Chamuscada
Posibles repercusiones de la insoportable canícula boreal y del clima político argentino
Hubo que pasar el invierno. Y la estación fría está trascurriendo por sus tramos finales con el grueso de la sociedad civil sobrellevando un estado de ánimo por el piso. Las encuestas así lo constatan. De momento, es la consecuencia colectiva más palpable de que la plata no alcanza a raíz de que la inflación avanza y la compensación para los ingresos corroídos por los precios soliviantados –objetivamente– llega tarde, mal y poco. Para estar como queremos, al clima social se le suma el reporte meteorológico. Por el fenómeno de La Niña vamos por el tercer año con menos lluvias que las habituales en la Pampa gringa, lo cual aminora alrededor de una quinta parte de la superficie sembrada de trigo. El pan nuestro de cada día viene complicado.
¿Habrá que pasar el verano? Comencemos por la atmósfera. En la canícula boreal ocurrieron eventos simultáneos de calor extremo y sequías, tanto en Europa como África Oriental y los Estados Unidos. Para no ser menos, China entró al horno. Durante 70 días seguidos, el calor extremo y la sequía estuvieron cocinando a una gran parte del sur de ese país. La zona noroeste también fue afectada. Fueron temperaturas características los 34 grados para arriba, con persistencia entre 41 y 43 grados. El récord también fue geográfico porque las temperaturas superiores a 40 grados abarcaron una superficie china similar a media Argentina. En esas regiones de China viven 100 millones de personas. Los meteorólogos afirman que este episodio de tan larga duración no tiene antecedentes desde que en China se llevan registros de datos climáticos, y tampoco en ningún otro lugar del mundo. Entre estos y otros científicos dedicados a distintos aspectos del medio ambiente, el gran debate obvio es cuánto contribuyó el cambio climático a este desastre.
La larga ola de calor ha coincidido con una severa sequía que ha vaciado ríos y lagos y ralentizado parte de la producción hidroeléctrica de China. El golpe a la cadena global de proveedores no es menor. El año pasado, alrededor de la mitad de la producción de arroz de China provino de las áreas ahora bajo sequía. Los cortes de energía hidroeléctrica pegaron de lleno en la producción de cobre, polisilicio, litio y aluminio. Esto sucede cuando, según datos de la UNCTAD (Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo) citados por el Wall Street Journal, en el valor del total de las exportaciones mundiales China explicaba el 13% en 2019 y subió a 15% en 2021. Los otros grandes exportadores –los Estados Unidos, Alemania y Japón–, sumadas sus caídas en la participación del valor mundial de las exportaciones durante el mismo lapso, explican casi todo el ascenso chino.
Desglobalización
No hay lugar a dudas de que, en todo sentido, la desglobalización viene levantando temperatura. Uno de los problemas que tiene el aserto es que, en la terminología corriente, las ambigüedades que impregnan un concepto están en razón directa a su difusión. La trajinada categoría globalización lo confirma. Globalización es la recaída del imperialismo en invertir en el exterior para zafar de la depresión interna. Ocurrió durante cuatro centurias, desde que el disparador primigenio se activó en el norte de Italia en el siglo XV. Así se expandió el capitalismo en el globo ante cada crisis y como salida para la depresión en busca de nuevos mercados. A fines del siglo XIX, tales exteriorizaciones dejaron de ser necesarias porque las clases trabajadoras de los países hoy llamados desarrollados lograron salarios y reivindicaciones que posibilitaban que su mercado interno, así ampliado, pudiera absorber las nuevas inversiones e, incluso, engullirse parte del poco capital disponible en la periferia, cuyos trabajadores no lograron que sus ingresos los librasen del nivel de subsistencia.
Tras la crisis de 2008, afianzando una tendencia intermitente que tenía algunos lustros –pero que desmentía poco lo que acontecía en esta materia desde hacía un siglo–, las grandes corporaciones multinacionales enfilaron para China con todo y algo más. No habría habido necesidad, si hubieran negociado la recuperación con sus trabajadores. Pareciera que la presión de acordar bajo la amenaza de que si no venía el oso ruso en los años de la Guerra Fría, los mal predispuso para llegar a un acuerdo razonable con los sindicatos, cuando el Muro era un lejano recuerdo. Se les fue la mano, y Donald Trump fungió del síntoma del no va más (al igual que Joe Biden, aunque se manifiesten de formas muy diferentes). Esgrimir los números del comercio mundial para decir que, dada la prominencia de que las exportaciones explican el 25% del PIB mundial es imposible que la globalización vuelva para atrás, es desentenderse del proceso descripto. Tres quintas partes de ese total de exportaciones son bienes de capital e insumos, ambos rubros muy inflados por el proceso chino, justamente lo que ahora se está enfriando en una atmósfera física muy caldeada.
Quizás lo que proporcione una idea más acabada de lo que significa para la periferia este reacomodamiento en la economía más grande y más avanzada tecnológicamente del mundo sea la Esperanza de Vida al Nacer (EVN). La EVN es un indicador que pronostica sobre los datos actuales cuántos años viviría una persona al momento de nacer. El martes 23 de agosto, el Centro Nacional de Estadísticas de Salud de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC) de los Estados Unidos, publicó un informe en el que analizó datos de 2020 y encontró que la esperanza de vida bajó en ese país. Los responsables del informe dijeron que los principales impulsores de la reducción de la esperanza de vida fueron las “lesiones no intencionales”, como las sobredosis de drogas y el Covid-19. A nivel mundial, se registraron más muertes por coronavirus en 2021 que en 2020: las muertes superaron el número de 2020 a mediados de junio del año pasado.
La esperanza de vida en los Estados Unidos en 2020 se calculó en 77 años. Se redujo en 1,8 años respecto a su valor anterior. Es la mayor caída en la esperanza de vida de los Estados Unidos desde la Segunda Guerra Mundial, cuando la cifra se redujo en 2,9 años en un período de 12 meses. A todo esto, la última encuesta del mercado laboral realizada por el Banco de la Reserva Federal de Nueva York, con datos de julio, indica que el nivel de pago más bajo que los estadounidenses (sin título universitario) estarían dispuestos a aceptar para un nuevo trabajo, aumentó un 5,7% con respecto al año anterior (72. 873 dólares anuales). Para los que tienen título universitario, el piso lo sugiere el decreto del miércoles 24 de agosto de Biden, por el cual el gobierno federal cancelaría miles de millones en deuda estudiantil contraída por los graduados para hacer la carrera en las universidades donde estudiaron y se recibieron. El gobierno pagará hasta 10.000 dólares por deudor, siempre que la persona gane menos de 125.000 dólares al año, o esté en un hogar que gane menos de 250.000 dólares anuales.
La señal de que la crisis política por la que están atravesando los norteamericanos se va superando la va a dar el aumento de la EVN, para lo cual estos pisos salariales van a tener que subir por encima de la inflación. Esto significa que para que el excedente no se lo absorba esta potencial exacerbación del mecanismo del intercambio desigual, la periferia debería actuar en consecuencia en aquellos pocos países donde hay margen para ello, entre ellos, la Argentina. El margen lo da la capacidad de producir energía y alimentos. Como estableció el economista greco-francés Arghiri Emmanuel al formular el enfoque del intercambio desigual: lo anterior significa que el relativamente alto nivel de vida en los países industriales se debe, al menos en parte, al hecho de que el resto de los trabajadores del mundo trabajan por salarios exinanidos —faltos de vigor— para producir algunas de las materias primas y algunos de los bienes de consumo que absorbe el mundo desarrollado. En última instancia, se debe al hecho de que existe un grupo particular de personas, básicamente dotadas con las mismas facultades físicas y mentales que poseen sus pares del centro y por lo tanto capaces de manejar las herramientas modernas, sin tener las necesidades actuales o sin ser capaces de sacar el máximo provecho de la situación. Eso es a lo que se llama explotación de un país por otro y eso es lo que lleva a afirmar que las clases trabajadoras de los países industriales participan de tal explotación. Una vez activado, este proceso se hace acumulativo. Los bajos salarios dan lugar a una transferencia de valor desde los países atrasados a los países avanzados, y esta pérdida reduce, a su vez, el potencial material de una futura mejora en sus salarios. En contraste, esto provee, en los países receptores, con la necesaria potencialidad para que las concesiones de los empleadores amplíen aún más la brecha entre los salarios nacionales. Esta ampliación de la brecha empeora la desigualdad del intercambio comercial, y, eventualmente, el valor resultante transferido.
Queimada de oferta
Claro que los años de los años que lleva la lucha de clases en el centro, desentendiéndose de la demanda efectiva y trompeteando aquí y allá el más cerrado ofertismo –lo cual se trasmite prolijamente a la periferia–, ha dejado como saldo la fe puesta en que el freno y reversa a los capitales exudados por las corporaciones multinacionales se logre mediante subsidios a la producción. En algún momento del provenir, dada la infectividad relativa de esa política ofertista (puesto que la inversión es una función creciente del consumo), es previsible que las tensiones y contradicciones que se vivirán resulten importantes. Hasta entonces, se continuará atravesando la fase que comenzó ahora, en la que los subsidios norteamericanos a la producción son más enormes que de costumbre. Lo que de paso sugiere, hablando en plata, que la Organización Mundial del Comercio (OMC), el árbitro del mercantilismo de nuestros días –por obra y gracia de los norteamericanos–, pinta para seguir en barbecho por largo tiempo, hasta que vuelva a ser de utilidad, lo que no parece ni siquiera mediato. Los gorilas argentinos, vocacionalmente librecambistas, no están atravesando su mejor momento global, aunque están lejos de resignarse. Siempre temibles para los intereses de los mayorías, este descuelgue los vuelve más peligrosos aún.
La administración Biden le viene dando duro y parejo a los subsidios a la oferta. El incidente con China provocado por el viaje a Taiwán de la speaker Nancy Pelosi, donde arribó el 3 de agosto, es parte del asunto. Taiwán fabrica el 90% de los semiconductores más avanzados del mundo. Esa manufactura ya comenzó a regresar a los Estados Unidos, aunque llevará su tiempo bajar de ese podio a Taiwán. El martes 9, Biden firmó la llamada “Ley Chips y Ciencia”: 52.700 millones de dólares de subsidios para las empresas y 250.000 millones de dólares para investigación y desarrollo. Tras la puesta en vigor de la ley, Biden dijo que “el futuro de la industria de los chips se hará en los Estados Unidos”. Los republicanos critican que la ley no es suficientemente dura contra China y es corta de subsidios. Además acusaron a Pelosi de haber comprado acciones de empresas de chips días antes de que se promulgue la ley. En el ámbito de la Unión Europea se puso en vigencia una medida similar para pagar el pasaje de regreso de las empresas, que involucra subsidios por algo más de 50.000 millones de dólares.
El Presidente Biden promulgó el martes 16 de agosto el paquete de subsidios de 740.000 millones de dólares conocido como Ley de Reducción de la Inflación, que incluye disposiciones que aumentan los impuestos a las grandes corporaciones, abordan el cambio climático y reducen los costos de la salud para los particulares. Se destinan 370.000 millones en iniciativas para promover la energía limpia y reducir las emisiones de gases de efecto invernadero. Nunca antes se votaron tantos fondos para ese fin, que en la práctica implican miles de millones de dólares en subsidios para plantas de vehículos eléctricos de alta tecnología. Esto se suma a lo mucho que invirtió en los últimos dos años la industria automotriz en nuevas instalaciones de fabricación de baterías y vehículos eléctricos. Ahora es el momento de préstamos federales y créditos fiscales para compensar esos costos y estimular inversiones adicionales. El 35% del costo promedio actual de cada celda de batería producida en los Estados Unidos será compensado con crédito fiscal. Más crédito fiscal para los módulos de batería producidos en los Estados Unidos: grupos de celdas agrupadas que caben dentro de un paquete de baterías, lo que se calcula que reduciría, aproximadamente, un tercio del costo. Hay subsidios para remodelar las plantas automotrices existentes para fabricar vehículos limpios y en préstamos para construir nuevas fábricas.
Las empresas fabricantes de aviones de próxima generación no quedan afuera de esta movida y, a la par de los subsidios de la ley de reducción de la inflación, recurren cada vez más al Departamento de Defensa de los Estados Unidos para acelerar su camino hacia los vuelos comerciales. Los contratos militares pueden llenar las brechas de ingresos a corto plazo y hacer que los vehículos de prueba despeguen más rápidamente, lo que ayuda a acelerar el desarrollo comercial. El brazo de innovación de la Fuerza Aérea trabaja con empresas privadas que construyen aeronaves innovadoras. El esfuerzo está destinado a acelerar el desarrollo de aviones eléctricos de despegue y aterrizaje vertical (eVTOL) para uso militar y comercial. Se espera que sean más baratos y más fáciles de mantener que los helicópteros tradicionales, y también más silenciosos, lo que ayudaría en las operaciones furtivas.
Lachlan Carey y Jun Ukita Shepard del Rocky Mountain Institute (RMI), en un trabajo presentado el 22 de agosto titulado: “El Triple Golpe Climático del Congreso: Innovación, Inversión y Política Industrial”, resumen adecuadamente el sendero de este conjunto de legislaciones articulado entre la bipartidaria Ley de Inversión en Infraestructura y Empleos de 2021 y los dos grandes proyectos de ley climáticos de agosto. Los autores jerarquizan que la Ley Chips y Ciencia viene a ser el “cerebro” de esta política al direccionar miles de millones de dólares hacia la “investigación y el desarrollo de vanguardia necesarios para acelerar la innovación”. La Ley de Infraestructura, al proporcionar “gran parte de la infraestructura que estas tecnologías necesitan para escalar a gran velocidad”, hace las veces de “columna vertebral”, mientras que la Ley de Reducción de la Inflación funciona de “motor”, con “medidas que brindan la seguridad para que estas tecnologías alcancen la madurez del mercado”. Para Carey y Shepard, el Congreso ha aprobado una legislación que “revive un marco de política industrial que fomenta la producción nacional en cadenas críticas de provisión de energía limpia”, lo que reducirá la contaminación “en alrededor de un 40% en comparación con los niveles de 2005, y agregará 3,5 billones de dólares en nuevas inversiones de capital acumuladas durante la próxima década”.
En 1969, Gillo Pontecorvo dirigió la película Queimada, con Marlon Brando como el diplomático inglés William Walker y Evaristo Márquez como José Dolores, el esclavo morocho sublevado. La historia recrea el triunfo del capitalismo en la economía mundial comandada por los ingleses y cómo en este caso específico vencieron los resabios esclavistas de los colonos portugueses de la isla ficticia de Queimada, que con sus mayores costos en la producción de azúcar eran toda una rémora del pasado que había que abandonar. El diplomático Brando-Walker le sublevó a los esclavos primero y después dominó a los esclavos liberados por el simple juego de las impersonales leyes del mercado. Los colonos portugueses eran incapaces de entender que su tiempo había concluido. Cuando la globalización, por el clima y las leyes de la acumulación, está bien pero bien chamuscada, ¿la clase dirigente argentina estará esperando al Walker de turno?
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