Los chicos piden que les cuenten una y otra vez la misma historia. Los viejos tenemos el hábito de repetir siempre lo mismo. La máxima ídola de la tercera edad tiene una coartada inatacable a la que apela cada vez que alguien le señala que eso ya lo dijo o lo preguntó:
—El público cambia cada vez.
Amparado en ese escudo que Mirtha Legrand sostiene con elegancia, voy a contar otra vez la historia de la Tía Aurora, que se fue de la Argentina a los treinta y pico y volvió de visita por primera vez pasados los ochenta. Era la hermanita diez años menor de mi viejo. Para ella no había nadie como Ángel Vargas, y que nadie se animara a discutírselo.
El primer almuerzo del regreso congregó a una tribu de nietxs, primxs y sobrinxs. La gran sorpresa que le habíamos preparado era un disco, que comenzó a sonar en la sobremesa. Pero ella siguió la charla como si oyera llover. Al tercero o cuarto tango sin que se mosqueara, alguien se animó a informarle:
—Es Ángel Vargas, tía.
Y la preciosa viejita italiana en que se había convertido, contestó en perfecto cocoliche, que aquí transcribo por fonética:
—Anquel Barga. E quí é?
Me acordé de esta historia al ver la extraordinaria Memoria, del director tailandés Apichatpong Weerasethakul, con la descomunal Tilda Swinton, que además la produjo.
Para que no hagas la misma pregunta de la tía Aurora, aquí tenés a Anquel Barga, que en octubre cumpliría 118 años y que sigue siendo uno de los grandes.
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