Hebe, la imprescindible
De la cocina a la Plaza, su casa para siempre
No hay acto más íntimo que parir un hijo. Por eso es disruptivo el proceso que hicieron las Madres: socializar la maternidad. Hacer de eso tan propio, algo de todas. Hacer de lo más singular que puede haber, algo plural. Así lo decía Hebe: “A mí lo que me interesó de entrada fue socializar la maternidad. Porque yo veía que había muchas familias que no pedían por sus hijos, y a esos chicos, que quizá habían sido compañeros de los míos, nosotras no los podíamos desconocer. Porque esa es la solidaridad que nuestros hijos nos enseñaron, que no se trata solamente de dar lo mejor que tenés, sino de que lo mejor que tenés es que el otro sea más importante que vos. Que los otros pibes sean tan importantes como tus propios hijos, o incluso más. Y fue muy difícil, porque había que decirle a una madre que no podía llevar más la foto del hijo, sino que tenía que llevar cualquiera, la de cualquier hijo, y decirle que no podía hablar en una charla sólo de su hijo, porque había miles y miles por los que sus padres no estaban hablando”.
Si hay algo que a Hebe la pinta de cuerpo entero es el caso de la familia Crespo, de la ciudad de La Plata. El padre, el capitán Rodolfo Alberto Crespo, era amigo de Emilio Massera, y dos de sus hijos estaban desaparecidos: Rodolfo y Laura. Hebe contaba: “La madre de los chicos no podía hacer nada porque el marido no la dejaba. Entonces yo tenía que ir de noche a su casa a buscar los papeles, a darle para que firme por arriba del portón del garage. Ni salía ella”. Para dimensionar a Hebe, probablemente sea bueno situarse en esas noches frías del invierno del '78, yendo a escondidas a la casa de un marino que era amigo de Massera para lograr que una madre, como ella, pidiera por sus hijos. Eso es jugarse entera. Y eso es no diferenciar. Si Rodolfo y Laura eran revolucionarios como sus propios hijos, Jorge y Raúl, había que pedir también por ellos y ahí se acababa la historia. O ahí empezaba, como lo quieran ver.
En malla a Punta Lara
Hebe María Pastor nació el 4 de diciembre de 1928 en una casa humilde de El Dique, un barrio de Ensenada. Como muchas otras Madres, dejó su apellido de soltera y adoptó el de casada el día que desembarcó en la Plaza, para que la identificaran más fácilmente con sus hijos. Pero la historia que vivió antes de convertirse en la referente política que miles de personas despidieron el jueves en Plaza de Mayo explica desde qué lugar estuvo siempre posicionada. Narraba sobre su infancia: “Cuando íbamos a bañarnos a Punta Lara yo iba en malla en el micro, y mi papá y mi mamá en malla y salida de baño, ¡en el micro de línea! Nos habían enseñado a estar orgullosos con lo poco que uno tiene, a saber que eso se ganó con el trabajo. Mi mamá cuidaba un niño enfermo de un tipo que vendía leche, que tenía vacas, ni campo tenía el pobre, y a mi mamá le pagaba con siete litros de leche cada tres días. Entonces cada tres días había que ponerse a batir para hacer manteca, para hacer ricota, había que utilizar los siete litros, y así yo fui aprendiendo que del trabajo sale todo”. Este concepto acerca de que el trabajo es la fuente de todo objetivo es claro en los 45 años de lucha que llevan sosteniendo las Madres. Ni un solo jueves pararon. Ni siquiera en pandemia detuvieron su acción. Trabajo, trabajo, y más trabajo.
“Mi papá desde los 9 años trabajaba en una fábrica de sombreros, y la fábrica daba trabajo para hacer a domicilio también. Así que, en casa, mi abuela hacía los moñitos de los sombreros Orión para los ricos. Mi abuela me enseñaba también mucho sobre cómo se aprovechaba la comida, cómo se hacían croquetas con lo que quedaba, y yo fui aprendiendo ese ahorro digno de la pobreza donde nada se desperdiciaba”. Si hacemos un viaje en el tiempo desde esa niña que aprendió a hacer croquetas para cuidar cada recurso, hasta esta señora que defendía lo conseguido a capa y espada, se puede ver una matriz clara: proteger lo que se tiene, cuidar el rancho. Hebe no sólo fue de la cocina a la Plaza, como ella decía. Sino que mantuvo en la Plaza las reglas que traía de su cocina. Lo que se tiene, se cuida, se protege. Al respecto, esto planteaba sobre los años del kirchnerismo: “¿Qué hicimos cuando estábamos bien? Nos quedamos todos sentados en la casa. Nosotras, las Madres, no, por suerte, siempre seguimos en la Plaza. Y cuando alguien no entendía por qué seguíamos yendo, le decíamos: ‘Mirá, no tenemos nada comprado, la vida no está comprada’. Pero como sociedad no cuidamos lo que teníamos, por eso ganó (Mauricio) Macri. Nos dieron un montón pero no nos enseñaron a cuidarlo. Es importante saber cómo se cuida lo que tenés, no cuidándote a vos, sino cuidando a los otros”.
Una mujer común a la que le crecieron leones
Hebe fue mamá a los 19 años. A esa edad tuvo a su hijo mayor, Jorge, y tres años después nació Raúl. La tercera hija, Alejandra, llegaría una década después. Jorge y Raúl desaparecieron en momentos diferentes. El mayor, el 8 de febrero de 1977, y su hermano, en diciembre de ese año. “Nosotras no entendíamos nada de lo que pasaba. Siempre que íbamos a la comisaría llevábamos una bolsita con un cepillo de dientes por si se la podíamos dejar a nuestros hijos, ¡nos preocupábamos de que no se lavaran los dientes! No teníamos la más pálida idea de las torturas. Con el tiempo, cuando empezamos a leer lo que realmente había pasado, había Madres que no querían enterarse, era demasiado duro, pero yo les decía: ‘Si no leemos lo que le hicieron a nuestros hijos no vamos a tener fuerza para luchar. Tenemos que saber de lo que es capaz el enemigo para conocerlo y para no parecernos a él. Fue terrible empezar a darnos cuenta de los campos de concentración y de todo lo que vino después, porque al principio éramos muy inocentes y no pensábamos que los iban a matar, de ninguna manera”.
En ese marco de tanto dolor ante la realidad que se les iba abriendo como un infierno, germinó la marca que las definiría: la salida era colectiva. “La policía venía y le pedía documento a la madre más tímida, a la que venía en su primer día; le sacaban el documento y entonces esa madre se moría de miedo y después no quería volver. Entonces un día dijimos: ‘No, cuando le pidan el documento a una le damos todas. Entonces un día que le dimos como 300 documentos, el tipo se hartó, dijo: ‘Con estas minas no podemos’, y nos empezaron a llevar presas, otra vez de a una. Nos encerraban en una celda con un muerto, nos rigoreaban, y entonces hicimos la misma estrategia, decidimos ir todas presas. Cuando llevaban a una, todas las que no animábamos teníamos que ir presas también”.
“Así nos dimos cuenta de que no servía luchar por un hijo, que la lucha individual se iba a agotar en sí misma. Y empezamos a ver que el periodismo mal intencionado le preguntaba a cada madre: ‘¿En qué andaba su hijo?’ Y la madre, muerta de miedo, decía: ‘No andaba en nada'. Los periodistas preguntaban para justificar la muerte y la tortura. Pero entonces nos empezamos a reunir y dijimos: ‘¿Cómo que no andaban en nada?’ Sí andaban. Defendían la patria. No querían la desaparición, el hambre de los niños. Para nosotras también fue complejo que las Madres entendieran que tener hijos revolucionarios era un honor. Además de una tragedia, era un honor”.
El miedo, esa cárcel
El 6 de diciembre de 1977 desapareció Raúl, el segundo hijo de Hebe. Se lo habían llevado de su casa en Berazategui. Dos días después, el jueves 8, sucedió algo inédito: dos madres fueron secuestradas. Esto venía a correr el límite de lo posible: hasta ese momento nadie pensaba que a ellas les pudiera pasar lo mismo que a sus hijos. Se llevaron a Mary Ponce de Bianco y Esther Ballestrino de Careaga, de la Iglesia de la Santa Cruz. En esos días las Madres tenían el objetivo de publicar una solicitada en el diario La Nación, y con esas tres desapariciones estructurales hubo que decidir si se avanzaba o no con el propósito. Sin Raúl, Mary, ni Esther, siguieron adelante. El 10 de diciembre, Día Internacional de los Derechos Humanos, lo lograron. El texto salió. Y el escarmiento no tardó en llegar. Esa misma noche, una patota de la Escuela de Mecánica de la Armada secuestró a Azucena Villaflor, la tercera Madre emblema. Todo había sucedido en cinco días. Menos de una semana. La dictadura comenzaba a vislumbrar el poder de las Madres, y había procedido a aniquilarlas.
El 15 de diciembre, es decir el jueves siguiente, ellas tuvieron que tomar una de esas decisiones que marcan la historia para siempre: volver o no a la Plaza. ¿La dictadura había logrado replegarlas después de esos días funestos? No. Ganaron la batalla. Llegó el jueves y allí estuvieron. Con miedo, con dolor, con todo lo que ni siquiera podemos imaginar. Se agarraron del brazo y circularon.
María del Rosario Carballeda de Cerruti, una de las primeras Madres que asistió a la Plaza, dijo alguna vez que cuando se produjo el secuestro de sus compañeras por primera vez pensó que tal vez a su hijo no iba a verlo nunca más, porque si ellas, que sólo buscaban a sus hijos, ahora eran víctimas de la misma arma que apuntaba contra ellos, significaba que la dictadura no pensaba soltarlos. Para un grupo de Madres se comenzó a evaporar la esperanza de encontrarlos, y cuando aun así decidieron permanecer en la Plaza, se trató de un hecho político sustancial, de algún modo un anticipo. Ellas no iban a abandonar ese espacio de lucha, más allá de lo que sucediera.
Organización política que lucha por la vida
Con el paso del tiempo, Hebe fue constituyéndose a sí misma más allá de lo que fueron sus primeras demandas. Ya no sólo reclamaba por sus hijos, sino que empezó a recorrer el camino político para ir por los sueños que ellos tuvieron. De allí nacieron, entre otras cosas, las Marchas de la Resistencia, que se interrumpieron en 2006 y se retomaron en 2015 porque las Madres entendieron que durante ese período el enemigo no estuvo en la Casa de Gobierno. Hebe exclamaba con contundencia: “No es cierto que somos un país pobre. Somos un país rico, desangrado por las grandes potencias y las multinacionales, que se llevan el trabajo de nuestros hombres y nuestras mujeres”. Desde allí se plantaba. Ella supo rápidamente que la dictadura había venido a implantar la miseria planificada y que este objetivo no terminaría con la democracia, sino que había actores que desde las instituciones lo iban a sostener. “Los gobiernos hacen lo que les parece posible y los pueblos tenemos que hacer lo imposible. Eso queda en nuestras manos”, decía Hebe y dejaba clara su perspectiva.
Con este paradigma, las Madres se convirtieron en un símbolo mundial de lucha, de organización, de dignidad. El pañuelo blanco es un ícono universal. Pero incluso en esa escala global, hubo por parte de Hebe una conciencia clara del rol que ella quería desempeñar: “No hay que permitir que te endiosen, hay que conservar las chinelas, las zapatillas… Cuando la gente me aplaude mucho, a mí no me gusta, porque lo único que pasa es que te alejan de ellos. Yo siempre atendí a todo el mundo. Podés ser diferente, pero sin dejar de ser una más”.
Una Madre que escucha Hermética
Uno de los trabajadores que acompañó a las Madres durante mucho tiempo narró alguna vez que en una ocasión entró a la oficina donde estaba Hebe y la encontró sola, escuchando Hermética. Invito fervorosamente a quien lea este artículo a abrir una pestaña en su navegador, ir a YouTube y poner una canción de la banda, cualquiera, para dimensionar de qué se trataba esta mujer. No los estaba escuchando porque fuera esa su música predilecta. Sabía que los jóvenes seguían a ese grupo y quería oírlos para entender por dónde venía la mano, para acercarse a ellas y a ellos. Una referente que nació parida por unos hijos jóvenes y que nunca dejó de entender a la juventud como un interlocutor fundamental. Con más de 90 años seguía siendo su interés hablarle a los pibes, a las pibas, no ser nunca una persona situada en el pasado. De hecho, el último jueves de la dictadura fue Hebe quien dijo que la verdadera lucha empezaba el jueves siguiente. Siempre la memoria fue para ella el lugar desde el cual discutir el presente y el porvenir.
La semana pasada en Plaza de Mayo, sus compañeras caracterizaron a Hebe como un fuego infinito. Enemiga del posibilismo y del status quo, ella gritó siempre: “Por más que no les guste, estamos. Por más que nos pongan mil milicos delante, estamos. Por más que nos quieran tapar, estamos. Y si nos matan, seguiremos estando.” Hebe condensó en su lucha una alquimia en donde la revolución se construía todos los días, y en donde era clave no olvidar el origen. Así reflexionaba en una entrevista algún tiempo atrás: “Un día estaba mirando un programa de televisión sobre una gente que iba a Itatí, a la procesión. Ellos tenían que ir por el río, entonces llevaban un bote a motor para los niños y los demás, los hombres, iban a remo. Resulta que el muchacho que ponía a los niños en el bote a motor vendía leña para comprar la nafta, se organizaban durante todo el año para llevar a los chicos ese día. Y en eso el periodista que estaba haciendo el informe le pregunta al muchacho: ‘¿Y usted a qué va a Itatí?’ ‘Yo, a agradecer’, le dice el hombre. Y tenían 4 chapas, no tenían casa prácticamente. Y yo me dije: ‘Si este tipo va a agradecer, ¿yo quién soy para no creer?’”.
La trompada y la caricia
Un puñado de mujeres se ponen en las cabezas los pañales de sus hijos y salen a enfrentar, en plena dictadura militar, a los poderes más feroces de la región. No es el storyline de una peli de ficción. Es la historia argentina. Hebe, quien falleció el pasado domingo en la ciudad de La Plata, había dicho alguna vez: “Siempre se van los imprescindibles, pero quedan los discursos. Si vos querés, y los escuchás, son como libros”. Es ahora su voz la que será oída una y otra vez cuando falten respuestas. Decía ella que lo primero que se olvida de los hijos es la voz, “cuesta mucho recordarla, ese ‘Hola, mamá’, se te olvida. Tenés que esforzarte para volverlo a escuchar, es muy lindo, como una canción… yo me propongo que me aparezca, y me aparece”. Hebe lograba volver a la voz de sus hijos y seguramente las generaciones por venir volverán a la suya. A la claridad de esa mujer que tenía el don de la trompada y de la caricia, que decía que cuando se ponía el pañuelo era como un abrazo de sus hijos, esos que la llevaron a recorrer las plazas del mundo. Porque, se sabe, las Madres los jueves van a la Plaza. No sólo si están en Buenos Aires. En donde sea que las agarre ese día de la semana, se buscan una plaza y ahí están, caminando juntas. El pasado jueves, las cenizas de Hebe fueron esparcidas en la que era su casa. Ahora ella está en Plaza de Mayo, para siempre.
*Las citas de Hebe que conforman este texto fueron tomadas de diversas entrevistas que le realizaron a lo largo de los años el Ministerio de Cultura, la Televisión Pública y Canal Encuentro, que están publicadas en sus respectivos sitios.
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