Pasiones, gestos y odios
Razones de la aversión neoliberal al seleccionado, a Lionel Messi y a las celebraciones populares
La nota de marras fue escrita dos días antes del triunfo argentino del 18 de diciembre. Estuvo motivada en la campaña larvada y subrepticia de los medios concentrados y adláteres cambiemitas, preocupados por las derivas populistas de un triunfo del equipo dirigido por Lionel Scaloni. El establishment local necesita jugadores y cuerpos técnicos como Carlos Tévez, aptos para sumarse a la lógica del individualismo y el egoísmo institucionalizado. La escaloneta, de alguna manera, les dio una lección: lo colectivo, lo solidario y lo popular superan a la lógica de su meritocracia falseada en el origen.
Ignoran que la multitud no odia, odian las minorías, porque conquistar derechos provoca alegría, mientras perder privilegios provoca rencor.
Arturo Jauretche
La alegría y el entusiasmo multitudinario generan incomodidad y desconfianza entre los sectores oligárquicos de nuestro país. Les provoca un profundo fastidio asociado a una recóndita incomprensión del festejo. ¿Qué podrían celebrar los cabecitas negras, desarrapados, los sin nada, los sin nadie, los choriplaneros, los kukas?
Esas perplejidades obnubilan a quienes temen lo colectivo en formato popular, sobre todo cuando los humildes cuentan con poco para perder, pero mucho para celebrar. La ocupación territorial y el control de las calles es vivido por los sectores dominantes como una amenaza territorial y un riesgo cierto de marea humana incontrolable. Esta suspicacia suele ser justificada por la sinergia potencial que poseen las voluntades agrupadas detrás de un regocijo común y su derivación hacia una potencial demanda colectiva, siempre disponible para tergiversar el orden establecido.
Para los ojos del poder, esa comunión es amenazadora: es lo más semejante a un "aluvión zoológico" dispuesto a generar desbordes, rebeldías temerarias o desafíos puntuales al statu quo. Estos recelos se hacen más explícitos cuando converge la identidad con el universo futbolístico. La argentinidad se constituye con ese signo marcado por próceres y glorias deportivas. Casi la mitad de toda nuestra historia como nación —más de un siglo— está en diálogo con la pelota, con su memoria inicial de juego infantil, con la segmentación de colores identitarios estampados en las camisetas de los clubes, con las pasiones de cancha, las figuritas inconseguibles y el cántico callejero convertido en un eco de nuestra niñez.
Esa característica explica la fuerte articulación de lo identitario con un deporte que se transformó en un espejo de autenticidades ligadas en forma inescindible de los signos patrióticos. Cuando el grupo bonaerense de ska La Mosca viralizó su tema musical relativo al mundial de Qatar, "Muchachos, ahora nos volvimos a ilusionar", la referencia a los pibes de Malvinas cumplió con el cometido de articular los colores con una de las grandes causas nacionales, ligada también a la referencia de los dos goles de Diego a los ingleses en 1986.
Esa metonimia escenográfica, que articula el fútbol con heroicos colimbas que combatieron contra la OTAN, también perturba a un neoliberalismo que puja por desapasionar todo lo que toca, para impedir cualquier argamasa emocional que pueda convertirse en emoción compartida y colectiva. Si el fútbol se vincula con fervores malvineros —conjeturan desde una lógica cambiemita— corre peligro la fría tecnocracia empresarial que promueve la competencia, el egoísmo, la pseudo-meritocracia (de quienes nacen en “cuna de oro”) y la atomización capaz de desarticular cualquier expresión desafiante que está presente en toda manifestación pública.
La mirada del bobo
Este punto de partida, que postula una fuerte suspicacia respecto a lo colectivo, es lo que enfada al sentido común del “medio pelo” posmoderno: el “Topo Gigio” de Lionel Messi, la expresión del capitán al final del partido con Holanda, “¿Qué mirás bobo? Andá p'allá, bobo…”, y la indocilidad de Lionel Scaloni frente a los periodistas —que se perciben como interlocutores que no pueden ser cuestionados— deben ser leídas en una estructura de significación que subvierte la modosidad atomizada de la cultura neoliberal.
El capitán de la selección nacional argentina fue catalogado de vulgar por uno de los pilares de la trifecta mediática, por atreverse a ridiculizar al técnico holandés que había desvalorizado al argentino en los días previos al partido. Su gesto de insolencia, además, fue leído en clave solidaria respecto a otro de los futbolistas despreciados por Van Gaal: Juan Ramón Riquelme. Lo que exasperó a los propagandistas cambiemitas disfrazados de periodistas no fue el gesto de Messi, que posiblemente hubiesen sido capaces de excusar. La reminiscencia más imperdonable remitió al Mauricio Macri desafiado por Riquelme durante el lapso que ambos compartieron en el club de la rivera. Esa afinidad electiva del rosarino con un sujeto sospechado de populista —como el ex volante xeneize— alcanzó, además, para encender todas las alarmas de la siempre reacción sarmientina, codificada como la oposición facilista de la civilización o barbarie, con su consiguiente desprecio por los salvajes, los sujetos populares, incapaces de moderar sus ínfulas celebratorias.
Gestos rebeldes contra un civilizado técnico europeo, mueca solidaria con un rebelde primitivo como Riquelme y guiños que pueden ser interpretados en clave política. Una combinación intolerable para quienes están comprometidos, de forma explícita, en el regreso de la derecha al gobierno en 2023 y recelan de cualquier convergencia entre peronismo y fútbol. A esa realidad se le suma otra inquietud: que el potencial triunfo mundialista no mejore el clima social ni repercuta en la autoestima popular, siempre dispuesta a plantarse en términos de espiritualidad colectiva.
La respuesta de la trifecta mediática no se hizo esperar: reunidas las corporaciones comunicacionales en forma solidaria, se dispusieron a desplegar una campaña bastante explícita de descrédito grupal e individual. Clarín tituló —luego del partido con Croacia— que “Argentina llego a la semifinal sin enfrentar a ningún campeón del mundo”. Su socio, el multimedio fundado por Bartolomé Mitre, apeló a su editorialista Carlos Pagni para disimular el malestar compartido respecto de un posible triunfo de la Scaloneta. Su artículo fue publicado con una ilustración del caricaturista Alfredo Sábat, quien grafica a un pingüino reposado sobre la cabeza de Lionel Messi, cual kirchnerista que intenta develar las adscripciones políticas del prodigio rosarino.
Disparen contra los Messi
La simple asociación exhibe de forma palmaria el terror atávico que hace sufrir a las usinas del neoliberalismo local y que Pagni intenta aprovechar para despolitizar cualquier vínculo posible entre el fútbol y la sociedad: “El deporte le devuelve a la ciudadanía una experiencia que la política no está en condiciones de suministrarle. (…) Es un contraste impresionante entre el sentimiento de comunión aportado por el fútbol y la rutina ya tediosa de una dirigencia empantanada en el conflicto”. En ese párrafo se devela la verdad del ancestral sueño conservador: una política distante del conflicto, un debate sin contradicciones de fondo, un fútbol sin rebeldes, una sociedad partida en mil pedazos, en la que no se expresan diferencias sobre proyectos de país. En síntesis: una garantía de continuidad del status actual, en el que los poderes fácticos logran dar continuidad a su acumulación de la riqueza, el capital y la renta.
En forma analógica, la derecha local propone una final mundialista sin magia ni festejos. Un juego sin rupturas, ni conejos de la galera, ni amores populares, ni asombros. Una especie de continuidad de las reglas que permiten la cosificación de los privilegios y el obvio padecimiento de sus consecuencias en el vértice laboral de las grandes mayorías.
Ni un “Topo Gigio” —que se rebela ante Macri y Van Gaal— ni la rememoración de un Maradona turbulento, ni una letra que hace honor a los combatientes podrán sensibilizar a quienes entienden la nacionalidad —como decía Raúl Scalabrini Ortiz— como una factoría. Es por eso por lo que el establishment no podrá nunca entender las dos celebraciones concurrentes simultáneas, descriptas una semana atrás por Eduardo de la Serna: la primera, vinculada al festejo de la pasión futbolera. Esa que articula en un kilométrico hilo plebeyo las calles de Bangladesh con las avenidas marrones de la Argentina profunda. Y la segunda, aquella que se funda en la amargura apenas disimulada de una oligarquía doméstica que recela de cualquier victoria popular. La misma desconfianza que le genera la entonación descamisada de un himno coreado a los saltos, con absoluto desparpajo, bajo el ritmo sudoroso de un estadio de futbol, tan inmenso como una patria.
Doble fiesta: la propia, a disposición del “subsuelo de la patria”. Y la otra, la que deviene del rostro desfigurado de un establishment que apenas puede ocultar su larvada incomodidad.
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