Massa-Aracre al nivel de vida

Repercusiones internas de la falsa escuadra de la disputa tecnológica China-Estados Unidos

 

Hay tramos en los debates públicos que se desenvuelven tanto en el ámbito mundial como en el país que llaman al desconcierto. Sea porque se observa un desapego olímpico a la paquidérmica dinámica real del conflicto que se trate, sea porque el escudo ideológico es penetrado por una flecha preveniente desde un flanco hasta ese momento insospechado, lo cierto es que la perplejidad que le sucede a la puesta en escena de los contrapuntos de marras es casi un momentáneo acto reflejo. La produce el orden que se busca de las verdaderas razones que impulsan a que se expresen de esas maneras.

Lograda la jerarquización de lo que realmente corre en esos debates, entre las cosas importantes –por decisivas– aparecen con nitidez las condiciones para ir elevando el caído nivel de vida de las mayorías nacionales, que la inflación (que todo pinta indicar, tras el 6% de enero, que no tiene capacidad para controlar el ministro Sergio Massa), sigue horadando. Dicho sea de paso, ampararse en que las paritarias resolverán por sí mismas el problema, como dice creer el Presidente Alberto Fernández, es olvidarse de que durante el macrismo funcionaron sin inconvenientes formales y el poder de compra de los salarios bajó de gran manera. Lapicera amistosa mata barrotes amenazantes.

En el plano global, en cuanto a esa capacidad para generar extrañezas –y dadas las vísperas– se podría decir que está para el Oscar la disputa tecnológica entre los Estados Unidos y China. En el plano doméstico, gana su derecho a formar parte de las muy pobladas colecciones del Wunderkammer argentino la propuesta de subir impuestos en vez de bajar gastos, sugerida por Antonio Aracre, flamante jefe de asesores del señor Presidente. A Aracre se le nota la hilacha de ser un liberal comme il faut –por lo visto, de los infrecuentes no gorilas– cuando aboga por la reforma laboral sobre la base de puros prejuicios de clase, sin ningún sustento teórico atendible.

 

 

 

Estados Unidos versus China

Los gobernantes norteamericanos, sus opositores y tutti quanti de este ajo coinciden, sin excepciones, en que la gran pelea estratégica con China es por la tecnología. Así lo establecen los documentos y las acciones del gobierno y lo manifiestan las declaraciones oficiales y las oficiosas. La preocupación de propios y extraños para que este proceso de desglobalización para algunos, de nueva Guerra Fría para otros, de un tropezón no es caída pero tomemos recaudos en pos de reglobalizar para los terceros en discordia, es que la disputa no se salga de mambo y termine embromando a cuanto bicho que camina. En esto no hay ninguna novedad y forma parte de la crónica cotidiana actual, la que incluye temibles globos aerostáticos abatidos con certeros misiles.

Lo que sí llama la atención es que implícitamente todo el mundo da por hecho y acepta que la tecnología es un territorio que se puede disputar como se disputa –valga la redundancia– un territorio. La diferencia obvia es que los territorios existen, su superficie es finita y la voluntad de poder puede acometer conquistarlos o liberarlos, con el beneficio o el costo provenientes respectivamente de apuntalar el equilibrio de poder o minarlo. En cambio, la evolución que van experimentando las diversas tecnologías, desde las más corrientes hasta las más avanzadas, hay que impulsarlas. Cuando se revisa ese proceso y una de las primeras preguntas a responder es dónde reside la tecnología, se cae rápido en la cuenta de que tras la mentada disputa tecnológica, hay mucho verso y poco y nada de prosa.

La tecnología sólo tiene dos modos de existencia: información y know-how (saber cómo se hace lo que se hace). Sólo es autónoma como información, por lo tanto, siempre transferible si está protegida por una patente. Como know-how, no posee autonomía. Incorporada al factor trabajo, es indisociable de él. En otras palabras: el know-how implica información, pero la información no implica know-how. La tecnología, en cuanto a know-how, se encuentra inmediatamente invertida en cualquier fuerza de trabajo, sea de naturaleza manual o intelectual. La tecnología como tal, en las relaciones de producción capitalistas, está contabilizada en el precio de compra de la fuerza de trabajo y, a partir de esto, en el costo de la producción.

No obstante, en una u otra de sus dos formas, ¿puede la tecnología también residir en el factor capital? A diferencia de la fuerza de trabajo, el capital sólo tiene una dimensión única, su cantidad. Es homogéneo por definición. Es esto lo que lo distingue de los bienes de capital. Para transformar los bienes de capital en capital, son precisamente las cualidades las que deben eliminarse de los primeros. Sólo en la medida en que el capital se lo concibe como lo que es, una cantidad pura, resulta verdaderamente capital y, por lo tanto, con un derecho a una parte del producto social llamada ganancia. Es en esto que se distingue fundamentalmente de los medios de producción. Por lo tanto, hablar de una unidad de capital A, cuantitativamente igual pero cualitativamente superior a una unidad de capital B porque la primera incorpora una tecnología más avanzada, es una contradicción en los términos. Si la unidad de capital A es de alguna manera superior a una unidad de capital B, esta superioridad no puede revelarse en el mundo en el que vivimos sino a través de una mayor rentabilidad. Pero de la ley de igualación de las tasas de ganancia resulta que, en tal caso, la unidad de capital A ya no es cuantitativamente igual a la del capital B, sino que es mayor que esta. En el mundo capitalista no puede existir ningún objeto no cuantificable. De manera que expresar que la tecnología está incorporada al capital en tanto capital es un error. En consecuencia, y en última instancia, la transferencia tecnológica es una transferencia de conocimiento y calificación laboral, por lo tanto, de la educación de los seres humanos.

 

 

 

Por una cabeza

Si la tecnología, en tanto know-how, está en la cabeza de los trabajadores, ¿cómo llega allí? En el sistema económico en el que vivimos, nadie se pone a producir si previamente no hay demanda. Como con cualquier mercancía, también las escuelas y los profesores que deben formar a los técnicos no pueden existir sin la preexistencia de un conjunto de carreras correspondientes y sin que medien puntos de venta previos. Nadie se matricula en una escuela técnica o facultad para ayudar a su país a importar una determinada tecnología y hacerla de uso corriente. Se elige la propia especialidad y la propia escuela en función de un nivel de remuneración ya existente en el mercado.

En principio, ni en la variante más estalinista, nadie está obligado a seguir una determinada formación. El poder político puede prohibir directamente cierto consumo o indirectamente puede alentar a otros, pero en ningún caso puede imponerlo directamente en ningún sector, incluida la educación nacional terciaria, tanto en la etapa de formación avanzada como en la de formación inicial. Si se hace abstracción de los estímulos indirectos que sólo pueden ser complementarios, cada uno decide de acuerdo con las salidas existentes. Con más razón, en las economías de mercado.

Todo el ímpetu en una economía de mercado se origina en la demanda de bienes finales, de manera que los técnicos de una categoría dada no pueden existir sin que haya, como condición previa, puestos de trabajo para sus grados de calificación. En los países subdesarrollados que carecen de todo esto, es la empresa multinacional la que hace posible salir de este círculo vicioso y así eliminar algunos de los pasos intermedios. Por su propia presencia y necesidad de personal, induce indirectamente a los técnicos a embarcarse en sus carreras. Por lo tanto, estimula, indirectamente y sin pretender hacerlo, el desarrollo de todo un sistema educativo para todo tipo de técnicos. Este efecto indirecto es más importante que el impacto directo del personal en el área de capacitación. Aquí se encuentra la contribución esencial de las multinacionales al atajo del desarrollo que en su momento emprendió la Argentina y que a una escala enorme lo hizo hace unas décadas China, al amparo de una decisión norteamericana.

Joe Biden, que es Donald Trump por otros medios menos groseros, impide transferir tecnología hacia China de forma directa (compra de fábricas llave en mano, junto con información sobre las formas y los medios para administrarlas, y de capacitación de técnicos para la reparación y el mantenimiento) e indirecta (las corporaciones multinacionales invirtiendo y transfiriendo tecnología a sus propias subsidiarias). No está perdiendo el tiempo o haciendo cosas que no debe porque el gigante asiático no sólo carece de los conocimientos necesarios, sino del mercado que le financia la innovación para patentar. Los récords de patentamientos chinos no cuentan: son producto de que las multinacionales norteamericanas tenían abierto su propio mercado y aprovechaban los miserables salarios chinos. Biden está respondiendo a la ecuación política interna, de la única manera que –por lo visto– se ve en condiciones de hacer: erigiendo una ficción de enemigo.

Su expresado interés en valorizar la fuerza de trabajo norteamericana, lo que implica más ventas y entonces es la verdadera llave del mayor avance tecnológico, choca con lo que el diplomático estadounidense Richard Haass, que desde hace dos décadas preside el Council on Foreign Relations, detectó como el principal escollo en la formulación de la política externa norteamericana. Según lo expresó su reciente breve ensayo The Bill of Obligations (El listado de obligaciones), "la amenaza más urgente y significativa para la seguridad y la estabilidad de Estados Unidos no proviene del exterior, sino del interior". Esa fractura proviene de la malaria generada por las salidas de las multinacionales principalmente a China que Biden, en la misma cuerda que Trump, busca revertir. Vaya irónica pero inevitable paradoja: dado que lo nuevo no termina de nacer y lo viejo de irse. Biden opera sobre la fractura observada por Haass, para soldarla contando el cuento de la buena pipa de la disputa tecnológica.

 

 

 

Aracre, el impositivo

No es habitual que un intelectual orgánico del orden establecido, como el contador y ex CEO Aracre, sufra semejante notable ataque de sensatez económica (y, a la vez, política) para solicitar aumento de la presión fiscal y nada de poda de gastos. Se ve que la elección presidencial le preocupa. Aunque unos días después de la formulación original arrugó la barrera y, a decir verdad, pasó de largo sin pena ni gloria por el radar del populacho, vale considerarlo aunque más no sea por el fuerte reproche que recibió de la coalición opositora Juntos por el Cambio, cuyos integrantes son de la religión que cree que más impuestos implican menos crecimiento. Tanto el contador Aracre como la cáfila cambiemita están muñidos del cualunquismo de la teoría económica neoclásica. En tal enfoque –y dicho de manera general– los impuestos, efectivamente, bajan el bienestar al aumentar. Pero antes de tentarse con declarar de ilustre inconsecuente al jefe de asesores presidencial, vale reflexionar qué hay entre los pliegues de los debates invocados.

En el ámbito de la desigualdad estudiada por Arghiri Emmanuel, de producto bruto siempre mayor que ingreso, que se genera porque el primero está valorizado con la tasa de ganancia que no se embolsa hasta que no se cobra (y ahí entonces sí forma parte del ingreso), los impuestos tienen un rol reactivador. Esto es a contrario sensu de la sabiduría convencional neoclásica, imbuida de la Ley de Say: producto siempre igual a ingreso y, por lo tanto, un aumento del costo siempre baja el ingreso. En la óptica de la desigualdad producto mayor que ingreso, a la política económica siempre se la juzga en función de si cierra o no la brecha. Si no la cierra, hay malaria y desempleo. Al respecto, dice el propio Emmanuel en su ensayo La ganancia y la crisis, que “el Estado se comporta como si los gastos previstos fueran independientes de los ingresos (…) Al actuar así, interviene positivamente en la realización del producto y, como consecuencia, contribuye por sí a asegurar las condiciones de la materialización de sus propios ingresos. (…) Dentro de esta línea de pensamiento, se sobrentiende que una sobrecarga del factor fiscal, que desemboca directa o indirectamente en una disminución de la parte del beneficio neto de las empresas en el rédito nacional, tendrá un efecto beneficioso sobre el equilibrio global entre la oferta y la demanda”.

Pero el razonamiento de Aracre sería distinto en tanto feligrés de la Ley de Say. La diferencia entre el Estado que equilibra su presupuesto y cualquier otro portador de rédito consistiría en que, en el primero, el deseo de compra acompaña siempre al poder de compra, mientras que en los segundos esto puede no producirse en una situación de ausencia de oportunidades de inversión. El impuesto sólo actúa haciendo pasar un poder de compra de una mano a otra; su única ventaja sería, entonces, la de hacerlo pasar de una mano que atesora a otra que no lo hace, tal como lo sugieren Paul Baran y Paul Sweezy en su ensayo El capital monopolista. Los que con talante crítico manifiestan que estamos dando por Aracre más de lo que Aracre vale, tienen a su favor la nula convicción con que, ante los ataques que le propinaron, el jefe de asesores relativizó su postura por mayores impuestos, dejando al descubierto que hasta la gambeta corta politiquera le queda grande.

Ni Massa ni Aracre, como expresiones del sector del caleidoscopio del oficialismo enfocado en que el orden establecido no sea desafiado, se muestran como partidarios de aumentar el gasto interno. Objetivamente pinta lo contrario, porque se cuidan muy bien de exponer alguna idea que vaya en dirección de aumentar en serio el poder de compra de los salarios (siempre y cuando la tengan, lo cual es muy dudoso).

Pero es más serio todavía. En un mundo regido por el intercambio desigual, aún no alcanzaría con que la Argentina recompusiera su hecho percha nivel de vida promedio si los países del G7 aumentan el poder de compra de sus salarios, como todo parece indicar, a través de los vasos comunicantes que caracterizan su lucha de clases. Es que las oportunidades de inversión (materias primas globales aparte) están en función creciente de las dimensiones del mercado –estas últimas proporcionales al nivel de los salarios–, por lo que el balance del movimiento de capitales es desfavorable si no subimos nuestros salarios más arriba del nivel considerado normal. Al mismo tiempo, la relativa depreciación del factor trabajo deviene en una barrera infranqueable para que las máquinas y los ingenieros queden fuera, mientras que las máquinas y los ingenieros toman el lugar de los obreros altamente remunerados en los países avanzados.

 

 

 

 

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