Detrás de las máscaras
La muestra del fotógrafo Pablo Piovano viaja a las profundidades del pueblo mapuche
La chispa de la curiosidad nació en Pablo Piovano en 2017 con la desaparición de Santiago Maldonado. “La conmoción de volver a tener la figura del desaparecido me hizo preguntarme por quien había dado la vida y por quiénes eran los mapuches. No sabía casi nada de ellos”, cuenta el fotógrafo. La chispa se multiplicó el 25 de noviembre de ese año, mientras velaban a Maldonado: un integrante del grupo Albatros de la Prefectura Naval asesinó por la espalda a Rafael Nahuel, un joven de 22 años de la comunidad Lafken Winkul Mapu en Río Negro. Y se hizo fuego un año después, el 14 de noviembre de 2018, cuando un carabinero chileno mató de un tiro en la cabeza al comunero mapuche Camilo Catrillanca, en La Araucanía.
Piovano acababa de sacar un pasaje para Santa Cruz. Iba a explorar con su cámara las minas de carbón, parte de un proyecto sobre “zonas de sacrificio”, que incluía a Vaca Muerta y las salmoneras y a empresas forestales de Chile. “Al enterarme de la muerte de Catrillanca, llamé a un periodista que no conocía demasiado, Maxi Goldschmidt. Lo pasé a buscar a la una de la mañana en mi auto y 24 horas después estábamos en La Araucanía”, recuerda.
Pablo y su compañero llegaron al tercer día del elugun, los funerales de Catrillanca. “Fue como viajar 400 años hacia atrás en el tiempo. Estaban en un espacio muy abierto, con las montañas atrás. Había muchas familias, cada una cocinando algo, y el cuerpo de Camilo al aire, mirando al cielo. Eran 4.000 ó 5.000 personas, incluidas todas las autoridades mapuches. Lo despidieron como a un weychafe, un guerrero”.
Entre los periodistas presentes, “los que entraban sin pedir permiso, no la pasaron bien”. Les presentaron al padre de Camilo, Marcelo. Después de hablar un rato, les dijo: “Tienen libertad de acción: digan la verdad”.
Esa verdad es Mapuche, el retorno de las voces antiguas: 90 fotos en blanco y negro sobre el pueblo, sus costumbres, la convivencia con las empresas extraccionistas en su propio suelo y la represión de la fuerzas de seguridad. Están los cielos, las montañas, el agua y el fuego. Están las ceremonias, la vida cotidiana y los retratos. Están las tanquetas del grupo Jungla, custodiadas por un soldado con casco y pañuelo palestino al cuello. Y también hay espacio para el realismo mágico en los ojos de un hombre, que parecen disparar rayos de luz mientras sostiene un hacha, una rama en el agua protegida por el reflejo del sol, una hoguera en el medio del campo que despide rayas hacia todos lados.
Piovano hizo siete viajes al Wallmapu, el territorio del sur de la Argentina y Chile que los mapuches reclaman como propio. Esa primera vez se quedó un mes: “No dormimos en hoteles. Intentamos estar cerca de ellos para aprender la complejidad del pueblo. Por eso pasaron cuatro años antes de presentar el trabajo”, dice.
Anduvo por caminos donde se ven carteles que indican una “recuperación territorial”, que hoy “está anclada en lo profundo del pueblo: lo saben los niños y los adolescentes. Después del asesinato de Catrillanca, chicos de 14 y 15 años tomaron el liceo durante dos semanas”. Pero esos chicos también pueden entender una metáfora cruda: el liceo donde estudió y militó Camilo en Pailahueque fue transformado en una base de la policía militar.
En la entrada a cada zona recuperada hay un retén policial. “Amedrentan constantemente a las comunidades, cuenta Piovano. Escuchábamos tiros, entraban todo el tiempo y los mapuches hacían sonar la trutruca para avisar. Habían armado el grupo comando Jungla, entrenado en Colombia”.
Los chicos también están aprendiendo el mapudungún, el idioma mapuche, que llegó vivo hasta la generación de las abuelas, pero dejó de transmitirse durante la dictadura de Augusto Pinochet.
El machi Juan Queupumil mira al frente en una de las fotos. Rodeado de oscuridad, su rostro serio aparece en escorzo; se adivina el pelo largo. “Los machis (líderes espirituales, chamanes o curanderos) cumplen un rol muy importante, porque sin espiritualidad ni territorio el mapuche no puede ser”, dice Piovano. La figura del machi aparece en un mismo linaje, en alguna generación. Tiene peuma, sueños que hacen que se los pueda reconocer, y de chicos se enferman al borde de la muerte. “Luego se empoderan. Los espíritus los apoyan y son un canal para curar a su gente. Y curan”, afirma Piovano.
Las campañas militares contra los mapuches en la Argentina y Chile ocurrieron al mismo tiempo. La Campaña del Desierto logró exterminar o expulsar a casi todos. No pasó lo mismo con la “pacificación” de la Araucanía. Del lado chileno, sobreviven cantidad de machis. En la Argentina volvió a haber una machi después de 80 años: Betiana Colhuan Nahuel, una de las cuatro mujeres en prisión domiciliaria en la Ruka Mapuche, en Bariloche, luego del desalojo de la ruta 40 a principios de mes.
El fotógrafo acompañó a la machi Millaray Huichalaf en un día de trabajo. La mujer amanece con filas de gente frente a su casa, unas 20 personas con su botellita en la mano, esperando lawen, la medicina. “La acompañamos a buscar una plantita. Caminó 45 minutos por subidas y bajadas hasta una cascada. Agarró 4 ó 5 hojitas, pidió permiso, hizo la rogativa y entregó alimento a cambio”, recuerda. Su comunidad está en lucha contra la empresa estatal noruega Statkraft, que en 2019 comenzó a construir una represa hidroeléctrica en el río Pilmaiquén.
Piovano inauguró su muestra en el Centro Cultural Borges acompañado por el ministro de Cultura, Tristán Bauer, y las Madres de Plaza de Mayo Nora Cortiñas, Taty Almeida y Vera Jarach. Allí afirmó que los mapuches nos demuestran a los huincas cómo vivir si no queremos destruir el planeta: “Ellos están custodiando los recursos naturales. No se les ocurre explotarlos como al huinca. No piensan cómo hacerse ricos ni generar divisas. Saben que necesitan que el agua sea libre para seguir viviendo. Esa relación, de sentido común, nos debería hacer tomar conciencia en este tiempo de calentamiento global riesgoso para la humanidad: ellos la tienen”.
En sus viajes, Piovano aprendió que los mapuches “se hacen respetar y no piden nada de rodillas”. Resistieron cuatro invasiones en su historia: la de los incas, la de la Corona española, la de la conformación de los Estados argentino y chileno y, ahora, la de las corporaciones. A diferencia de otros pueblos originarios, “dan un paso al frente para exigir lo que es suyo sin tantas charlitas de café: eso, en este tiempo, es luminoso”.
Pero lo más parecido a un arma que aparece en las fotos es un wiño, un bastón que usan para distintas cosas, incluso el palín, un juego parecido al hockey. “Se defienden con eso y con piedras. Pero en algunas zonas, la Coordinadora Arauco-Malleco (CAM) tiene una estrategia militar: hace sabotajes muy puntuales, sobre todo contra las forestales. Cuando entran a su territorio, les prenden fuego a los camiones”.
–¿Qué pasa en la Argentina?
–Acá es otra cosa. El Ministerio de Seguridad, con Patricia Bullrich, empezó a generar un enemigo interno con el espejo de Chile. Pero acá no existe: no hay tantos mapuches y recién están despertando. Están haciendo el mismo proceso, pero en otro estadio.
Piovano asegura que “en el sur están todos los servicios de inteligencia. No estoy seguro de que el ataque al puesto de Gendarmería lo hayan hecho ellos. De todas maneras, sufren una persecución enorme frente al puñado de personas que son, tratando de vivir en paz”.
Como ejemplo de doble vara, pone a las 900.000 hectáreas de tierras mapuches de Benetton, o que Joe Lewis no deje acceder al Lago Escondido y que la provincia de Río Negro haya apelado el fallo para abrir el camino de acceso.
El fotógrafo se acercó hasta Vaca Muerta, en Neuquén, para retratar a la comunidad Futa Trayen. Son una familia de no más de 15 personas, que vive a 20 kilómetros de Añelo, justo donde empieza el gasoducto Néstor Kirchner. “Significa mucha violencia sobre su territorio ancestral. Podemos pensar que Vaca Muerta beneficia al país en términos económicos, pero hay una parte que nadie cuenta y me interesaba indagar. El fracking le hace mucho daño al ambiente. Hay una enorme cantidad de terremotos en un pueblo cercano que empezaron con las fracturas de Vaca Muerta. Hay que consultarle al agua y a la tierra cuál es el camino”.
“Este fue el trabajo más difícil de mi vida”, dice Piovano, que ganó el premio de fotoperiodismo Philip Jones Griffiths por su obra El costo humano de los agrotóxicos. “No les gusta que los fotografíen y no es un pueblo vistoso, como otros que pueden usar plumas, disfraces y el torso desnudo, además de que muchos están en la clandestinidad. Ellos tienen algo antiguo, más profundo”, asegura. “No podía hacer buenas fotos rápidamente, admite. Por la cuestión estética y porque es un pueblo cerrado que desconfía del huinca: lo primero que piensan es que sos un servicio de inteligencia”.
Quizás algo de esa profundidad se exprese en una de las imágenes más impactantes de la muestra: cinco chicos en diferente plano miran a cámara. Algunos con poncho, otros con campera. De fondo se ve que están en un cementerio. Todos llevan máscaras: son artesanales, pero de alguna manera remiten a las películas de terror hollywoodenses. Aunque Piovano explique que las máscaras se usan para el baile del purrún, donde imitan los movimientos de un pájaro, no hay una lectura clara: ¿es un juego, es un lamento? ¿Qué nos quieren decir esos chicos, si es que nos quieren decir algo?
Mapuche, el retorno de las voces antiguas.
De miércoles a domingos de 14 a 20 hs. en el Centro Cultural Borges, Viamonte 525, Buenos Aires.
Hasta el 20 de noviembre.
Entrada gratuita.
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