Antiperonismo, odio, y revancha
Conviene no subestimar la violencia que encierran las bravatas del gorila
"…para combatir hay que odiar a los enemigos”
Jorge Luis Borges, en Diálogo II con Osvaldo Ferrari
“…el país cayó en poder de un bailarín de quilombo”
Jorge Luis Borges, op. cit. en Borges de Bioy Casares
En los últimos años distintos sectores de las derechas locales fueron protagonistas de importantes manifestaciones con mucha cobertura mediática y manija política. Es una derecha hecha con muchas derechas, porque la derecha también llegó a ser transversal, no está hecha solamente con los valores de las elites sino con el resentimiento de los sectores medios, con la sobreidentificación a los valores de las clases altas. Porque en esa derecha caben los chacareros y la burguesía financiera, pero también la arrogancia del doctor, el periodista exitoso de la gran empresa, la buena víctima interpretando el papel de la víctima, el vecino alerta y delator, el tachero ladino que se las sabe todas y la maestra indignada, los antivacunas flemáticos y los jóvenes iracundos y desorientados de sectores populares. Como Frankenstein, es un cuerpo hecho con restos de muchos cuerpos putrefactos, algunos de los cuales surcan la historia desde hace bastante tiempo y se mueven, parafraseando a Rodolfo Walsh, como patrullas perdidas, esperando el momento para dar rienda suelta a la pirotecnia verbal y las patadas voladoras.
En estas marchas las expresiones de odio fueron la moneda corriente. Las guillotinas, las horcas y las bolsas mortuorias colgando de las rejas de la Casa Rosada, las carteladas con consignas espeluznantes añorando las peores desgracias, llenas de improperios y clisés, acompañadas siempre con los gritos guturales y el tachín-tachín de los caceroleros que no pueden coordinar un solo cantito, fueron la parafernalia que utilizaron sus manifestantes para expresar los sentimientos más íntimos y profundos, que van fermentando frente al televisor. Son acciones colectivas y beligerantes, en las que no se sabe dónde termina la expresión y dónde comienza el odio. Acciones hechas con muchos repertorios de beligerancia, porque son manifestaciones que han sabido apropiarse de repertorios previos que alguna vez tuvieron otros protagonistas, es decir, otras partituras, otras consignas, y otras finalidades.
Gorilismo perenne
La violencia puesta en juego en todas aquellas convocatorias es la expresión de un gorilismo perenne, que se trasmite de generación en generación. En la Argentina no existe el antisemitismo porque existe el antiperonismo, pero cumple la misma función que ha tenido históricamente en otros países: es una manera que tienen algunos sectores medios y medios altos de reproducir las desigualdades sociales, de autopostularse en el lado del Bien, que se arrogan con mucha pereza y violencia para ejercer la exclusión. Las manifestaciones de violencia son la expresión de la imbecilidad y el terraplanismo que mantiene cautivos a estos sectores. No son opiniones sino pasiones iracundas.
No son gente democrática sino autoritaria, que necesita perderse en una multitud para dar rienda suelta al resentimiento que fue macerando a la sombra de la vida privada, para soltar el odio que entrena todos los días mirando televisión. Quiero decir, el antiperonismo no es fruto de una experiencia previa, sino una idea que permite activar una experiencia. Si el peronista no existiera, el antiperonista lo inventaría. Una experiencia que le permite reproducir un orden social a través del desorden, introduciendo el caos. Porque en realidad, el gorila amaestrado reclama para los otros un orden riguroso y, para él, un desorden sin responsabilidad, quiere colocarse encima de las leyes. No quiere construir una sociedad sino purificar la que ya existe.
Cabezas obtusas
Cuesta averiguar su monstruosidad porque son gente normal y se parecen a nuestro vecino. Sus protagonistas son gente inteligente, incluso muchos de ellos están llenos de pergaminos. Seguramente cada una de sus biografías debe estar jalonada con importantes títulos académicos, éxitos comerciales y viajes por el mundo. Pero también con muchas frustraciones bien disimuladas, mucha evasión impositiva, mucho dólar paralelo. Ahora bien, todo esto no es lo que cuenta, lo importante aquí es que toda esta gente inteligente tiene un problema: son personas que no saben pensar, son perezosas, es decir, no pueden ponerse en el lugar del otro, se creen el centro del mundo y toman la parte por el todo. Su lugar en el mundo ocupa todo el mundo. Se creen el centro del universo y miran el mundo con la soberbia de aquellos que creen que la biografía propia es la medida de las cosas.
Más aún, al no poder pensar de manera ampliada, se vuelven indolentes: son incapaces de sentir las dificultades que tienen otras personas, por eso se abroquelan y empiezan a girar sobre sí mismos, no sea cuestión que un rapto de solidaridad los distraiga de sus intereses exclusivos. Para el antiperonista los problemas del otro no son su problema. Conocemos la cantinela: la libertad de uno termina donde comienza la libertad del otro, vos tendrás derecho a protestar pero yo a circular libremente.
Sus argumentaciones son circulares, pero también derivativas. Basta escucharlos atentamente para entender que su discurso está compuesto de proposiciones que no guardan una relación lógica, que van saltando de un tema a otro tema sin ton ni son. Porque, además, los antiperonistas se la pasan banalizando, borrando las escalas: para ellos todo es lo mismo, más de lo mismo, se la pasan comparando la administración de un país con el almacén de la esquina, y repiten frases que no guardan proporción con la realidad. No les interesa acercarse a la realidad sino reemplazarla con sus opiniones extravagantes.
Cuando decimos que estamos frente a cabezas obtusas no buscamos descalificarlos sino describirlos, haciéndonos eco de una vieja categoría usada por Kant y retomada por Hannah Arendt para nombrar la banalidad del mal, la crueldad que encierran sus bravatas que suelen disimular con buenos modales, autos caros y mucha pilcha top. Decía Kant en su Antropología: el que carece de ingenio no posee juicio, es una cabeza obtusa, un estúpido. Hablar con él es como intentar hablar con una pared. Lo único que nos queda es esperar que se les acabe el veneno.
Un cardumen de pirañas
Pero conviene no subestimar la violencia que encierra cada una de las palabras que despotrican. No hay agresión sin degradación previa, y a través de sus habladurías van creando condiciones para que las fuerzas del orden hagan la tarea sucia. Siempre encontrarán un funcionario o un juez que se calce el sayo y ordene la represión. Su maniqueísmo encuentra en la grieta su hábitat natural y se mueven como pez en el agua o, mejor dicho, como un cardumen de pirañas: se amontonarán donde huelan sangre y cada uno dará su tarascón.
Presos de ira, con un deseo desenfrenado de venganza, están dispuestos a dar el próximo movimiento y pasar a la acción. Porque las personas posesas de odio que marchan hipnóticas son las mismas que defienden, impulsan y practican los escraches, linchamientos y casos de justicia por mano propia. Nunca lo harán solas sino confundidas en una muta de caza. Solo inmersos en la masa, cuando no corran ningún peligro, blindadas por el periodismo, avivadas por sus dirigentes, podrán los antiperonistas redimirse del miedo y su paranoia, dar rienda suelta a los fantasmas que estuvieron evocando durante todos estos años. “Hay que matar al enemigo”, se repiten como un mantra. Hay que “encerrar la yegua”, “se robaron un PBI”, “son todos corruptos”, “viva el cáncer”, “viva la patria”.
Los antiperonistas están en ese plan: creando las condiciones anímicas, sincronizando las emociones antes de lanzarse a la caza o pedir mano dura. Son un puño sin brazo o, peor aún, muchos puños sin pies ni cabeza. Una multitud informe, desquiciada y violenta dispuesta a golpear las puertas que haya que golpear otra vez.
La fiesta del monstruo
Termino con Jorge Luis Borges, alguien que hizo del antiperonismo una fe. Borges es el paradigma del gorila argentino, su mejor arquetipo: una persona muy inteligente, pero que se taraba y le costaba pensar. A los gorilas les encanta compararse con Borges, se ríen y deleitan con Borges, pasean con los libros de Borges bajo el brazo. No dudamos que su antiperonismo se compensaba con una literatura exquisita. Pero las páginas de las que fue autor hay que leerlas al lado de estas otras: palabras que quieren ser irónicas, pero al estar llenas de odio, se convirtieron en estandartes del resentimiento. El gorilismo que comulgaba transformaba a Borges en un matón pendenciero. Borges reemplazó el cuchillo por las frases hirientes. Mal que le pese a los borgeanos, Borges era otro intelectual comprometido, y los términos de su compromiso estaban también llenos de violencia.
En el año 1947 Borges y su amigo Adolfo Bioy Casares escriben La fiesta del monstruo. Una sátira que se completa con otro cuento, El gremialista, y el ensayo L'illusion comique publicado en Sur en noviembre/diciembre de 1955. Un cuento que estaba reescribiendo otros relatos fundacionales de la literatura argentina, un cuento que sería reescrito después en El niño proletario de Osvaldo Lamborghini o Los Mickey de Santiago Llach. El cuento circuló manuscrito y de manera anónima en el Río de La Plata y fue publicado recién por Rodríguez Monegal en Montevideo, en el semanario Marcha, el 30 de septiembre de 1955, días después –como escribe Borges en su Autobiografía– de “la revolución tan esperada”. En ese cuento, que cargan a la cuenta del linaje de Bustos Domecq, Borges y Bioy se ríen del cabecita negra, de sus maneras de hablar y vestir, de las poses y sus gestos, las supuestas costumbres del subproletariado descripto en esos mismos meses por Ezequiel Martínez Estrada en su gorilísimo Qué es esto. Lo hacen exagerando y, como le gustaba a Borges, sacando las cosas de su contexto, metiendo la historia universal dentro de sus propias fantasías, haciendo de los acontecimientos históricos otro apéndice de la literatura fantástica. Escriben: “El primer cascotazo lo acertó, de puro tarro, y le desparramó las encías y la sangre era un chorro negro. Yo me calenté con la sangre y le arrimé otro viaje con un cascote que le aplasté una oreja y ya perdí la cuenta de los impactos, porque el bombardeo era masivo”.
Todo este raid de violencia grotesca que emprende la ménade borgeana fue, antes que nada, una empresa llena de mentiras y disparates organizada a través del aparato de propaganda, y hablada con sus prejuicios de clase. Una empresa que las derechas continúan guionando, produciendo y consumiendo con la avidez de aquellos que solo tienen una idea en la cabeza: la revancha, tomarse revanchas. En otras palabras: lo que Borges y Bioy cargan a la cuenta del peronismo ha sido el comportamiento habitual del antiperonismo. Por eso, estos cuentos, al igual que el anecdotario gorila que puebla el imaginario de las derechas, son una reserva de odio, un depositario de lugares comunes que tienen un único fin: alimentar las pasiones punitivas, continuar cultivando el monstruo que llevan dentro, un monstruo que permanecerá agazapado hasta que lleguen los candidatos correctos y lo interpelen y pongan en marcha.
Se ha dicho que la democracia es una forma de gobierno que puede esterilizar el odio y la ira. Lo hace cuando transforma a los enemigos en adversarios, proponiendo el diálogo paciente e indefinido a la recíproca querella y matanza. Sin embargo, en las últimas décadas, tanto el odio como la ira se han colado otra vez por la ventana o, mejor dicho, por la televisión, las redes sociales y la retórica política. Los regímenes democráticos están cediendo a las tentaciones autoritarias que fomentan y legitiman nuevamente la ira, el odio y la revancha. Como dijo también Arendt, la violencia llega cuando nos quedamos sin palabras, y las derechas hace rato se quedaron sin palabras, renunciaron al diálogo y clausuraron los debates. Compensan la pérdida de poder y prestigio con violencia, apostando una vez más a las distintas formas de violencia.
Este artículo fue escrito antes del atentado contra la vicepresidenta CFK.
* El autor es docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor entre otros libros de Temor y control; La máquina de la inseguridad; Vecinocracia: olfato social y linchamientos; Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil y Prudencialismo: el gobierno de la prevención.
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