Dos nociones de libertad

Un concepto huidizo que encierra desafíos democráticos pendientes

 

El desmoronamiento del paradigma comunista que tuvo lugar a partir de la disolución de la Unión Soviética, anunciada por Mijaíl Gorbachov el 8 de diciembre de 1991, dejó a gran parte de la izquierda sumida en la perplejidad. Desde entonces no se ha conseguido dar forma a un nuevo paradigma que ofrezca una alternativa razonable frente al capitalismo realmente existente.

Es una tarea que se presenta harto difícil, porque previamente se impone una ineludible labor de deconstrucción, que implica deshacer analíticamente algo para dar lugar a una nueva estructura conceptual. Esto supone desandar, a través del pensamiento, los caminos recorridos para encontrar los puntos de desvíos o “atajos revolucionarios” que propiciaron la caída en graves errores.

Esta labor de arqueología política incluye también resignificar algunas palabras que han sido vaciadas de su contenido original y que contribuyen a aumentar la confusión. Es por estos motivos que debemos agradecer a José Manuel Naredo, uno de los intelectuales españoles más relevantes, por su nuevo ensayo titulado La crítica agotada, claves para el cambio de civilización (Siglo XXI Editores), donde nos ofrece una serie de recursos intelectuales para recuperar el espíritu de búsqueda que parece haber flaqueado en la actualidad.

 

 

 

 

Naredo es autor de varios ensayos críticos del divorcio entre especie humana y naturaleza o entre economía y ecología, que ha propiciado la expansión del extractivismo productivista predominante en la actualidad. En esta ocasión, su incursión abarca el terreno de la filosofía política y su libro procura deshacer algunos nudos dialécticos que todavía operan en el inconsciente colectivo de la izquierda progresista.

El primer peldaño en esta labor crítica parte del reconocimiento de que en el marxismo imperó una impronta mesiánica que, al igual que sucede con las creencias religiosas, explica la fuerza y al mismo tiempo la debilidad de sus predicciones. En opinión de Naredo, “el pensamiento de Marx es mesiánico-religioso en lenguaje secular, quizá más claramente que el de muchos otros filósofos de la Ilustración. Todo el pasado histórico no es más que “prehistoria”, es la historia de la enajenación; con el socialismo se introducirá el reino de la historia humana, de la libertad humana. La sociedad sin clases, gobernada por la justicia, la fraternidad y la razón, será el comienzo de un mundo nuevo, hacia cuya formación se encaminaba toda la historia anterior”. Este iluminismo dogmático derivó en una concepción revolucionaria que convertía a la política en una labor bélica, que viró hacia el recio autoritarismo imperante en los países del “socialismo real”. Así, se extendió en la izquierda más radical la falsa idea de que la defensa de las libertades formales o de los derechos humanos era un invento burgués.

Todavía padecemos el error del giro autoritario en los países que abrazaban el comunismo, lo que dejó el camino expedito para que la derecha conservadora pudiera presentarse como la auténtica defensora de las libertades y los derechos humanos. En opinión de Naredo, este error “ha permitido que la derecha se beneficie impunemente de las connotaciones positivas que durante siglos se han venido asociando a la palabra liberal y que pueda presentarse ahora sin complejos como la verdadera defensora de la libertad, frente a supuestos socialismos o comunismos que la niegan”. Como aún se sigue asociando a la izquierda con esa imagen de autoritarismo represivo, se ha producido la extraña paradoja de que, en la actualidad, formaciones de extrema derecha que en otro tiempo eran consideradas reaccionarias y fascistas, hoy se presentan impúdicamente como defensoras de la libertad.

 

 

 

Valor del liberalismo

Uno de los mayores malentendidos se ha producido con el uso de la palabra “liberal”. Naredo explica, siguiendo la estela de un libro de Helena Rosenblatt (La historia olvidada del liberalismo, Editorial Crítica), que hoy la expresión se vincula con la descarnada protección de los derechos e intereses individuales. Sin embargo, este énfasis en lo individual es muy reciente, y durante casi dos mil años ser liberal significaba algo muy diferente. En la antigua Roma, la palabra servía para aludir a las virtudes de un buen ciudadano y al respeto del bien común. Ese significado se prolongó durante la Edad Media, y por ese motivo el diccionario de Sebastián de Covarrubias, Tesoro de la lengua castellana –escrito en 1611–, define como liberal “el que graciosamente, sin esperar recompensa alguna, hace bien y merced a los menesterosos”. En la actualidad, el Diccionario de la Real Academia Española (RAE), sigue recogiendo como primera acepción de la palabra la de “generoso, que obra con liberalidad”, para incluir luego, como sexto significado, la de “partidario de la libertad individual y social en lo político y de la iniciativa privada en lo económico”.

Otra confusión interesada se ha producido con la obra de Adam Smith, considerado el padre del liberalismo económico con su teoría de la “mano invisible”. Smith, antes de La riqueza de las naciones (1776), escribió la Teoría de los sentimientos morales (1759), donde lejos de defender el egoísmo, exaltaba como virtudes morales la empatía, la gratitud y la benevolencia, consideradas bases de la cohesión social. Afirmaba que “la disposición a admirar y casi idolatrar a los ricos y poderosos y a despreciar o como mínimo ignorar a las personas pobres y de modesta condición (…) es al mismo tiempo la mayor y más extendida causa de corrupción de nuestros sentimientos morales”. Añadía que “por más egoísta que se pueda suponer al hombre, existen evidentemente en su naturaleza algunos principios que le hacen interesarse por la suerte de otros, y hacen que la felicidad de estos le resulte necesaria, aunque no derive de ella nada más que el placer de contemplarla”. Consideraba que “no es un ciudadano quien no aspira a promover, por todos los medios a su alcance, el bienestar del conjunto de la sociedad y de sus conciudadanos”.

 

 

El padre del liberalismo económico exaltaba la empatía, la gratitud y la benevolencia como bases de la cohesión social.

 

 

 

La riqueza de las naciones fue un texto escrito en defensa de la libre competencia y la libertad de comercio en momentos en que existían regulaciones que establecían privilegios a favor de las corporaciones de comerciantes e industriales. Smith señalaba los riesgos de esta colusión entre los propietarios, “ya que sería extraño que gente del mismo oficio, que se reúne para disfrutar o distraerse, no acabe su conversación con alguna conspiración contra el público, o para hacer cualquier maquinación para elevar los precios”. Añadía que “los intereses de quienes trafican en ciertos ramos del comercio o de las manufacturas (…) no sólo son diferentes, sino por completo opuestos al bien público. El interés de los empresarios siempre es ensanchar el mercado, pero estrechar la competencia. La extensión del mercado suele coincidir con el interés general, pero el reducir la competencia siempre va en contra de dicho interés, y sólo puede servir para que los empresarios, al elevar sus beneficios por encima de lo que naturalmente serían, impongan en provecho propio un impuesto absurdo sobre el resto de sus compatriotas”.

 

 

 

Surgimiento del “neoliberalismo”

Actualmente se asocia la palabra “neoliberalismo” con las políticas dirigidas al desmantelamiento del Estado de Bienestar que tuvo lugar durante los gobiernos de Ronald Reagan (1981-1989) en Estados Unidos, de Margaret Thatcher (1979-1990) en el Reino Unido y de Augusto Pinochet (1973-1990) en Chile. Paradójicamente, quien usó por primera vez la expresión new liberalism en Estados Unidos fue el filósofo progresista John Dewey (1859-1952), defensor de las políticas de expansión del New Deal que fueron promovidas por el Presidente Franklin D. Roosevelt. Desde entonces, en Estados Unidos ser liberal es ser progresista y partidario de la intervención del Estado para promover la economía. Incluso Milton Friedman se definía como neoliberal en 1951 en el sentido primigenio de la expresión, al señalar que “para los estándares del individualismo del siglo XIX, todos nosotros somos colectivistas en mayor o menor medida”.

Naredo atribuye la acepción actual del término neoliberalismo a la intervención de intelectuales afines al marxismo, como Michel Foucault y Pierre Bourdieu, que lo utilizaron como término fetiche sobre el que podían volcar todas las taras del capitalismo. Esto habría permitido a la corriente marxista afirmar sus posiciones en viejos e irresueltos ajustes de cuentas con el anarquismo, sin advertir que la dura crítica al neoliberalismo recaía también, por fuerza, sobre el liberalismo (político) en general. Esta confusión no sólo ha servido para entregar a la derecha las banderas del liberalismo de la Ilustración, en las que se nutrió el marxismo de los fundadores, sino también para disfrazar las verdaderas características del capitalismo actual, que lejos de basarse en el fundamentalismo del mercado –como se proclama–, está basado en el poder creciente de las grandes corporaciones. De allí que Naredo se pregunte: “¿Vivimos bajo un capitalismo neoliberal, gobernado por la tiranía de los mercados, o bajo un capitalismo clientelar, gobernado por las elites y redes de poder asociadas a una tiranía corporativa?”.

La noción de libertad, como agudamente señala Naredo, es un concepto huidizo que se ha prestado a las más variadas interpretaciones. Por un lado, la reivindica un liberalismo económico que abraza el afán de lucro como motor de la actividad económica y defiende lo privado frente a lo público. Por el otro, se puede interpretar que la libertad la tiene quien goza de autonomía, es decir, que recién se obtiene cuando el entorno social confiere un amplio abanico de posibilidades. Para Naredo, el intelectual que ha abordado esta divergente interpretación es Isaiah Berlin en Dos conceptos de libertad (1959), al señalar que hay dos nociones de libertad en pugna: una noción negativa, que reivindica la no injerencia de la sociedad sobre el comportamiento individual; y otra positiva, que considera que la libertad es un bien que la sociedad otorga a las personas, garantizando el acceso a ciertos bienes básicos. “Esta visión –afirma Naredo– nos recuerda que la libertad individual, lejos de ser anterior o ajena a la sociedad, no puede ser más que fruto de la misma y está moldeada por ella: las personas deben a la sociedad desde el lenguaje hasta la capacidad de pensamiento abstracto e, incluso, la propia conciencia de sí mismas, adquirida mediante un proceso de individuación que diferencia al animal humano dentro del reino animal, concediéndole el adjetivo sui generis de racional”.

 

 

Isaiah Berlin abordó en su libro de 1959 los dos conceptos de libertad en pugna.

 

 

La tesis que defiende Naredo y que considera sustancial para configurar un nuevo ideario progresista, se basa en reivindicar que estas dos ideas de libertad recogen elementos que las hacen complementarias. Se podrá pensar que la libertad negativa no tiene valor alguno si no está rodeada de las condiciones que permitan hacer un ejercicio activo de la misma. Sin embargo, no debemos menospreciarla, recordando el sufrimiento vivido en las dictaduras del siglo XX. En opinión de Naredo, en el actual momento toca defender ambos conceptos de libertad frente a “los nuevos Estados democráticos parasitados por el despotismo corporativo reinante, a la vez que sigue siendo necesario contar con instituciones que aseguren un mínimo de igualdad y de justicia y que ayuden a tejer redes sociales para el desarrollo de la libertad”.

Como añadía Norberto Bobbio en una perspectiva similar a la de Naredo, muchas de las democracias actuales están sottogovernatas desde abajo por un poder subyacente que soporta una superestructura política débil y sujeta a cambios frecuentes. “En un Estado capitalista clientelar como el nuestro, el público se vuelve privado; el mismo Estado se convierte en una inmensa empresa privada, cuyos gigantescos recursos se usan para favorecer a ciertos grupos de poder en lugar de otros”. Por lo tanto, podemos afirmar que los desafíos que en el siglo XX quedaron inconclusos siguen estando vigentes, demandando una actualización que permita ofrecer alternativas sensatas y compartidas, es decir, esencialmente democráticas.

 

 

 

 

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