibles, en los Limbos terrestres Esteban Feune de Colombi comete la herejía académica de tornarlos habitables, casi empáticos, hasta despabilar impávidos y espantar necios.
FICHA TÉCNICA
Limbos terrestres, mi vida en El Bruc
Esteban Feuni de Colombi
Buenos Aires, 2023
108 páginas
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