Dos libros escritos por Horacio González durante los últimos años de vida, Humanismo, impugnación y resistencia (Colihue 2021) y Fusilamientos, muerte en primera persona (Colihue 2022), pueden ser leídos a partir de una fuerte gestualidad ética e intelectual que enhebra su escritura y desafía a sus lectorxs.
La actitud que predomina en Humanismo es la propuesta de una práctica de pensamiento capaz de revisar los supuestos sobre los que descansa aquello que se afirma o se pretende afirmar. El empleo mismo de la noción “humanismo”requiere de una serie interminable de aclaraciones en torno a las notables refutaciones que le han propinado las filosofías anti-humanistas y post-humanistas, y también a la desbordante lista de horrores llevados a cabo en nombre de lo humano. Por lo que la propia postulación de un programa de lecturas bajo el nombre “humanismo” implica una reformulación que busca incluir en ella una pérdida definitiva de plenitud, y apoyarse en una disposición a incluir todas las objeciones sin las cuales el propio humanismo carecería de interés. De modo que es prácticamente la entera teoría social la que puede ser así considerada bajo el término “humanismo”, a condición de que su apropiación permanezca atenta a una continua puesta en revisión de sus propias premisas. Se habla de “humanismo” como de una aptitud para “investigar sus propios soportes retóricos, sus procedimientos de escritura y ver en ellos la posibilidad de recrear una lengua universal, que mueva nuevamente las pasiones íntimas y mundanas de lo político”. En una nota al pie, González escribe que hay en Borges “una capa que es estructuralista, otra capa fenomenológica, otra que es nominalista, otra capa que es políticamente irrevocable y otra, última, la negación de todas las demás capas”. Es decir, una multiplicidad cuya capa última vuelve sobre las demás poniéndolas en duda. La actitud de González en Humanismo tiene un cierto parecido. Propone una multiplicidad de capas cuya “última instancia” sería menos la de la negar –o afirmar– a las demás, y más la de someter a todas ellas a constante evaluación.
En su último libro, Fusilamientos, González propone un gesto de doble substracción respecto de los modos de matar del Estado y de la Revolución.Su gesto, diáfano en las últimas páginas, es el de la deserción. Después de repasar dos siglos de fusilamientos argentinos (de Liniers a Camila O'Gorman y de Dorrego a la Patagonia trágica, de Trelew al Estado Terrorista, de Severino Di Giovani al general Valle y los obreros peronistas en el célebre basural de José León Suarez, de los militantes de la guerrilla del EGP al mando de Masetti al general Aramburu), constatando una degradación de las prácticas ritualizadas del asesinato estatal, González piensa en el soldado reclutado por los ejércitos argentinos del siglo XIX que oscilaba entre la carga del fusilamiento y la huida a la frontera. A la interpelación al heroísmo, que aquellas tropas recibían de boca de jueces y generales, le contrapone el gesto del sujeto que huye –no necesariamente en acto cobarde– movido por la curiosidad y el deseo de “explorar qué había del otro lado de la vida militar”, por más que la fuga deba ser hecha apretando los dientes al abandonar la tierra propia.
En el origen de este libro sobre fusilados hay un episodio que viene a cuento: durante la campaña electoral de 2019 González realizó declaraciones públicas sobre la conveniencia de dar curso a una historiografía comprensiva de la lucha armada durante la década del ‘70. Por esas palabras, el autor de Restos pampeanos fue literalmente lapidado por el complejo mediático y político que regula los límites de lo decible en el plano de lo colectivo. La lapidación mediática –complementaria o sustituta del fusilamiento, según las épocas– responde a la estructura de justicia comunicacional que decide de antemano aquello sobre lo que se puede y no se puede pensar verbalmente. ¿Asumía González el lugar de un lapidado que habla? Más bien el de quien realiza ejercicios de comprensión en un contexto en el que –a pesar de la derogación de los fusilamientos del código militar– la lapidación mediática se combina con el gatillo fácil.
La deserción a la que se refiere González debe tener seguramente varios sentidos, pero al menos uno de ellos –referido a ejércitos y fronteras–admite ser interpretado como un acto de substracción doble, en la que el sujeto desea preservarse de ser fusilado, pero también de quedar del lado potencial del fusilador. Al círculo de los fusilamientos –presente en la historia del Estado y de la Revolución– opone González la añoranza–dolorosa y preferible– de explorar otras tierras.
Dos actitudes, entonces, que no conducen a la imposibilidad de afirmar, sino más bien a un tipo de afirmación que trata de modo íntimo con la indeterminación. Lo no sabido de lo humano –de cada quien–, y aquello a lo que nos empuja un destino incierto.Se trata por tanto de actitudes que remiten a un régimen de afirmaciones en estado de perpetuo sometimiento a revisión y a fuga. Un humanismo no tan humano (lo único que provoca fervorosa adhesión respecto de lo humano en González es, precisamente, todo aquello que es pasible de replanteo), y una huida que no se confunde con el miedo, aunque sí reconoce el temor siempre presente, pese a que el motor del raje sea la curiosidad.
Avancemos un poco más. El régimen de afirmaciones que le atribuimos a González lo lleva en Humanismo a preguntarse si es posible “ser anticapitalista sin mantener una posición anti tecnológica y anti producción en serie”, y cuestiona a Mark Fisher por su modo de ligar –en su libro Realismo capitalista– tecnología y deseo. ¿Qué quiere decir que el capitalismo semiótico sea una “máquina de deseo” que opera mediante la “seducción de la mercancía”? Es este tipo de cuestiones lo que anima el sistema de interrogaciones que formula González: ¿gozan las descripciones más agudas e interesantes del capitalismo de la información de un aparato crítico de aquello mismo que describen? O de otra forma: ese aparato crítico, sin dudas presente en la descripción misma (al menos en el caso de Fisher y otrxs), ¿es capaz de poner en juego a la vez la auto-revisión de esa formas del deseo? ¿Dan estas postulaciones del pensamiento crítico “una dimensión de peligro sobre sí mismo” similar a la que el humanismo aprende a tener sobre sí mismo?
El pensar del humanismo, en la actitud que González le confiere, no es solo un ejercicio de la crítica, sino uno en el que la crítica debe experimentar “un toque de atención sobre el mismo acto de pensar”. Si la alianza entre capitalismo de la información y deseo se asienta en el confort, o más precisamente en el “temor a contraponernos a semejantes comodidades” –pero también a “hacer el ridículo” convirtiéndonos en los enemigos de la aplicación del teléfono móvil–, permanecen impensados los modos de la crítica de semejante economía política del deseo en el lenguaje.
El problema de una crítica de la economía política del lenguaje reaparece también al examinar las formas en que la izquierda se ha planteado–en Oscar Masotta y en León Rozitchner, por ejemplo– su propia relación con el leguaje de la derecha. Del artículo de Masotta “Roberto Arlt, yo mismo”, González cita un fragmento sobre la necesidad de “arrancarles a los escritores de derecha el uso exclusivo” que hacen de nociones como “destino” (Muerte, Violencia, Locura o Suicidio), que simplemente “existen en el mundo” y están por “todos lados” y por tanto persisten como temas reales para las izquierdas. En ese mismo párrafo Masotta pone como ejemplo de este tipo de apropiación a León Rozitchner “cuando afirma con desprecio que hay más filosofía en su libro sobre Playa Girón que en toda la filosofía universitaria”. Es decir que en su libro Moral burguesa y revolución Rozitchner estaría leyendo desde la izquierda temas que en el pasado fueron de derecha. Y sin embargo González advierte que “Rozitchner siempre fue adverso a ese pasamanos”. En su artículo “La izquierda sin sujeto” –dice González de Rozitchner–, la izquierda es presentada menos como una subjetividad desde la que arrebatar ideas a la derecha y más como un proceso inacabado, a la búsqueda de un modo de vida distinto al que la derecha impone. “Mi tránsito a la izquierda”–cita González un fragmento de Ser judío de Rozitchner– sería una “cuestión de índice”. Ser judío como aquello que puede reconocerse como marca de pertenencia a un mundo histórico en que el judío experimenta la mirada del antisemita, esa “inhumanidad en lo humano” que también sienten otros y otras, abriendo un espacio común en una vida resistente o de izquierda. Este tránsito a la izquierda –concluye González– “no sería un destino sino un signo”.
Esta cuestión de los modos de incautaciones cruzadas del lenguaje entre derechas e izquierdas lo lleva a González a preguntar por la actualidad: ¿qué toma ahora la derecha del mundo lingüístico de las izquierdas clásicas? ¿Y quién sería hoy el “libertario”, término capturado por la derecha más reaccionaria para designar ya no aquel que hace de su vida un gesto renuente a la obediencia a los poderes, sino más bien a quien aprueba “un arte movilizador callejero de las derechas”? Lo que las neo-derechas descubren en este sistema de capturas del lenguaje de la izquierdas es una “escisión entre la vibración emocional de una palabra y su contenido tradicional”, que les permite apropiarse “desprejuiciadamente de signos de izquierda” (comenzando por la palabra revolución y por “desobediencia civil, anti-estatismo, movilización juvenil”) desmontando cualquier forma de respaldo ontológico, “toda forma del ser en su presencialidad social”. Son las derechas neonazis quienes “toman ahora burlonamente a su cargo, bajo su cinturón de protección étnica, no para complejizar sus conceptos, sino para anular los distintos estamentos que hacen posible la lengua y legible el mundo, el vasto arsenal de los enunciados de las viejas y nuevas izquierdas”. Un mínimo de ontología sería, por tanto, un lazo de lo verbal con la historicidad de luchas y legados, en resistencia a normalizar el habla colectiva sobre base de puras relaciones sociales de mercado. O, como diría el spinozista Henri Meschonnic, una carga afectiva del cuerpo en el lenguaje.
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