Todos los fuegos el fuego
Un repaso por las experiencias más significativas de quema de libros en la dictadura
El camión volcador realizó dos viajes entre el depósito situado en Agüero y O’Higgins, de la localidad de Sarandí, y el terreno baldío que se encontraba a pocas cuadras —Ferré, entre Agüero y Lucena—. En esos viajes, fueron trasladadas alrededor de 24 toneladas de libros y revistas pertenecientes al Centro Editor de América Latina para cumplir con la orden de quemarlos. Ese 26 de junio de 1980 era un día plomizo y un impresionante despliegue policial vigilaba que todo el material bibliográfico llegara al baldío donde se haría la quema.
Lecturas peligrosas
Cualquiera podía ser detenido, secuestrado o desaparecido. Después del golpe de Estado, las puertas del infierno se abrieron de par en par y cientos de personas comenzaron a llenar los campos de detención y exterminio. Tener una biblioteca resultaba sospechoso, la afición por la lectura podía ser interpretada como un síntoma de subversión. Algunos autores, algunos títulos, algunas editoriales encendían todas las luces de alarma; represores uniformados o de civil empezaron a revisar las bibliotecas. Los primeros casos registrados de quema de libros se produjeron en Córdoba en el marco de lo que luego se llamó “Operación Claridad”.
El viernes 2 de abril de 1976, el teniente primero Manuel Carmelo Barceló examinó la biblioteca de la escuela secundaria comercial “Manuel Belgrano”; seleccionó algunos ensayos y estudios sobre movimientos sociales y procesos revolucionarios y los hizo quemar, en el patio, ante los alumnos. “Hugo Lafranconi (luego funcionario de la intendencia de Ramón Mestre y designado en 1995 miembro del Tribunal Superior de Justicia de Córdoba), Abelardo Baccar y Lucía Storni Figueroa firmaron un acta en calidad de testigos”.
El 29 de abril, fue el jefe del III Cuerpo de Ejército, Luciano Benjamín Menéndez, quien organizó otra quema pública de libros y material didáctico en el Regimiento 14 de Infantería Aerotransportada, en el camino a La Calera.
El teniente coronel Jorge Gorleri recibió a los periodistas y dijo que los libros, cuidadosamente apilados en el patio, “surgieron de allanamientos a centros de distribución que se dedicaban específicamente a este tipo de difusión”, en alusión a librerías y bibliotecas particulares. Según el diario La Nación, “fueron quemados miles de ejemplares de libros y revistas”, desde títulos de literatura general —El principito, de Antoine de Saint-Exupéry, entre otros— hasta ensayos y biografías de personajes históricos.
En el comunicado oficial del Ejército, el general Menéndez hizo una comparación explícita entre el hecho de quemar libros y la desaparición de personas al afirmar: “De la misma manera que destruimos por el fuego la documentación perniciosa que afecta al intelecto y nuestra manera de ser cristiana, serán destruidos los enemigos del alma argentina” (Osvaldo Aguirre, “Los libros quemados por el III Cuerpo de Ejército en Córdoba”, Infojus Noticias).
Pocos días antes, el 28 de marzo, el diario La Voz del Interior había publicado una nota recordando que “la intervención militar en la provincia de Córdoba” reiteraba “que la tenencia, venta y/o exposición de literatura marxista de tipo subversiva hace pasible a sus poseedores, cómplices y encubridores, de las penalidades impuestas por la Ley Nacional N.º 20.840. Por lo tanto, los poseedores de tales publicaciones deberán destruirlas”.
“Hágase la Claridad…”
Ricardo Bruera fue nombrado ministro de Educación por los golpistas de 1976; antes había estado al servicio de las dictaduras de Levingston y Lanusse ocupando cargos similares en la provincia de Santa Fe. En un memorándum que le envió al dictador Jorge Videla lo alertaba sobre la “radicalización del accionar opositor de docentes, alumnos y no docentes en el quehacer educativo”. Luego creó un aparato de espionaje y represión en la órbita del Ministerio. Ese fue el primer paso formal para la identificación y eliminación de las voces disidentes.
Otro funcionario, Gustavo Perramón Pearson, elaboró el documento “Directiva sobre la infiltración subversiva en la enseñanza”, donde denunciaba la agresión marxista: “(…) Está infiltrada en las aulas para inculcar conceptos que ponen en tela de juicio los valores fundamentales que sustentan la civilización occidental y cristiana”.
Así se fue armando la “Operación Claridad” al mando del coronel Agustín C. Valladares; la Operación se complementó con la oficialización de la censura, la prohibición de contenidos, la confección de listas negras, la quema de libros. En 1977, la dictadura publicó el folleto “Subversión en el ámbito educativo (Conozcamos a nuestro enemigo)” y lo distribuyó en los colegios del país como lectura obligatoria de los docentes. El objetivo era que se denunciara a maestros, profesores o alumnos sospechados de simpatías izquierdistas. Las delaciones no debieron ser tan numerosas como esperaba el coronel Valladares, esto lo enfureció y en una reunión con rectores les recriminó. “Mientras ustedes están en la tranquilidad de sus despachos, nosotros hemos matado, estamos matando y seguiremos matando. Estamos de barro y sangre hasta aquí —dijo, señalando sus piernas más arriba de su rodilla. Señaló con el dedo al auditorio silencioso y gritó: ‘¡Basta de ombligos flojos!’”
La destrucción de publicaciones fue complementaria a los secuestros y desapariciones; las primeras quemas se registraron en Córdoba, pero en distintos puntos del país se produjeron hechos similares.
En 1976, Luis Pan, designado director ejecutivo de Eudeba, llamó por teléfono al jefe del Primer Cuerpo de Ejército, Carlos Guillermo Suárez Mason, y le dijo: “Vení a buscarlos, los libros son tuyos”. Se refería a las obras publicadas por la editorial universitaria que habían sido prohibidos tras el golpe. Aproximadamente 90.000 ejemplares retirados de la venta fueron entregados al Ejército para su destrucción por “subversivos”. Años más tarde, la editorial universitaria comenzó la reedición de esas obras. Dijo entonces el rector de la Universidad: “A lo largo de la historia, han querido callar los pensamientos, quemando la palabra. Por suerte, la UBA es todo lo contrario: es libertad de cátedra, de ideas, del derecho a expresarse. Treinta años después tenemos que trasmitirle a las generaciones futuras que esto no puede volver a pasar nunca más”.
Las prohibiciones y requisas se multiplicaron por todas partes, los represores competían para mostrar su celo inquisitorial. El fanatismo oscurantista hizo centro en las bibliotecas. Un caso especial fue el de la Biblioteca Popular Constancio C. Vigil.
En el barrio rosarino de Tablada, los vecinos desarrollaron un proyecto educativo y cultural a partir de los años ’60. A alguien se le ocurrió hacer una rifa para reunir fondos, vendieron los 2.000 números y con el dinero recaudado compraron el primer terreno. Instalaron una biblioteca de estantería abierta que era de la vecinal, los chicos iban a leer Billiken y cuentos de Constancio Vigil, los vecinos se reunían allí para jugar al ajedrez. A la biblioteca se sumaron un jardín de infantes, el primero en la zona, una escuela secundaria y una primaria; luego el objetivo fue construir la universidad popular.
El trabajo para levantar el edificio y hacer el mobiliario fue colectivo: un vecino comenzó a construir las estanterías, otros siguieron con los bancos de las escuelas. Cada objetivo alcanzado disparaba nuevos proyectos. La imprenta propia fue un nuevo sueño y una nueva realización. Llegaron a publicar más de 90 títulos, el primero de ellos, Oda al Paraná de José Carlos Gallardo, con ilustraciones de pintores de la zona. Le siguieron autores como José Pedroni, Jorge Riestra, Rubén Sevlever, Gary Vila Ortiz, Juan José Saer, Alberto Lagunas, Juan L. Ortiz, Francisco Urondo.
Cuando llegó la dictadura, con los interventores militares, La Vigil fue víctima del genocidio cultural. Las escuelas, la universidad popular, la editorial, la biblioteca, los talleres, el teatro, todo fue arrasado.
Ramón Alcides Ibarra fue designado como “asesor pedagógico” de la institución. La especialidad de Ibarra no era la pedagogía, sino la tortura. Conocido con el apodo de Rommel, este oficial trabajaba en el Servicio de Informaciones de la Policía de Rosario, donde funcionó el principal centro clandestino de detención durante la dictadura.
En febrero de 1977, el capitán de corbeta Esteban César Molina asumió como interventor-normalizador en la biblioteca. Una semana más tarde “(…) estaban cerradas todas las escuelas extracurriculares y los cursos de capacitación: se clausuró el servicio bibliotecario y se cancelaron las actividades que se realizaban en todos los talleres de producción, en la Caja de Ayuda Mutual, en la guardería y en el Centro Materno-Infantil (…) También fueron detenidos miembros de la Comisión Directiva, se perdieron bienes y se quemaron 80.000 libros”.
La memoria que arde
Hasta aquí se han recordado las quemas de libros más destacadas; no todas, porque sería imposible; algunas ni siquiera llegaron a quedar registradas oficialmente. En la Biblioteca Central de la Universidad Nacional del Sur se retiraron 200 libros para ser destruidos (resolución I-0600/76), lo que no se puede afirmar es que se los quemara. En algunas editoriales —Granica, por ejemplo—, los libros ni siquiera salieron a la calle, desde los propios depósitos fueron enviados a papeleras que los trituraron para reconvertirlos como papel o cartón. Pero todavía falta recordar la quema de libros más espectacular: 24 toneladas de publicaciones del Centro Editor de América Latina que ardieron durante casi tres días en Sarandí.
El Centro Editor de América Latina —CEAL— es considerado por muchos como la experiencia cultural más formidable que produjo la Argentina. Boris Spivacow fue el fundador y presidente de la editorial que nació cuando la dictadura encabezada por el general Onganía asaltó el poder en 1966. Lo que parecía una utopía se hizo realidad, el CEAL se puso en marcha e inundó el mercado con publicaciones de alta calidad y bajo precio. Si el libro era una necesidad básica, su precio no debía ser superior al de un kilo de pan: “Más libros para más”.
Con una propuesta tan revolucionaria, el Centro Editor llamó la atención de los organismos represivos. El Servicio de Informaciones del Estado (SIDE) confesó que, desde sus orígenes, la editorial fue calificada de “comunista” (documento SIDE 21.737/79, firmado por el vicecomodoro Degano, director de Antecedentes). El CEAL fue objeto de vigilancia, amenazas y agresiones. Varios colaboradores fueron detenidos y uno de ellos, Daniel Luaces, terminó asesinado por la Triple A.
En diciembre de 1978, inspectores municipales llegaron al depósito de la calle Agüero en la localidad de Sarandí. Allí encontraron “varios centenares de miles de libros, revistas y enciclopedias y discos de marcada ideología marxista-leninista”. El juez federal de La Plata Héctor Gustavo de la Serna inició la causa 84.669/78 por infracción a la ley 20.840/75, que reprimía las llamadas “actividades subversivas”. Varios trabajadores fueron detenidos y Boris Spivacow se presentó ante el juez para declarar que él era el único responsable de la actividad del Centro Editor.
Pasó más de un año hasta que Spivacow fue finalmente sobreseído. En la causa, no existía ninguna prueba para decir que la intención del Centro Editor hubiese sido el de “alterar o suprimir el orden institucional y la paz social de la Nación”. Pero ser inocente no es garantía para no ser castigado, la condena fue que el CEAL destruyera todo el material bibliográfico encontrado en el depósito. El millón y medio de ejemplares debería quemarse, directivos del Centro Editor tendrían que actuar como testigos y, para completar la suma de perversiones, también deberían fotografiar la quema.
En la mañana del 26 de junio de 1980 se realizó el traslado de las publicaciones desde el depósito hasta el terreno baldío. Continuando con las formalidades, a las 9.15, los policías leyeron el acta y luego encendieron el fuego. Ricardo Figueira fue el encargado de tomar las fotos y la profesora Amanda Toubes actuó como testigo.
Hasta hoy la memoria sigue ardiendo. En el sitio de la quema se colocó una placa para recordar la atrocidad; y en estos días se desarrollan dos muestras que surgieron como proyectos artísticos de la Subsecretaría de Cultura de la Municipalidad de Avellaneda. Las exhibiciones tienen lugar en el Centro Cultural Mercado ubicado en Colón 451.
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